-Cuento corto-
Guillermo Almada
El calor agobiante opera sobre mí de manera impensada, sorprendente. Recuerdo noches en las que he llegado a arrastrar una reposera hasta el techo, con la idea de esperar allí la caricia fresca de una brisa, como quien aguarda, deseoso, el rose erótico de la más ardiente de las amantes latinas. Y ser despertado por las primeras luces de un amanecer contemplativo que me dio algo de tiempo para resguardarme de los feroces flechazos de Febo.
En noches así, de tedio asfixiante, he recorrido los bolsillos de todos mis sacos y pantalones recaudando el despojo de hierba, de origen pretérito y olvidado, para armar un cigarrillo que me ayudara a disimular el mal humor del forzado insomnio.
Cuando me mudé al departamento de pasillo de calle Pascual Rosas debí abandonar la costumbre de trasnochador de tejado, ya que sobre mi techo vivía la hija de la dueña, así que cambié de maña, a recorrer las calles buceando en lo más abisal de la fauna nocturna urbana. Fue así que conocí al árabe. Veredas húmedas, vapor atosigante en el ambiente. Costaba que los fósforos encendieran, y me crucé de vereda para acercarme al único ser que se veía en la calle para pedirle fuego. Me resultó un tipo encantador, lleno de relatos colmados de misterios y verdades incomprobables. Caminamos juntos mientras conversamos, y sin quererlo me dejé llevar por sus pasos. No sé cuántas calles recorrimos, ni en qué dirección lo hicimos, la cosa es que terminamos frente a una luz mortecina, en una pequeña ventana mugrienta, en donde podía leerse un, casi borrado cartel, mal pintado, que decía “LAVANDERÍA”, sobre el pasaje de Triana, entre Rioja y Córdoba, y con la última bocanada me miró con los ojos más chinos que nunca, de cómo los había achicado, y con un movimiento de sus cejas me indicó que entráramos.
Allí nos recibió, con una reverencia, un hombre cincuentón, totalmente ataviado de blanco, con los ojos más chinos todavía, pero de raza. En absoluto silencio levantó una tabla que formaba parte del mostrador, como una continuación unida con dos bisagras, para que atravesáramos ese límite hacia la trastienda, en donde había una abertura en la pared, del tamaño de una puerta, cubierta por una cortina, de tiras de plástico de varios colores, algo despintada y vieja. Pero detrás de ella, débilmente alumbrado por una suerte de luminaria que apenas permitía ver por dónde se caminaba, un complejo laberinto de escaleras y entrepisos de madera, construidos clandestinamente de manera artesanal, sembrado de camastros del mismo material, con colchones, a la vista incómodos, de paja, lana apelmazada y estopa, con funda de cotín de más baja calidad, a rayas de colores de azul, rojo o verde, siempre combinadas con blanco. Un olor dulzón, como a flores quemadas, o a maderas perfumadas, que iba seduciendo las glándulas olfativas, invitaba a un relax tentador. Algunos de los camastros se veían ocupados. Estos estaban en lugares más oscuros, y a su lado, en una especie de banquito, se hallaba sentada una acompañante que se encargaba de distintas artes, como acariciar, hablar, o leerles, a los ocupantes de esos camastros. Por momentos se vislumbraban formas de humo, como fantasmas, invadiendo los espacios más iluminados. Allí nos sorprendió IPA. Digo que nos sorprendió porque no la vimos venir, ni supimos de dónde apareció, pero se plantó delante de nosotros y muy amablemente nos indicó un camastro para cada uno.
Bellísima la sur-coreana, con un vestido extremadamente sugestivo y sexi, y modos complacientes y sensuales, se avino a conversar conmigo con una sonrisa erótica que nunca desapareció de sus labios, me secó la transpiración con una finísima toalla de hilo y se sentó junto al camastro que me había tocado en suerte, jugaba con la aguja y el caucho sobre un mechero encendido mientras me contaba que se había escapado de un lupanar de Balvanera en donde había estado secuestrada desde que era una niña de ocho años. Su vida había sido una sucesión de encierros, explotaciones, abusos y torturas. Me dio a elegir la pipa, que terminó siendo la que ella me recomendó, y me continuó relatando cómo la obligaban, desde muy pequeña, a satisfacer los pedidos de los hombres, mientras me acariciaba con suavidad de geisha y me hablaba con voz muy dulce y tenue mientras me ganaba el cansancio de la madrugada. Desperté en un banco de la plaza Buratovich, cerca de la cancha de básquet, junto a la figura nada atractiva del calígrafo, que bostezó y me invitó a desayunar al bar de Zeballos y Castellanos mientras me estrechaba la mano y se presentaba como si nunca nos hubiéramos visto antes.
Siempre que le pregunté él me lo negó, y nunca pude encontrar esa lavandería. Pero de dónde iba a saber yo que IPA quiere decir mariposa, en coreano. –