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Francotirador

 Maximiliano Benitez

Cojo el último autobús ALSA, el de las 23:59. No ha parado de llover en todo el día. Estamos en las tierras del norte, y el orbayu (es la forma en asturiano de definir esta llovizna persistente y fría) nos acompaña durante toda la jornada. Horas antes, al caer la tarde, trémulo y vivaz, había presentado mi tercera novela, el tercer cartucho de mi vida; o al menos el tercero que decido disparar, mostrar. Aun sin proponérmelo, a veces bajo protesta, llevo la recámara cargada de ese vago espejo de la vida que son las novelas, al menos del sentido de pólvora que tienen esos folios, ceniza de cigarrillos, y dudas en que acaban por convertirse mis proyectiles, munición forjada en lecturas, siempre en lecturas. No concibo escribir sin la necesidad (primaria) de leer. Y llevo munición, sí, pero no siempre doy en el blanco, a qué negarlo. Casi nunca ahora que lo pienso. Por eso es que, cada vez que acabo un texto, a un paso del exilio de la trinchera,  firme y dubitativo al mismo tiempo, me asalta la idea de darme un buen disparo en la sien, un disparo certero y bucólico que no acabe con nada. Que una bala celestial acabe conmigo si a un autor serio, uno que se tome esto en serio, no profesionalmente, no hablo de eso, hablo de entrañas, de necesidad, no se le pasa en algún momento por la cabeza, la extraña idea de la inanidad de tanto trabajo. Algunos autores tenemos una certeza, casi clarividente, de que todo ese trabajo, todas esas horas, esa búsqueda, ese desvarío, esos instantes (pocos) de agudeza mental, son inútiles, ásperos e innecesarios. Todo se vuelve innecesario e inútil si no sirve para aplacar el dolor verdadero de un ser en la tierra.

En las tierras del norte (me digo para acabar de convencerme) saben muy bien de qué se trata eso de llevar el cargador completo, presto y estéril. Se han pasado la vida luchando. A veces pareciera que solo ellos tienen plena conciencia de pueblo aguerrido. Me gusta mucho la gente del Norte, no puedo negarlo.

La presentación tuvo su aquel; ante todo hubo público, algo vital para evitar que todo acabe en un soliloquio, y muy interesado, con preguntas lúcidas, coherentes… una preciosidad. Acabamos cerca de las nueve de la noche, con muy pocos libros firmados, pero con el corazón henchido hasta el infarto. Me despedí de la presentadora de la editorial, una bellísima persona por dentro y por fuera y marché, taciturno bajo la llovizna, a buscar un techo y una cerveza: la sidra es para compartir.

Al punto comencé a reflexionar, con la ayuda de Mahou cinco estrellas: tan listo para disparar que había dispuesto la tarde y sin embargo apenas si pude abrir fuego, un fuego pactado del que muchas lecciones aprendí, sin duda.

Como decía, me refugié en una de las pocas trincheras abiertas durante la noche. Se agradece que existan las trincheras nocturnas, las iglesias de la noche, para expiar los pecados no cometidos e invitar a los súbditos de Baco a escuchar las victorias nunca conseguidas. Unas horas después, Jim Beam estaba conmigo, una vez más. Es una suerte que siempre me acompañe porque hay momentos en que el arma se descarga. Oh, sí! Cómo me gusta disparar al aire las palabras que ya nunca nadie oirá, y gritar al unísono!

Horas antes (comencé a divagar), cuando asomé el hocico aferrado a mi fusil, a mi viejo fusil, hablé de uno de esos tiradores que no se guardaban nada en la recámara. Hablé largo y tendido. Incluso enseñé al personal uno de sus cartuchos. Un cartucho antiguo como la historia e invicta como una verdad eterna.  Un cartucho precioso e inescrutable. Cuando la puntería  comienza a hacerme puñetas con la memoria me aferro al recuerdo de aquellos desventurados de las trincheras; esos de los pozos pestilentes, los desalmados, los infectos, los podridos en vida pero relucientes al paso inmaculado del tiempo. Cuando me marché, casi a gatas del último foso, fue en lo único que pensé; en aquel soldado de la palabra, en aquel mártir que aunque disparara al aire acertaba en el corazón de todos los desconocidos. A gatas también subí al autobús, el último de la noche, rumbo al terruño. Partía de una tierra de guerreros al reposo del terruño, con el arma dispuesta a volarme los sesos en la oscuridad, al abrigo del sueño.

Llegué a casa antes del amanecer. Jim regresó solo a casa. Le gusta regresar de esta manera porque sabe que mientras lleve mi fusil jamás lo abandonaré. A veces creo que soy un tanto cabrón con él. Parece un asunto de conveniencia nuestra sensible amistad. Y sin embargo, nada más lejos de la verdad, Jim! No es el combustible de la noche la sangre oscura que alimenta la fiebre del francotirador? Y, no es acaso ese francotirador quien alejará a los lobos del rebaño?

Pero, y si el rebaño fuera ahora una jauría, cual trampantojo, abocada al exterminio del cazador?

Una ducha, un buen cepillado de dientes, un repaso (solo uno) con el peine de veinte duros de los chinos y un abrazo con mis hijos fueron más que suficientes para el amodorramiento y el sueño. Cuando desperté, ellos aún dormían. Cómo me gusta ver dormir a mis hijos. Caminé medio sonámbulo hasta el cuarto de baño y me enfrenté al reflejo del espejo del baño. No hay peor reflejo que el del baño. Si hay un momento durante el día en el que uno se muestra tal cual es, es frente al espejo del baño. No hay peor visión de la realidad, ni más hermosa. Mi rostro se veía cansado. Las horas de vigilia del día anterior me habían pasado factura. Serán los años, supongo. Quise sonreír y en lugar de eso, los ojos se me humedecieron: recordé que aún llevaba el fusil a cuestas y mis hijos no lo sabían. Salí del baño agarrándome a las paredes. Menos mal que ellos dormían. Desde el baño podía ver mi trinchera. Esa donde paso tantas nocturnidades. Recordé, antes de despertar a los niños, las últimas palabras de aquel otro francotirador. Otro hombre solo. Seguro que los ojos me brillaban.

 

Es el alma un extraño en la tierra?

Adónde dirige sus pasos?

Es la voz lunar de la hermana a través de la noche sagrada la que

Oye el peregrino

El sombrío

En su barca nocturna

En los estanques lunares

Entre podridos ramajes, entre muros leprosos.

El delirante está muerto

Se entierra al extraño

Hermana de tempestuosa tristeza, Mira!

Una barca angustiada naufraga

Bajo las estrellas El rostro callado de la noche.

De: Abaddon el exterminador, Ernesto Sabato.

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