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Fiesta rara

-cuento corto-

Guillermo Almada

No importa por dónde comience a narrar esta historia, siempre sonará increíble y disparatada. Hacía apenas unos meses que me había integrado a la comunidad Echesortu, y recorrer las calles a pié, sin pensar en el tiempo transcurrido, se había convertido en uno de mis pasatiempos favoritos. En más de una oportunidad me había sorprendido el amanecer mirando, hipnotizado, algún frontispicio voluptuoso, alguna cúpula, o alguno de sus mágicos balcones.

Me encontraba sentado en un resguardo para colectivos fumando un cigarrillo mientras me relacionaba con la geografía del barrio procurando que sus calles y esquinas recordaran las huellas de mis pies, el eco del taconear de mis pasos. Ponía un especial empeño en imaginar algunos de sus paredones tatuados con la silueta de mi sombra, como un grafiti de Banksy.

No podría precisar, que hora era. Sabía, por la luz del cielo, que no faltaba tanto para la salida del sol. Tomaba provecho de la soledad intentando grabar en la memoria de mis fosas nasales el perfume que invadía esa esquina. Habrán sido los paraísos tal vez, algún jacarandá, o simplemente mi imaginación jugándome una broma con aromas antiguos.

Su voz, como un estrépito, me asustó. Cuando la miré, su imagen, con ese sombrero típico de cholita boliviana, color púrpura, inserto sobre la coronilla, dejando a la vista unos preciosos rulos dorados, la boca roja, y la piel tan blanca como la misma luna, me sonrió con una dulzura inusual de dientes amplios y largos, para preguntarme si esperaba el colectivo.

Sin recuperarme de mi sombro le respondí que no. Mis piernas me han resultado tan prácticas y útiles para trasladarme que no se me ocurriría otro medio de transporte. Se rió, despojada de toda inhibición ¿Y si tienes que ir al Mar? Me preguntó, mientras sacaba de su bolso unos anteojos de leer con marco dorado que terminaban con las puntas hacia a fuera y hacia arriba. Se los colocó, pestañeó dos veces seguidas y remató: Ahora sí. Sin ellos no veo un elefante.

Le sentaba muy bien ese look tan desprejuiciado, combinado con su tonada española. No sos de acá, le dije estultamente, considerándome todo lo contrario. Como si con eso explicara alguna imposibilidad de comprender cualquier suceso. Vaya, me respondió, qué hombre tan perceptivo ¿Cómo os habéis dado cuenta, por el sobrero o por las gafas? Solo la miré. Debo admitir que con muy poquito me hizo sentir sumamente avergonzado, así que hice silencio y bajé la cabeza.

Jugueteó con su mano, como quien hace un pase de magia y me alcanzó una tarjeta al tiempo que me preguntaba ¿Os gustan las fiestas? La contraseña es “Yo soy el sombrerero loco”, dijo mientras caminaba rumbo a un taxi que acababa de detenerse misteriosamente en la esquina para que bajara otro pasajero. Al arrancar el auto me gritó desde la ventanilla “No faltéis y allá os espero”.

La tarjeta no decía otra cosa que una calle, un número, una fecha y una hora. No era orientadora de nada. No había un isotipo, un logotipo, nada. En un principio tuve la tentación de arrojar la tarjeta al tacho de los residuos, pero justo en ese momento, frenó delante de mí, el taxi con ella adentro, que había dado la vuelta a la manzana, para decirme “Oye, que mi nombre es Felicitas”, y desapareció en la perspectiva gris del asfalto vacío dejando un débil rastro lumínico colorado perdiéndose detrás del vehículo.

En la hora exacta del día correspondiente me encaminé a la dirección de la tarjeta esperando encontrarme con una disco, un club nocturno, o algo por el estilo, no obstante, en su lugar se erguía una planta fabril abandonada hacía años, cuyo portón lucía vetusto y herrumbrado. Sin embargo el nombre de la calle y el número de la puerta coincidían sin errores. Busqué un timbre, lo cual era la actitud de un insensato, pero si bien no me daba la impresión de que ese fuera el lugar de la fiesta, tampoco deseaba retirarme sin intentar averiguar de qué se trataba. Golpeé con los nudillos la chapa que retumbó como un gong asfixiado, no una vez, sino tres o cuatro, y en el momento en que comenzaba a retirarme ya dándome por vencido, se escuchó el ruido de la roldana girando sobre el riel, lo que indicaba la apertura del portón. En el ancho justo y abarcando, con su cuerpo, la totalidad de la abertura, la figura de Jacinto Oliva, un ex luchador de catch que se ganaba la vida como encargado de un edificio del barrio de Pichincha, y al que conocía de viejas noches de bohemia, me permitía presumir que estaba en el camino correcto. Me acerqué sonriendo y el hombrón me miraba impávido, como si no me conociera. Su humanidad de dos metros con catorce centímetros de estatura, con más de ciento cincuenta kilos de peso, el cabello ensortijado y largo hasta más abajo de los hombros, negro igual que su barba, bigote, cejas pobladísimas y la mismísima noche, cuya luna había decidido no iluminar, se interponía, y sus ojos celestes y chiquitos me miraban, y pude notar que me reconoció. Sin embargo estaban esperando que dijera algo más, que completara mis palabras con otra frase. Entonces me acordé y espeté el salvoconducto “Yo soy el sombrerero loco”. Franqueada la entrada, pude encontrarme en una fiesta. Felicitas, que no sé de dónde apareció, se me echó encima y besándome con pasión me gritó “creí que no vendrías”, inmediatamente me tomó de la mano y comenzamos a avanzar, directo a la barra. Desde allí y con un trago me resultaría más llevadera la noche, pensé. Al levantar la mirada comencé a descubrir rostros que no imaginaba encontrar. Sentado a un piano Fito tocaba Grisel, que era interpretado por el Polaco Goyeneche. En un monociclo, vestido de payaso ruso, se me acercó Franchela haciendo malabares con bolas de colores. Con un vestido larguísimo, muy elegante, Silvina Garré parecía flotar entre las luces del lugar, y Baglietto, vestido de mago, la buscaba por todas partes. Cada vez que alguien terminaba un número artístico, otro comenzaba, y podía suceder en cualquier rincón del predio, que era inmenso. En un espacio lleno de almohadones estaba Balt-Hazar fumando de un narguile y rodeado de catorce odaliscas que de tanto en tanto bailaban para él. Entre tanta gente, mis ojos no alcanzaban a captar todos los rostros, pero estoy casi seguro que en un momento, pude ver un hombre de esmoquin, muy parecido a Gardel, ensayando un tango con Piazzola. Felicitas me traía, con urgencia un trago tras otro, y todos diferentes. No me había percatado que el barman era Darín, pero estaba tan ocupado con la barra que no pude hablar ni media palabra con él. Por momentos, sonaba una oleada de música funk y todos salíamos a bailar, y se hacían rondas y trencitos. Y entre los juegos de luces de colores, que encendían y apagaban, si bien no puedo asegurarlo, me pareció ver a gente de mi familia con la que me hubiera gustado conversar, pero todo era tan fugaz, tan breve, tan etéreo. Por momentos no estaba seguro si estaba viviendo o soñando, además todo parecía girar o desprenderse del cielo, de la misma nada, es más, algunas personas, puedo asegurarlo, se perdían en el suelo, como si se sumergieran en un abismo cuántico imperceptible.

No puedo precisar de qué modo ni en qué momento llegamos todos a una estación de tren, en apariencia, abandonada. Caminaba de la mano de Felicitas, en silencio, tal vez como consecuencia de la resaca, o del cansancio. Nos detuvimos en mitad del andén y ella apoyó su cabeza sobre mi pecho. Entonces aproveché para preguntarle qué estábamos haciendo allí. “Ya llega el tren de regreso a casa”, me dijo, y mirándome tiernamente a los ojos agregó “espero que la próxima vez podamos encontrarnos” ¿Cuándo es la próxima vez? Le pregunté, y justo se oyó la sirena del tren, un tren blanco que arribaba como envuelto en una neblina, o un halo luminoso, no podría explicarlo muy bien, pero no me permitió oír la respuesta. Comprenderán que no me resultaba nada fácil salir de mi asombro y poder discernir con exactitud cada imagen, esa noche. El estupor, la resaca. En cuestión de segundos perdí de vista a Felicitas y todos abordaron, como un gran hormiguero en medio de esa bruma. Y del mismo modo en que arribó, todo desapareció tras su marcha, y me quedé allí solo. En una estación abandonada, con el sol irrumpiendo un nuevo día. Salí hacia la plaza Ciro Echesortu, tomé 9 de julio, caminando despacio, disfrutando del solcito mañanero del barrio, y disimulando, como si nada hubiera sucedido. –

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