Blog Post

News > Letras bolivianas > Fabiola Morales Franco / Cuento

Fabiola Morales Franco / Cuento

Deforme

Tengo pesadillas en las que me dejas, le digo, quiero decir, son  sueños recurrentes en los que tú y yo tenemos otros rostros pero, al fin y al cabo, somos nosotros. En el sueño, te vas siempre con alguna amiga mía, a veces las facciones de la amiga en cuestión coinciden con un rostro conocido, a veces no. En todas las ocasiones reacciono con rabia, no tanto hacia a ti como hacia la traición de mi amiga. En cuanto a ti, las más de las veces me resigno con facilidad  a perderte, pero sufro de ataques de ira cuando me cruzo con esa amiga, porque, y en eso hay una constante, la amiga termina siempre irrumpiendo en el lugar en el que yo estoy, una calle, un café, mi propia casa, entonces se arma una pelea campal, una discusión a gritos, una situación desagradable en la que termino lanzando cosas. Al principio despertaba de estos sueños llorando, ahora lo manejo mejor; sin embargo, las más de las veces me despierta un dolor agudo en el pecho y este rencor que no cesa.

Él se me queda mirando, sabe que mientras le hablo mi mano, escondida bajo la mesa, está rascando mi talón en secreto. Al final mi marido estalla en una risa estridente, las personas que están sentadas en las mesas alrededor de la nuestra se voltean, movidas por el estrépito de su risa, luego el sonido ambiente vuelve a inundar el bar. Le doy un sorbo a mi cerveza.  Sueñas que te dejo, pero yo no soy yo, ni tú eres tú. Creo más bien que quieres decir que sueñas que un hombre deja a una mujer y que esa mujer reacciona mal a ese abandono. No, no, murmuro  sin dejar el talón, somos tú y yo. ¿Aunque no tengamos el mismo rostro? Exacto, aunque no tengamos el mismo rostro. La otra noche, aquella en la que estuve fuera de casa por trabajo, el sueño fue tan vívido que estuve a punto de llamarte; eran las tres y media de la mañana cuando desperté, estaba en una habitación del piso once, en un hotel sin gracia  a las afueras de Ámsterdam, el viento soplaba con fuerza y parecía emitir gritos al chocarse con los vidrios de las ventanas; confundí aquel sonido con mis propios gritos y los de la mujer con la que peleaba en el sueño. Peleaba por ti o más bien por tu traición. Cuando despierto de esos sueños me siento avergonzada de mí misma, por no saber odiarte, por esa resignación tan mansa ante tu pérdida, por dirigir todo el rencor hacia una mujer imaginaria y sobre todo por pelear con ella. Luego pensé que no tenía mucho sentido llamar, despertarte y explicarte todo esto de madrugada. Él se levanta y me abraza, luego con sigilo me aparta la mano del talón. Te harás una herida si sigues rascándotelo, me dice, ponte bien los zapatos. Asiento, siempre le digo sí, no sé decir que no.

La primera vez que experimenté un picor en el talón tenía doce años; era verano, leía, hacía poco había encontrado un libro en la biblioteca del cole que hablaba sobre fotógrafos del siglo XX; entre tantos nombres de hombre, me había llamado la atención el de una mujer que parecía trascender los estereotipos de su época. Sí, fue cuando miraba las fotografías tomadas por esa mujer que sentí que un mosquito me picó. Estuve rascándome el talón un rato hasta que el picor se hizo insoportable, entonces me clavé las uñas y un chorrito de sangre salió al instante.

Dorothea Lange no nació coja.  Dorothea Lange era una niña de clase media con una infancia feliz, hasta que cogió la polio, como resultado se le torció una pierna. Poco después sus padres se separaron. Ella solía decir que estos dos hechos habían marcado su vida: la cojera provocada por la enfermedad y el abandono de su padre. Me he preguntado siempre si para Dorothea, aunque nunca lo aceptara públicamente, había una relación directa entre la separación y la vergüenza que ella creía les provocaba a sus padres verla caminar arrastrando una pierna.

Yo, en cambio, no sufrí ninguna enfermedad; jamás he estado al borde de la muerte, mis padres no se han separado y de hecho creo que viven relativamente felices.  Es mi cuerpo el que se obstina en traicionarme. La picazón del talón mutó en dolor y cuando la herida cicatrizó volvió a transformarse en escozor. Me rasque primero ligeramente y luego con fuerza, hasta que la costra que se había formado se hizo añicos y dio paso a un corte más grande. Como era verano y hacía calor, la herida abierta, una y otra vez, no tardó en infectarse lo que provocó que comenzara por primera vez a cojear.

No sé cuántas veces he robado en mi vida, creo que pocas o solo esta; a veces esas cosas se hacen de una manera inconsciente, como con el libro de los fotógrafos que decidí quedarme. Se veía a las claras que yo era la única que lo había leído y efectivamente nadie nunca me lo pidió de vuelta.

Frida Kahlo tampoco nació coja, aunque era doce años más joven que Dorothea Lange también sufrió la polio, probablemente por las mismas razones que ella, es decir, vivía en un entorno privilegiado, en un ambiente limpio en el que sus defensas no se habían desarrollado con la misma fuerza que la de los niños de zonas más deprimidas y por lo tanto la hicieron presa fácil de la enfermedad; ironías del mundo moderno. Existe un estudio fechado en mil novecientos dieciséis que muestra la incidencia de la polio a lo largo de la ciudad de Nueva York. En él se puede ver como la parálisis infantil se ceba principalmente en los niños y adultos habitantes de los  barrios más acomodados, lugares en los que el aire respirado era potencialmente más limpio, donde las condiciones de salubridad en las casas estaban aseguradas, las antípodas de los sobrepoblados barrios citadinos, donde personas, animales y mugre convivían hacinados en edificios desvencijados. Este estudio pasó sin apenas ser tomado en cuenta por los médicos de entonces, ofuscados como estaban en popularizar los hábitos de limpieza. Yo también vivía en un barrio en las afueras de la ciudad, pero para cuando yo nací la vacuna de la polio se había ya inventado y  nadie, o casi nadie, sufría la enfermedad.

En mi libro de fotógrafos encontré una foto hecha por Imogen Cunningham, amiga de Dorothea Lange, de Frida Kahlo; me impactó la fuerza de su rostro, encontré inmediatamente un lazo entre aquella joven de vestido campesino y lo que yo entendía como personalidad original. Volví a la biblioteca a buscar algo sobre ella, al final de cuentas solo tenía un pie de foto y la afirmación de que era pintora. En aquel entonces Kahlo no era tan famosa como es hoy, así que la bibliotecaria del colegio tuvo que rebuscar un rato para sacar alguna información sobre ella. Me fui a casa con otro libro. Este si lo regresé. 

Antes de quedarse coja, a Dorothea Lange le dio un resfriado, un resfriado  que en vez de mejorar avanzó hacía una gripe, o eso era lo que en su casa creían; en verdad aquella gripe no era otra cosa que la polio que en alguna de sus variantes era frecuentemente confundida con la influenza, por sus síntomas comunes. No sé cuánto tiempo tardaron mis padres en darse cuenta que  yo estaba coja. He dicho antes que tuve una infancia tranquila, unos padres de trato agradable, pero nunca he dicho que fueran los más atentos del mundo, sobre todo cuando de sus hijos se trataba; así que es posible que pasaran algunos días, quizá semanas, antes de que alguno de los dos tomara cartas en el asunto. Si alguien le preguntara a la niña que en ese tiempo fui, cuánto pasó, diría yo que meses, pero seguramente sería una exageración. Cuando el pie comenzó a latirme le dije a mi padre que me llevara al médico, se alzó de hombros y me entregó sin mucho trámite a los cuidados de mi madre que, en un primer momento, creyó que podría resolverlo ella misma con un poco de cáscara de huevo y algún menjunje farmacéutico. Fue suficiente sacarme el calcetín para que el asunto quedara aparcado y termináramos en urgencias.

 A Frida Kahlo la enfermedad le duró alrededor de un año en el que dejó por completo de relacionarse con otros niños, de ir a la escuela y de levantarse de la cama, salvo para los ejercicios que su padre le obligó a realizar en aras de que la pierna no siguiera su atrofia. En todo caso para las tres pasó que un buen día dejamos de andar bien y, tras una convalecencia, comenzamos a ser el hazmerreír de los otros niños.

En el hospital  hicieron un tajo limpio alrededor de las incisiones que me había hecho con las uñas y a continuación apretaron hasta sacar toda la pus, luego me mandaron a casa. Mis padres se olvidaron del asunto.

 Pocos días después volví a caminar, había aprovechado esos días para leer sobre la vida de Kahlo y ahora regresaba a lo que realmente me importaba que era Dorothea Lange. Recuerdo que aquel verano llevaba el libro a todas partes, solía repasar la diferencia entre las fotos de unos y otros fotógrafos, comparar el impresionismo de Imogen Cunningham contra la fotografía de denuncia de Lange; era fácil, pero habían otros tantos autores que también habían sido documentalistas en la misma época que ellas. ¿Por qué Lange era diferente? ¿Qué hacía que yo quedara fascinada antes sus fotos de una manera que no era capaz de hacerlo con otros? ¿Y cómo reconocía yo, sin siquiera mirar los comentarios, cuando una fotografía era de Lange? Eran cuestiones que me perseguían incluso en sueños. Durante esas largas horas la herida en mi pie me impedía salir a disfrutar del clima. En los ratos en que me veía forzada a dejar mi precioso libro, el talón maltrecho tomaba el protagonismo de mis obsesiones y me era imperioso tener las manos encima suyo, primero rascando alrededor de la venda y luego, cuando ya había traspasado el pudor de levantarla, con la herida misma. A mi entender, el escozor persistía y se incrementaba con los días, mi teoría pasaba porque la venda podía provocar que mi piel se resintiera por la humedad y el roce; se lo decía constantemente a mi madre, esta venda me está matando, me pica, ¿y si es una infección?  

Una tarde de aburrimiento me deshice por completo de la dichosa venda. Salió a relucir aquel pequeño manojo de hijos negros, no era una costura estética, se trataba más bien de un ramillete hecho por pases y contrapases, había un par de nudos como los que se deja cuando empiezas a coser y luego picos, cabos sueltos. Tocaba los hilos y el picor se incrementaba en niveles en los que el dolor rozaba con un extraño sentimiento de placer; cuanto más estiraba, más dolía, cuanto más dolía, la sensación posterior era más placentera. Había incluso minutos en los que parecía perder la conciencia y el pie y mi cuerpo no existían. Hasta que llegó el momento en que decidí sacarme los puntos que cerraban la herida, apreté y dejé que la sangre saliera sin descanso, no hubo placer en ello, la sangre solo podía provocarme dolor.

Por la noche, mientras mi madre me ponía una venda nueva, le recité de memoria un fragmento del diario de Frida Kahlo que decía algo así:

Puntos de Apoyo,

En mi figura completa solo hay uno,

y quiero dos.

Para tener yo los dos

me tienen que cortar uno.

Es el uno que no tengo el que

tengo que tener para poder caminar…

Todavía hoy mi madre perjura que pasé aquella noche delirando, hablando de palomas que equivocaban el vuelo y alas que salían volando solas. A veces pienso que fue allí donde la verruga inició su acenso hacia la luz.

Desde entonces si me estreso el picor regresa, como cuando me quedé sin trabajo hace tres años; la oficina en la que trabajaba, generando estadísticas sobre encuestas de satisfacción, cerró tras perder el último cliente. Nunca habíamos tenido demasiados, pero al menos daban para pagar el sueldo de seis trabajadores.

La paga era mediocre me dijo mi amiga cuando se lo conté. Sí, le dije, lo era, pero al menos tenía algo, ahora me he quedado sin nada. Mi amiga bajó los ojos y se puso pálida, estaba claro que ese no era el momento para hablar sobre mí;  por entonces ella estaba embarazada de tres meses y no tenía claro que aquel hecho fuera una buena noticia. Una ventura incondicional, le llamaba ella; no estaba segura de que fuera “una ventura incondicional”, estaba bien pero no radiante, creía que era feliz pero su rostro no lo demostraba, el hecho de que aquel niño viniera sin ser planificado la desconcertaba, a pesar de todo: y todo era que se había casado hacía dos años; que tenía un piso prácticamente pagado; y que no se le ocurría ningún motivo pero para no tener a ese niño.  Al fin y al cabo algún día iba a ser madre decía, nunca es el mejor momento, decía, fue una sorpresa, decía. Y entonces se apagaba.

Frida Kahlo nunca tuvo hijos y se dedicó a pintar su continuo fracaso, gran parte de su obra está centrada en este hecho. Dorothea Lange, en cambio, tuvo dos hijos absolutamente planificados y trató desde el principio de ser una madre  y esposa ejemplar hasta el punto  en que durante años su obra fotográfica se limitó a instantáneas familiares, mientras su marido, que era pintor, desaparecía durante meses persiguiendo su sueño artístico. En aras de ser una esposa perfecta se convirtió en una madre controladora, perfeccionista y sus hijos e hijastros, más que disfrutarla, tuvieron que sufrirla.

La verruga en mi talón comenzó siendo un bultito alrededor de la cicatriz que habían dejado los puntos, realizados por la enfermera, tras la intervención en urgencias. Traté de ocultar su existencia lo más que pude, al principio era una ligera molestia que me esforcé en ignorar; sin embargo la molestia iba creciendo lo mismo que la bolita. Por las noches ya dentro las sábanas me daba masajes en el pie, pero esto provocaba que se intensificara el escozor, así que optaba por encerrarme en el baño y dejar que el agua helada corriera hasta entumecer mis dedos, entonces masajeaba en la creencia de que de esta forma disolvería el bulto. Eventualmente vi que tenía algo parecido a una espinita  incrustada en la piel, así que ayudada de un alfiler traté de sacármela, pero la espinita parecía estar siempre más al fondo de lo que parecía.

Como lo que yo tenía dentro era una verruga, no volví a sacarme sangre, por más que agujereaba y agujereaba lo que obtenía eran cachos de piel, secciones de carne muerta como trozos de cuero.  Cuanto más abría el fondo, más se levantaban los costados. Volví a cojear, aunque esta vez con sigilo, tenía doce años y la regla acababa de venirme por primera vez.

Recuerdo haber estado enfadada con el mundo, enteramente amargada ante la injusticia de una naturaleza que no me había preguntado si yo quería ser madre, ni siquiera me había dado tiempo a pensar en chicos, estaba inmersa en la pelea contra mi talón y ahora además debía lidiar con el hecho de convertirme en una mujer. La regla olía mal y provocaba dolores, ya había visto a mi hermana pasar por eso unos años atrás, aunque trascurrido el tiempo ella parecía no acordarse de lo mal que lo había pasado,  entusiasmada como estaba con los bailes de quince años, los tacones que mi madre le había comprado y el maquillaje, quizá su más preciado descubrimiento. Yo la observaba distante, no quería ser ella.

Hay una fotografía muy famosa de la familia de Frida Kahlo en la que ella, adolescente, aparece vestida de hombre. Durante aquel tiempo de pubertad a marchas forzadas, en el que ser mujer significaba una injusticia a mis ojos, guardaba esa fotografía entre las hojas de mi diario. Recuerdo que llené aquel cuaderno de palabras, cuando ya no hubo más hojas en las que escribir dejé la fotografía dentro. Ya no lo volví a abrir.

Las madres no entienden nada, le dije a él un día, yo estaba a punto de parir a nuestro primer hijo. Era un día soleado de primavera, de esos en los que la gente del barrio suele caminar hasta la vera del rio para pasearse tranquilos arriba y abajo, ahora deteniéndose a conversar con otros vecinos, ahora agarrados del brazo, ahora corriendo tras los niños. ¿Y eso?, me contestó él, se lo oía desconcertado, yo ya no lo miraba, yo miraba el agua que corría plana a nuestra derecha. Pronto seré madre, le dije,  yo tampoco entenderé nada sobre mis hijos.

Al llegar a casa cogí el libro de fotografías, el mismo que nunca devolví a la biblioteca del colegio  y mientras señalaba sus páginas le dije a mi marido, Dorothea Lange no se llevaba bien con su madre, le decía a quién quisiera oírla que su madre había sido siempre un ser endeble y lejano, nunca la había protegido y la había entregado sin restricciones a su abuela, una mujer que no había tenido para con ella más que reproches y castigos. La relación entre Frida y su madre también fue ambivalente toda su vida y, si con alguien tuvo Frida un acercamiento, fue con su padre, algo que a Dorothea no le pasó.  En los dos años posteriores a la separación de sus progenitores, apenas si vio a su padre en un par de ocasiones, un día el hombre simplemente dejó de visitarlos. Nunca más lo vio. Él miro el libro que yo señalaba como si de un platillo volador se tratara, luego me miro a mí y volvió los ojos al libro, había curiosidad y asombro en su cara. No entiendo de lo que estás hablando, dijo, mientras revisaba las fotografías, ¿quién es Dorothea Lange? preguntó. Una madre, le contesté.

Mi madre trató de acercarse a mí, en la misma sintonía que se había acercado a mi hermana y con la que tan buenos resultados le había dado. Ambas llevaban una relación armoniosa, incluso cómplice. Pero yo no era mi hermana, me interesaban igual a cero las cosas de la casa, odiaba la cocina, la moda me traía sin cuidado y sobre todo, sentía un profundo rechazo por el llamado mundo femenino en el que ella quería incluirme. La recuerdo en la sala exhortándome a que aprendiera a freír un huevo, hacer un arroz, picar unas verduras, lo que fuera; yo lloraba, tenía doce años y lloraba ante frases como, “eres mujercita tienes que aprender, sino cómo te van a querer los hombres”, “tienes que ser más femenina”, “acaso te quieres quedar sola toda la vida”, “¿qué harás cuando estés casada y tengas que hacer la comida para tu marido y tus hijos?”. Mi hermana participaba de estas escenas siempre de manera periférica, nos miraba en silencio mientras se pintaba las uñas, sentada en el comedor junto a la puerta de la cocina, la colección de esmaltes de uñas acompañándola, nos miraba en silencio con los rulos puestos en la cabeza, nos miraba en silencio con la mascarilla reseca sobre la cara, nos miraba en silencio, digo, y sonreía o fruncía el ceño o respingaba la nariz y luego seguía con lo suyo que era ponerse bonita. Nunca fui lo que mi madre esperaba, aun así ella persistió hasta el cansancio, luego durante un tiempo me dejó de hablar.

Descubrí con pesar que yo tampoco tenía mucho que ver con mi padre. Yo era un ser aislado.

La madre de Dorothea Lange se ganaba la vida como bibliotecaria, en cuanto su hija tuvo que ir a la secundaria se la llevó con ella a Nueva York y la inscribió en una escuela progresista en el Lower East Side, la PS62. Dorothea demostró no tener talento alguno y fue una estudiante mediocre. Como no tenía nada más que hacer mientras esperaba a que su madre saliera del trabajo, aprendió a caminar largas distancias en soledad. Tanto andar callejeando le sirvió para fijarse en detalles que para cualquier otro pasarían desapercibidos.  Años después cuando hacía ya mucho que era una retratista reconocida entre las clases más acomodadas, dejaría su vida plácida para caminar sin rumbo por las calles de San Francisco, documentando los estragos que la  crisis de mil novecientos veintinueve había provocado; entonces cambiaría su tarjeta de visita en la que podía “retratista” , por una que desde entonces y hasta su muerte rezaría así:

Dorothea Lange.

Fotógrafa del pueblo.

Oculté la verruga cuanto pude, la oculté hasta que fue demasiado tarde. Tenía quince años cuando volví al médico, la verruga había carcomido gran parte del talón, había poco por hacer. Recuerdo ir en el asiento del copiloto, mi madre conducía llorando de vuelta a casa. Yo temía por nuestras vidas, no entendía cómo podía llorar de esa manera y no chocar con lo primero que se le cruzara en medio. Así que para aminorar la tensión le dije, al menos hay una buena noticia en todo esto. La pobre se volvió hacía mí con un destello de luz en los ojos, la había cogido realmente desprevenida. No tendré que usar tacones, no podré usar nunca tacones, mi pie no lo soportaría.  Ella dejó de llorar.

Seis meses después volví a la escuela oficialmente coja. Dejé de tener amigas, a los chicos no les gustaba las tullidas,  durante un tiempo caminar conmigo era fuente de risas.

Tanto Frida Kahlo como Dorothea Lange batallaron para minimizar su cojera, la primera vestía faldas largas y amplias para ocultar su malformación, la segunda trabajó incansablemente para que en  su caminar no se notara la minusvalía. Ninguna dejó que sus males detuvieran el destino. No es extraño, pues, que al conocerse en 1930 conectaran inmediatamente.

El pequeño niño salido de mis entrañas me hizo sentir más poderosa que nunca, su absoluta dependencia de mí me fortaleció y me hizo frágil a la vez. Teniéndolo contra mi pecho encontré verdaderos momentos de comunión con la naturaleza. A veces me parecía increíble vivir una situación así.

 No todo fueron flores. Durante un tiempo también me sentí como una vaca, una teta ambulante, una enorme teta solitaria. Hacía tiempo que mi cojera no le importaba a nadie, tampoco a mí. Ahora importaba mi hijo, yo sería una madre distinta, ese era el propósito, pero de momento lo que yo era, era un cúmulo de emociones contrahechas: por un lado, cada progreso del niño que llevaba en brazos era un redescubrimiento del mundo; por otro, la individualidad, mi individualidad, se disolvía a marchas forzadas. Yo no era yo. Yo era la madre.

En 1936 Dorothea Lange conoció a Florence Thompson, la protagonista de su fotografía más famosa, “Migrant Mother”. Por aquel entonces muchas familias de campesinos apremiadas por la falta de recursos se habían visto forzados a emigrar; en la periferia de los núcleos urbanos crecían hordas de  barracas en las que  los migrantes pasaban el tiempo hasta que el gobierno los forzaba a desmantelar el sitio, entonces cogían sus coches y marchaban hasta el siguiente pueblo. Cuando Dorothea Lange emprendió su camino a aquel invierno, Florence y sus siete hijos acampaban al costado de una carretera; el marido y el hijo mayor habían salido, hacía días, a buscar comida, llevándose el coche, como no tenían manera de comunicarse, la mujer había decidido quedarse junto a la carretera esperando su regreso. Al pie de una de aquellas reproducciones, Dorothea escribió: “Nipomo, Calf. Mar. 1936. Familia de agricultores migrante. Siete niños hambrientos. Madre de treinta y dos años. El padre es nativo de California. Despedido de un campo de recolección de guisantes, debido a la fallida del primer cultivo. Esta gente acababa de vender su tienda para poder comprar comida”.  Décadas después recordaría aquel encuentro de la siguiente manera: “Vi y me acerqué, como impulsada por un imán, a una hambrienta y desesperada madre. No recuerdo cómo le expliqué mi presencia o mi cámara, pero recuerdo que ella no me preguntó nada. Hice cinco exposiciones, acercándome más y más cerca con la cámara. No le pregunté su nombre ni su historia. Ella me dijo su edad, tenía treinta y dos años. Me contó que estaban viviendo de recolectar los vegetales casi congelados que habían quedado sin recoger en los campos vecinos y de los pocos pájaros que los niños cazaban. Allí estaba ella sentada, debajo de un toldo  que hacía de tienda, con sus niños acurrucados alrededor de ella y parecía saber que mis fotografías podrían ayudarla, así que ella me ayudó. Hubo cierta clase de igualdad al respecto”.

Me había hecho el plan mental de amamantar a mi hijo hasta que él dijera basta. La noche anterior al parto había soñado que yo era Frida Kahlo, o más bien yo era una pintura de Frida Kahlo, de mis pechos de oleo salían ríos blancos, haces luminosos de leche que caían dentro de una cuna que estaba a mis pies; cuando me agachaba encontraba que todo aquel líquido que salía de mí iba a parar a la boca de un recién nacido flacuchento, tan raquítico que su piel transparentaba los huesos. Mi hijo. Yo, que había decidido mucho antes que le daría mi leche hasta que la propia inercia lo venciera y se alejara naturalmente de mí, sabía que eso podía pasar entre los dos y los cuatro años; me pareció un tiempo correcto para verlo crecer y hacerme yo misma a la idea de que era un ser que no me pertenecía del todo. Un ser que no me pertenecía en absoluto, debería decir, pero no lo digo porque soy su madre. Tras el nacimiento había venido la primera ruptura entre nosotros; al cortar el cordón umbilical se había roto el lazo primigenio bajo el cual habíamos sido uno mismo durante nueve meses. La leche que salía de mis senos había reemplazado rápidamente ese vacío. Nuestro lazo de sangre pasó, sin  muchos trámites, a ser un lazo dulce, tibio, blanco. Quería, ansiaba que siguiera siendo así. 

Y sin embargo la leche no se rige bajo los impulsos del deseo materno, la leche como la sangre menstrual, sigue su propio e individual designio. Así pues hace unas semanas la leche dejó de salir,  lo mismo que los grifos que se van secando cuando hay un corte de agua. Fui a visitar al médico, me dijo que no era extraño, la naturaleza es curiosa esgrimió, se dan algunos casos. Le pregunté si podía hacer algo al respecto, devolverme el flujo lácteo, potenciarlo. Mi hijo aún no tiene un año, dije. Se encogió de hombros y, por primera vez en cinco años, que era  el tiempo en que nos conocíamos, preguntó que le pasaba a mi talón, por qué llevaba el pie siempre de puntillas, a qué se debía que cojease cada vez más. Volví a casa furiosa. 

Aquella noche salí a cenar con mis amigas, me costó horrores llegar al sitio, a pesar de que estaba a cinco calles de mi casa. El talón me hacía daño, al llegar me senté exhausta, traigo literalmente arrastrando la pierna dije, mis amigas rieron, algo de todo esto les parecía gracioso. Por primera vez en mucho tiempo bebí una copa de vino.

En casa él me esperaba con el niño en brazos, habían estado dando vueltas por el pasillo durante horas, arriba y abajo, el niño lloraba, se negaba a tomar el biberón. Nada más verme, mi hijo se abalanzó sobre mis pechos, gemía y decía ma-mama-ma, mientras estiraba mi ropa. Pasamos una noche fatal. Antes del amanecer me levanté con cuidado, nuestro bebé dormía en su cuna,  sentía que tenía el estómago revuelto, corrí al baño y vomité una gran masa de bilis, hasta entonces no había tenido en mente lo verde que podía ser, al terminar me senté en la taza, algo cayó con fuerza  de entre mis piernas, era la regla.

Muchos años después del retrato de “Migrant Mother”, cuando Dorothea Lange ya se había hecho famosa y daba clases de fotografía, uno de los deberes que más le gustaba poner a sus alumnos era traer cada semana una fotografía que respondiera a la pregunta “¿Dónde vivo?”. En una ocasión un grupo de alumnos le pidió que hiciera lo mismo, lo que Lange trajo fueron una serie de fotografías de su pie retorcido por la polio. Tenía la sensación que era dónde vivía, prisionera de un cuerpo deforme.

Biografía

Fabiola Morales Franco (Cochabamba, 1978) realizó estudios en Narrativa  en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés y  el Master de Escritura Creativa en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona ciudad en la que reside desde el 2005. Ha publicado el libro de cuentos “La Región Prohibida” (2012; Editorial Nuevo Milenio).  “El día de todos tus Santos”(2017, Editorial Nuevo Milenio)  es su primera novela. Relatos suyos han sido publicados en antologías como “Kafkaville” (EL Cuervo, 2015) y “Vertigos, antología del cuento fantástico boliviano”(El Cuervo, 2013), “Mar Fantasma”(Kipus, 2018), “Carne de mi Carne” (Mantis, 2018), “Once escritores del Wilsterman” (Editorial Nuevo Milenio, 2018), “Calles” (2018) y  “La desobediencia” (Dum-Dum Editora, 2019) y recientemente “19 cuentos de terror” (Parc Editores, 2020) .

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights