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Evo Morales y la estrategia de la violencia

La creciente hostilidad entre el expresidente Evo Morales y el gobierno de su antiguo aliado, Luis Arce, ha sumido a Bolivia en una profunda crisis política, donde las acusaciones de «golpe de Estado» y «terrorismo» se han convertido en moneda corriente. En este clima de alta tensión, surge una pregunta ineludible: ¿Está Evo Morales dispuesto a utilizar cualquier método, incluida la violencia, para derrocar a un gobierno democráticamente constituido y retornar al poder? Analistas y actores políticos advierten que, ante un panorama legal y electoral que le es cada vez más adverso, a Morales le quedarían pocas opciones más allá de la movilización social radicalizada, una estrategia que en la historia de Bolivia ha demostrado ser capaz de desestabilizar y derrocar gobiernos.

La retórica de Evo Morales y sus seguidores se ha endurecido significativamente. En recientes declaraciones, Morales ha acusado al presidente Arce de «destruir la economía» y convertir a Bolivia en un «campo de batalla». Estas afirmaciones se enmarcan en una estrategia de desgaste que busca minar la legitimidad del gobierno actual, presentándolo como un régimen fallido y autoritario. El gobierno de Arce no ha permanecido pasivo ante lo que considera una amenaza directa a la estabilidad democrática. A principios de junio de 2025, el Ministerio de Gobierno presentó una denuncia penal contra Evo Morales por terrorismo y obstaculización de procesos electorales. Esta acción se basó en un audio, atribuido al exmandatario, en el que presuntamente llama a sus bases a radicalizar las protestas, Morales, por su parte, ha calificado la grabación como un «montaje».

El historial de movilizaciones sociales en Bolivia, a menudo lideradas por los sectores cocaleros y campesinos leales a Morales, incluye tácticas de alta presión como los bloqueos de carreteras, que han llegado a paralizar el país y, en ocasiones, han desembocado en enfrentamientos violentos con saldos fatales. Recientes bloqueos organizados por sus partidarios han reavivado el temor a una escalada de violencia. Desde el punto de vista legal, el camino para Morales se ha estrechado. Si bien el delito de «sedición», por el cual fue acusado en el pasado, fue derogado del Código Penal boliviano, aún persisten figuras como el terrorismo y la conspiración. La Fiscalía boliviana ha abierto una investigación formal contra Morales por terrorismo, un delito que, según la legislación actual, se castiga con severas penas de prisión.

Juristas y analistas políticos debaten sobre la legalidad de las acciones de Morales. Mientras algunos consideran que sus llamados a la movilización se enmarcan en el derecho a la protesta, otros advierten que la organización de bloqueos y la retórica de confrontación podrían interpretarse como actos preparatorios de un intento de subversión del orden constitucional. La delgada línea entre la protesta legítima y la desestabilización violenta es el eje de la actual controversia, sin embargo, un factor determinante en cualquier intento de derrocar a un gobierno es la posición de las Fuerzas Armadas y la Policía. Hasta el momento, la cúpula militar y policial ha manifestado su lealtad al gobierno constituido de Luis Arce, empero, la profunda polarización política que vive el país podría generar peligrosas fisuras en las instituciones castrenses.

El nivel de apoyo popular con el que cuenta Evo Morales es otra variable crucial. Si bien mantiene un núcleo duro de seguidores, especialmente en las zonas rurales y entre los productores de coca, su capacidad de movilización a nivel nacional parece haber mermado en comparación con sus años en la presidencia. La crisis económica y el desgaste político han afectado su imagen y la de su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), que se encuentra profundamente dividido entre «evistas» y «arcistas». Todo parece indicar que, si bien una victoria de Evo Morales por la vía electoral parece cada vez más improbable debido a las restricciones legales y a su inhabilitación, su capacidad para generar conflictividad social y política sigue siendo considerable. 

La estrategia de la tensión, a través de movilizaciones que podrían escalar en violencia, se perfila como una de las pocas cartas que le quedan para forzar un cambio de gobierno. El futuro de la democracia boliviana dependerá, en gran medida, de la contención de esta espiral de confrontación y de la capacidad de las instituciones para procesar el conflicto por las vías pacíficas y legales que establece la Constitución. La posibilidad de un intento de derrocamiento por «cualquier método» no puede descartarse en el volátil escenario político boliviano.

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