El ser humano se inclina a pensar que el tiempo presente es siempre peor que el pasado y que todo lo que vive hoy es decadencia, pero eso no necesariamente es así… Sin embargo, luego de una reflexión de varias semanas, llegué a la conclusión de que Bolivia vive hoy uno de los peores momentos de su historia (tal vez el peor) en lo que concierne a una serie de aspectos que tocan sobre todo a la política y la justicia. Aunque con fachada moderna y fachas tecnológico-digitales, la Bolivia actual podría equipararse a la Bolivia del siglo XIX, sobre todo a esa que Arguedas describió en el tomo quinto de su Historia de Bolivia, que titula Los caudillos bárbaros. El libro, un clásico de la historiografía y la literatura bolivianas no necesariamente muy estimado por la comunidad académica y lectora boliviana, narra un país gobernado por bellacos incultos, violentos y en algunos casos bebedores —como varios de quienes hoy gobiernan el país—, y habitado por una sociedad tradicionalista, conservadora y belicosa —como la que hoy está siendo gobernada—.
Manfredistas, tutistas, mesistas, androniquistas, choquehuanquistas, arcistas, evistas, doriamedinistas… Así se denominan hoy los mal llamados militantes de los también mal llamados partidos políticos, pues los primeros no son militantes de causas o de ideas, sino serviles de jefes que gozan de sus respectivos quince minutos de fama, y los segundos no son partidos políticos bien conformados u organizados, sino cáscaras con alguna vieja sigla, un eslogan y un color, que aglutinan a masas amorfas y sin ideología. En los grupos que hoy siguen a Tuto y Doria Medina, por ejemplo, se cuentan miristas, movimientistas, masistas desilusionados con el Proceso de Cambio, tránsfugas de la frustrada Comunidad Ciudadana, guerrilleros de Teoponte, activistas, ateos, cristianos, socialdemócratas, derechistas disfrazados de liberales, marxistas y simples adulones u oportunistas. Hay de todo un poco. Desde algún punto de vista, cabe decir que son grupos realmente democráticos e inclusivos, pues ostentan representatividad de todos los sectores y pensamientos, incluso del sector de los iletrados. Y como todavía no inició la elaboración de listas de candidatos a la Asamblea, los “aliados” o “unidos” por Bolivia aún salen sonriendo en fotos, pero lo que codician es una candidatura en franja de seguridad o un trabajo en el siempre lucrativo Estado.
Por otro lado, están las siglas de los viejos partidos, que se prostituyen para conseguir un caudillo que las salve de la desaparición y, de paso, les ofrezca la posibilidad de obtener ministerios, embajadas o curules en la Asamblea. Así, el negocio es redondo. Impera la lógica del mercado: oferta y demanda tanto de siglas como de políticos. No importa que la ideología del partido sea diametralmente opuesta a la del caudillo —como es el caso de la relación FRI-Tuto— ni que sea totalmente anacrónica —como la del MNR—, pues ante los micrófonos todo se podrá justificar con un bonito sofisma (el cual, llovido sobre mojado, no será interpelado por nuestros acríticos reporteros); el fin justificará los medios. Todo valdrá con tal de “salvar Bolivia”.
Revise usted, lector, las páginas de Los caudillos bárbaros del vilipendiado Arguedas y encontrará más de una similitud respecto al presente, con el desolador detalle de que, mientras que esas páginas describen un país del siglo XIX, las características caudillistas de hoy son las de un país del tercer milenio y que está a un pelo de cumplir doscientos años como Estado independiente. No obstante, a nuestros vecinos, todos aproximadamente de la misma edad, no parece haberles ido tan mal: Argentina, Brasil, Chile o Uruguay tienen democracias mucho más sólidas que la boliviana. ¿Cómo comenzar a componer un país así, tan fragmentado y sin institucionalidad? Seguramente con un proyecto político serio y de gente capaz y proba, eso que parece no haber en las improvisadas “alianzas” opositoras.
Con la política así de mercantilizada, oposiciones frívolas y una justicia a los pies del Ejecutivo, uno ya no sabe qué proyectar de cara a las elecciones. La verdad es que todo puede ocurrir y es mejor no confiar en la palabra de los políticos, que, como si tuvieran barajas españolas, creen poder ver el futuro. Estamos en un mar de incertidumbres.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social