El 3 de diciembre de 2019, a solo 22 días de su huida de Bolivia, Evo Morales recibió al periodista Glenn Greewald en la ciudad de México. La conversación entre ambos se prolongó por 50 minutos y está disponible en el medio digital “The Intercept” (TI). Habiéndose propuesto el fin contrario, esa entrevista es hoy una de las muchas evidencias de que el derribo de Evo Morales aquel año no fue obra de un golpe de Estado, sino de una formidable convergencia de fuerzas sociales e institucionales.
Greenwald es prestigioso en los Estados Unidos. Renunció a la co-dirección de TI, porque dijo haber sentido el rigor de la censura en 2020. Sin embargo, tras revisar su desempeño como entrevistador de Evo aquel martes de diciembre, cualquier espectador boliviano, incluso un fan del caudillo cocalero, quedaría francamente desilusionado.
La meta de Greewald parece haber sido dejar que Evo modele los hechos a su antojo. En la libreta del reportero no hay una sola referencia incómoda. A lo máximo que se atreve es a insinuarle que admita, si acaso, algún error cometido durante la década y media que gobernó Bolivia. Evo le vuelve a recitar su guión: su mayor o único yerro habría sido haberle “hecho caso” al pueblo y re-postularse por quinta vez a la Presidencia (claro, el pueblo para él es su partido, no la gente que fue a votar el 21F de 2016).
Ante un postrado Greenwald, Morales actuó francamente desprevenido. Se nota que aún no había tenido tiempo de sentarse a ordenar los hechos que lo sacaron de Chimoré al exilio ese histórico lunes de noviembre. Habituado a repetir consignas mecánicamente y desacostumbrado a los reparos o a las matizaciones ajenas, Evo Morales le entrega a TI su versión más cándida de lo ocurrido dentro del avión de la Fuerza Aérea Mexicana la noche del 11.
El relato va así: los cocaleros en Chimoré actúan a control remoto. Se habla de 2 mil o de 10 mil, ¿qué más da? La base social se mueve al conjuro del celular accionado desde la aeronave extranjera. Cuando el avión carretea para despegar, muchos sienten que ya pueden irse a dormir. Evo los retiene. Recién le informan que no podrá aterrizar en Lima. Su homólogo Vizcarra le acaba de dar la espalda, cerrándole el espacio aéreo peruano. Los pilotos mexicanos frenan la máquina. Son las 9 y media de la noche. Los seguidores-fundadores del MAS se mantienen en alerta. Están ahí para que nadie se atreva a impedir la fuga. Sí, es correcto, no le piden que se quede ahí, como ellos, para resistir en el monte u ofrecer el pecho a las balas. Y es que Evo no es Allende, hay que terminar de aceptarlo.
Entonces entra en acción Álvaro García Linera. Desde su asiento y con el cinturón de seguridad seguramente abrochado, el entonces vicepresidente llama por teléfono al general Jorge Terceros Lara, comandante de la Fuerza Aérea. Le advierte con un baño de sangre en Chimoré si el avión mexicano no es autorizado a decolar. El general Terceros le pide a García Linera que le pase el aparato telefónico a uno de los pilotos. Sin demoras, lo invita al despegue inmediato. Los cocaleros esperan a que las luces del avión se disuelvan en el horizonte.
Esta versión, entregada hace un año y medio por Evo Morales a su portal estadounidense favorito, aparece hoy casi calcada en la declaración judicial del General entonces amenazado por García Linera, hoy preso. Se ha dado un careo sin sincronía, un empalme de versiones entre los acusadores y los acusados. Es una revelación inobjetable útil para rediscutir el caso.
¿Queda aún alguna duda sobre el sustento falaz de la hipótesis del Golpe? El hecho es que el actual gobierno de Bolivia ya no puede enterrar lo escarbado. Se puso a iluminar un asunto y cada destello nuevo de claridad lo deja aún más a la intemperie, huérfano de evidencias y cubierto de ignominia.
Por versiones surgidas de fuentes antagónicas, sabemos hoy que la noche del 11 de noviembre, en el país no mandaban los supuestos militares “golpistas”, sino los pasajeros del avión fugitivo. Otro general llamado Kalimán le sugirió a Evo que renuncie, pero éste fue más allá del mero encogimiento. Transportado por su hasta entonces Fuerza Aérea, se fue a Chimoré, preparó su despedida en olor de multitud, atrajo a una nación amiga para que le proporcione alas, mandó a instruir su despegue y luego pintó todo como si aquel hubiese sido un rescate afortunado. Sé de variados académicos que siguen indagando frívolamente qué pudo haber pasado para que Evo se distanciara tanto de los generales. Usen mejor su tiempo.
Rafael Archondo es periodista.