No sé si el deslumbrante título de “ciudad maravilla” otorgado a La Paz sigue vigente, porque si quien lo confirió ha revocado tal distinción, ¿quién podría impugnar la decisión con argumentos válidos? Recuerdo que —por lo menos desde el punto de vista estético— el alcalde Juan del Granado, no obstante haber formado parte del régimen autoritario de Evo Morales que, como los resultados prueban, rompía todo lo que tocaba, tenía a la ciudad sede de gobierno prolija como nunca antes ni después de su administración. Aquella fascinación la provocaban las montañas que la rodean, el eterno nevado que la custodia, las empinadas calles que la diferencian de la generalidad geográfica del país, que es el más plano del mundo por increíble que parezca, las contradicciones de la calle de las brujas con el exclusivismo señorial del barrio de Sequoia o las elegantes tiendas de San Miguel, los artísticos jardines de diseños coloridos. Bueno… quizá las gestiones de Juan del Granado y algo de su sucesor en la comuna paceña, fueron los motivos como para que en su momento esta ciudad se viera asombrosa.
Pero hoy la cubren espesos nubarrones de humo que ensombrecen su vida cotidiana. Y nos remite a una agenda urbana en la que la identidad de la capital del departamento y la desatención a temas vitales se dan la mano. Y como han pasado ya bastantes años desde el vistoso aspecto que ofrecía la ciudad, casi se borra de la memoria el refinado gusto con que las hábiles manos obreras habían ornado sus siempre conflictivas arterias.
Invadida por comerciantes de puestos callejeros que ocupan espacios públicos, el título de ciudad maravilla ya dejó de ser un pasaporte al estrellato de las urbes, porque el turista y el propio habitante de ésta —que celebra, eso sí, desde hace unos tres años, con bombos y platillos la gesta libertaria de julio— se da cuenta del estado de abandono de la que hace mucho tiempo dejó de ser la más importante de Bolivia. Los buhoneros y los feriantes han copado las aceras de las que hay que bajar a la calzada para estar un poco más seguro. Los charlatanes se han apoderado de las plazas y la ordinariez del humor de groseros payasos tienen importante espacio allá donde el auditorio tiene un gusto distorsionado de la comedia.
Se ha perdido incontroladamente el espacio público con horribles anaqueles que como costras están pegados a los más importantes edificios que por iniciativa privada últimamente han restaurado sus molduras y balcones, pero que en poco tiempo quedan enmugrecidos y garabateados por grafitis de Mujeres Creando. Si nos trasladamos poco más allá, al límite imaginario que desde siempre ha dividido las clases sociales, desde la plaza Pérez Velasco, donde un mercado antiguamente caótico fue transformado —ese sí en la gestión Del Granado— en un centro de abasto chocante en lo arquitectónico, existen avenidas íntegramente convertidas en grasientos talleres mecánicos o de herrería, cuando no de lavados ambulantes de automóviles que, ante la grave crisis económica, han proliferado en los últimos años.
Los edificios icónicos, que en esta ciudad los hay muchos, han quedado opacados por las chiwiñas y las marquesinas que los cafés y restaurantes, sin ningún juicio, no vacilan en taladrar invalorables materiales de revestimiento para fijar chabacanos letreros ofreciendo salchipapas o pollo frito.
La Paz requiere de políticas viales que terminen con el nauseabundo espectáculo que ofrecen los miles de minibuses entrampados en las angostas calles del centro histórico. Tenemos un puente, que forma parte de los Trillizos, que desde hace años está inutilizado y cuya habilitación, para el alcalde Iván Arias —según la gigantografía que nunca se descuidan en emplazar allá donde se hace algo—, es una “megaobra”, en la que ni siquiera ha sido movida una piedra ni un cubo de tierra que permita pensar que, en el tiempo que le queda de burgomaestre, podamos transitar para abreviar el tramo Llojeta-San Jorge.
En pocas horas más habrá seguramente una sonada verbena con mucho alcohol y más daños a la propiedad pública, sin que a nadie le importe la monumentalidad histórica. El actual estado de la ciudad nos impele a impulsar la recuperación de todos nuestros valores ancestrales, prehispánicos y coloniales, pero también modernos; a ver si en algún momento podemos hacer honor al título de maravilla por lo menos de Bolivia. Porque lo otro… ¡hum!, parece ya no tener justificativo.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor