Guillermo Almada
Uno de los hombres más amables y empáticos que podía hallarse en el barrio era Akira Takahashi, un japonés de unos sesenta años de edad, propietario de una pequeña y humilde librería de viejos, que vivió siempre solo, en una cortada, en la parte de atrás de su negocio.
Sumamente servicial, se manifestaba siempre dispuesto a prestar ayuda a cualquier vecino que lo necesitara. A ordenar el jardín, reparar un electrodoméstico, hacer un mandado. Y si alguno se enfermaba, Akira siempre se hacía presente con un cuenco con exquisito ramen, y algún consejo para la dolencia.
Era un hombre ágil para su edad. Menudo, reservado, sumamente silencioso y callado. No hablaba sobre su vida, apenas si esbozada vaguedades, pero nadie dudaba de su conocimiento e inteligencia, que le atribuían a su hábito voraz por la lectura. Con el interlocutor adecuado podía extasiarse hablando pobre los poetas del período Edo, o de la primera novela escrita en japonés, el Genji Nonogatiri, que disfrutaba de leérselas a las damas que participaban de su taller de lectura, gratuito.
La mayoría pensaba que Akira transcurría, simplemente, pero en realidad, el hombre vivía la vida que había elegido, y siempre, de alguna manera, lo manifestaba.
Hera estimado por todos. Grandes y chicos, hombre y mujeres, no había quien no acudiera a su librería alguna vez, en busca de concejos, de lectura, o de un rico té.
Y fue una tarde, no diferente a las que solía compartir el viejo Iván con Akira en su librería, mientras disfrutaban un delicioso té, cuando le contó que había debido ir a la ciudad, en la mañana, y que en la tienda de paraguas se había cruzado con un hombre idéntico a él, así, oriental y todo, agregó para reforzar su historia.
Akira lo miró sin dejar de ocuparse de su asunto, consistente en ese momento, en servir el té a punto. A Iván le inquietó que su amigo no manifestara ninguna emoción ante la noticia recibida, y que solo dijera, aún con la tetera humeante en la mano, que todos tenemos, en algún lugar del mundo, un sosías, o que al menos es lo que se dice, y que no era para prestarle al asunto, tanta trascendencia.
Iván era un nórdico indiscutible que no comprendía la orientalidad del pensamiento de Akira y, además acostumbrado a imponer siempre su punto de vista, por lo cual esa pasividad le caía desmesurada. Sin volver a hablar del tema, bebieron su té, aquella tarde, entre muy pocas palabras, e Iván decidió irse a su casa sin emitir otro comentario. Akira lo miró irse desde la puerta, con la certeza de que volvería a traer noticias de aquel hombre que se le parecía. Conocía el temperamento de su amigo, y sabía que no dejaría esa charla en puntos suspensivos.
El nipón tenía, en su librería de viejos, un anaquel con un cartel que aclaraba a los visitantes, “No a la venta”, en donde había libros escritos en japonés que eran utilizados para ese pequeño taller de lectura que cada martes formalizaba, al cerrar el negocio, con algunas vecinas del barrio. De ese estante fue que extrajo un libro en cuya portada se lucía una fotografía de un Akira mucho más joven, sin arrugas, y con el cabello abundante y oscuro, y se lo llevó para la casa. Se preparó una cena frugal, como era su costumbre, y se sentó a disfrutarla leyendo, del volumen, hermosos haiku que lo trasladaron a otra época, en otra tierra, con aromas diferentes, y voces que sonaban de otra manera. Al acabar su cena, aseó los trastos y llevó el libro al su estante eterno, e hizo un gesto con las cejas, como marcando el final de un único instante de permiso para la vulnerabilidad melancólica. Y corroborando que la puerta había quedado bien cerrada se retiró a su habitación, que era un espacio diferente al resto de la casa. Minimalista, con una luz tenue en uno de los rincones, y un tatami sobre el cual se extendía un futón para el descanso de su dueño.
Los días que siguieron transcurrieron de manera convencional. Llegado el martes a la hora de cierre del negocio, comenzaron a llegar las participantes del taller de lectura, iniciando por la señora Kleiderman que se encargaba de aportar exquisiteces de repostería fabricadas con sus propias manos, y que esa vez había llegado los escones que tanto le reclamaban como una especialidad. Akira era el encargado del té, también con hierbas combinadas, flores, y semillas, que servían de excusa para algún relato tradicional buscando justificar el por qué de esa mezcla.
Una vez que todos los integrantes del taller se hallaban presentes, y el té se encontraba listo para ser servido, en la mesa, junto a los escones de la señora Kleiderman, Akira trajo, de su anaquel privado, el libro que había estado leyendo aquella noche, “Cha No Hon”, y comienzó explicando, mientras servía las tazas de té, que por primera vez decidió apartarse de los autores clásicos del período Edo para hablarles de un escritor moderno, y considera propicia la ocasión ya que el título del libro seleccionado se traduce como “El libro del té”.
El momento tan íntimo que se había formado fue interrumpido por el timbre de la entrada que sonó insistente. Akira sabía que no faltaba nadie pero igual acudió a abrir la puerta. Era Iván, que entró sin preguntar, como una tromba, y se detuvo ante la sorpresa de encontrarse con las damas, el té, y los escones. En ese momento recapacitó que era el día del taller de lectura, y estaba por decir que regresaría en otro momento cuando vio el libro sobre la mesa, y tomándolo en sus manos le dijo a Akira, “este es el hombre, lo volví a ver ¿Ve que es igual a usted? Claro que ahora está más viejo ¿Lo conoce?”. Takahashi, con su parsimonia, le dijo que no era el momento, y agregó “puede quedarse si lo desea, hay té y escones, pero debe permanecer en silencio hasta que termine el taller, luego hablaremos de lo que a usted le interesa”. Ivan asintió con la cabeza y, sirviéndose una taza de té y un par de panecillos, se sentó en un rincón.
Una vez que las damas se fueron, y con una forma totalmente inusual, Akira se dirigió a Iván recriminándole por no haber desistido con es asunto de su sosías. Le habló de los límites de la amistad y del derecho de las personas a no dejar descender aquello que consideran banal, inoportuno o desagradable. En ese momento puso sobre la mesa la única ornamentación de la sala, un bonsái que cuidaba afanosamente, y fijo, mirándolo: “La amistad es como este árbol, no solo debo cuida el sustrato y regarlo, también es mi deber no permitir que se desarrollen brotes que, antes que embellecerlo, perjudicarían su estructura general”.
Cualquiera mentiría si dijera que Iván no entendió el mensaje. Pero sucedía que “el polaco”, como le decían a Iván en el barrio, aunque era de ascendencia noruega. Lo cual no estaba mal, si consideramos que para hablar de Akira decían “el chino”. Decía que “el polaco” no se podía quedar con esta nueva certidumbre que traía, así que a pesar del reto, le contó a su amigo que el hombre que había visto en la casa de paraguas seguía en la zona, y estaba buscando a su hermano gemelo, que había hablado con él, y curiosamente tenía el mismo apellido del escritor de su libro, y le expendió un papel escrito en donde podía leerse con claridad. Y agregó, por su cuenta, que el parecido entre ambos era innegable.
La educación de sus hijos era lo más importante para mis padres, comenzó relatando Akira mientras ordenaba la sala, acomodaba las sillas, y acercaba las tasas a la pileta de la cocina, para asearlas. Por ese motivo, llegado el momento, debimos partir a Kioto, en donde se hallaba la mejor universidad. No era una vida fácil, pero mis padres gozaban de un buen pasar, lo cual permitía que me dedicara solamente al estudio de mi carrera. A diferencia de la mayoría de los estudiantes que, además deben trabajar para su manutención. Había elegido estudiar literatura y filosofía japonesa. Quería ser escritor, dejar de ser el lector para ser el leído. Y no tuve imposiciones que me lo impidieran. No solo fui profesor, sino que llegue a ser asesor de esas cátedras en la misma facultad, más temprano que tarde, las editoriales me proponían editar bajo su sello. Comencé a ser un escritor buscado.
En nuestra manera de ver la religión, Iván, hay ciertas reglas que no deben ser desafiadas, o rotas, y una de ellas es la subordinación del individuo al grupo, y cuando quise acordar mi grupo se vio afectado. Mis padres sufrieron un accidente muy grave que no solo exigía su hospitalización y cuidado permanente, sino también, una serie de medicamentos muy caros que no debían dejar de consumir.
Al principio no había problemas porque tenía ahorros, un salario, y contratos con las editoriales. Pero todo eso se fue terminando, mi creatividad desaparecía con los problemas. Y mis padres no mejoraban. Ninguno de los dos. Al contrario, se agravaban,
Entonces ¿Es su hermano el que lo está buscando? Preguntó Iván, desde una certeza que precisada ser confirmada por ese hombre que, acorralado por su historia y la verdad de su vida, le confesaba un secreto que jugaba una carta más peligrosa que la propia muerte.
Akira no se animó a mentirle, además ya no tenía sentido. Sabía, desde catorce años atrás que eso sucedía y que se iba acercando cada vez más, pero no deseaba ir a su encuentro, prefería dejar el hecho librado al azar, y en ese momento vería de qué manera enfrentarse con la vida. Solo dijo, “Él nunca asumió mi desaparición”. La frase sonó en los oídos de Iván como si se tratara de un truco del Gran Houdini.
Calmó a Ivan con una palmada en el hombro, y buscando el libro del anaquel de los “no a la venta” le dijo que se había convertido en un johatsu, un evaporado, que es una forma de purgar la vergüenza o la pérdida del honor sin llegar a la muerte. Solo se necesita perder la identidad, la familia, el trabajo, el nombre, todo. Volverse un fantasma para el estado, borrar todo rastro de una existencia anterior, y abrazar una nueva marginalidad lejos de todo lo conocido y actuado. Salir del laberinto, pero con astucia.
El grandote con pinta de vikingo, levantando el libro entre sus manos, le volvió a inquirir al pequeño nipón “Entonces es te usted” ¡No! Contestó el hombre de ojos rasgados, yo soy Akira Takahashi. Ese es un escritor japonés que tenía un importante futuro, y que hoy ¡Es un fantasma! interrumpió el grandote. No, dijo Akira con certeza, con eso aseguraríamos que ha muerto, y no lo sabemos. Es un evaporado. –