Andrés Canedo
El hombre, guapo y sombrío, de unos 35 años, había perdido a la mujer que amaba, en un accidente automovilístico, hacía tres años, pero no se había recuperado de ello. Yo, la mujer sensible e intelectual, pero además, bella, era escritora y profesora de literatura y tenía 32 años. Lo había conocido media hora antes, en ese vernissage, porque me sentí atraída por su belleza y su hombría, un tanto tristes, y entonces me acerqué a él. Inmediatamente, supe, que era pintor, lo que era lógico en ese ambiente de inauguración. Cuando me dijo su apellido, comprendí que sabía de su prestigio, que había apreciado obras suyas en algunas exposiciones colectivas, pero no imaginaba que pudiera ser tan joven, y menos, tan lindo. Pero él me dijo, cuando le pregunté por su ocupación, “Era… soy pintor. En realidad, ahora no sé qué soy”. Cuando le pregunté por qué decía eso, me respondió “Porque ahora estoy muerto. Otra muerte fue la que me mató. De manera, que aunque camino, hablo, me alimento, no soy el que fui. Soy, sí, pero no sé qué soy”. De allí, sin que yo se lo pidiera vino una breve explicación: su mujer había muerto hacía tres años en un accidente automovilístico. Esa era la muerte que lo había matado y lo seguía teniendo muerto en vida.
Esas sus declaraciones me cerraban todos los accesos. Debo aclarar que para nada soy una puta, sí, una mujer que le gusta tomar lo que desea. Sin embargo, aunque entendí que no se me abrían posibilidades en procura de ese objetivo, el hombre siguió intercambiando palabras conmigo. Pensé que de alguna manera le había parecido simpática o, por lo menos, soportable. Supe su nombre, Roberto; le di el mío, Teresa. Me dijo, que en una revista literaria había leído algunos cuentos míos, inclusive hizo mención a uno en especial que le pareció “muy bueno”. Yo le correspondí diciéndole que había visto unos trabajos suyos, que me habían gustado. Él me replicó que eso era ayer, el antes, y que ahora, pintaba otras cosas, más reales, de acuerdo a lo que estaba viviendo y que, además, no se atrevía a mostrarlas. Pero fue sólo eso, antes de cumplirse una hora, me pidió disculpas y me dijo que tenía que irse. Yo, ya no con ánimo de cazadora, sino viva y verazmente interesada en el personaje, le dije que sería lindo que volviéramos a vernos y le nombré el café donde suelo ir casi a diario, a partir de las siete de la tarde. Roberto me respondió, “Tal vez pase por ahí, uno de estos días”. Giró para dirigirse a la salida, y volvió hacia mí agregando: “El anterior Roberto y este, aunque son seres distintos, por lo visto ambos son pintores, aunque diferentes. Los pintores, para serlo realmente, tienen primero que nada, que tener sentido de la estética. Yo estoy seguro de que tú eres una mujer bella, Teresa. Pero esas palabras significan nada más, pero nada menos que eso: eres bella”. Y entonces se fue. Me quedé en el local, un rato más, pensando que las palabras finales de ese hombre, eran a la vez un halago y un límite. Yo era bella, pero nada más. Como un cuadro que te gusta pero que no tienes la fuerza para querer poseerlo, como una manzana hermosa, que está en tu frutero, pero no la comes. Minutos después, tuve que hacer malabarismos para liberarme de un joven pintor cuyas intenciones eran evidentes, y que en otras circunstancias seguramente no hubiera rechazado, pero por algo que yo misma desconocía, tal vez por la fuerza y horror del misterio que Roberto llevaba consigo, yo ya estaba colmada. En ese momento, no estaba para esos trotes.
Pasarían ocho o diez días, cuando Roberto apareció por el café. Yo estaba concentrada, leyendo una novela de Houllebecq, pero, al manifestarse su presencia, una fuerte vibración que venía de él, me sacó de la lectura y lo vi. Era como si su intensidad, su dolorosa intensidad, tuviera el poder de hacer oscilar las luces, pues mientras se acercaba a mí, vi moverse la gran araña luminosa de cristal que colgaba sobre el centro del salón. La vi durante un par de segundos y realmente se movía. No es un terremoto, pensé; es la fuerza que emana de él y que puede movilizar algunos objetos. Claro que él seguía siendo bello, pero esa característica pasaba a segundo plano; era el poder, la ferocidad de ese ser humano lo que impulsaba mi atención de escritora.
Se sentó. Sin preámbulos ni fórmulas de gentileza me contó del accidente de su mujer, de cómo tuvo que ir a la morgue a reconocerla, del horror de esas visiones, de su bella cabeza que mantenía el rostro intacto, aunque prácticamente fue cercenada. Y que le dijo, “Amor, no puedes haberte ido, no puedes irte así, no puedes, amor, dejarme en el desamparo y frente al vacío”. Y que le dijo más palabras de amor y desesperación, hasta que el médico compadecido, lo abrazó y lo sacó de ese espacio colmado por la muerte. “A partir de entonces, primero con asombro y luego con incalmable hastío, fui entendiendo y sintiendo lo que es el vacío y presenciar como esa nada, se fue apoderando de mí”. Luego prosiguió: “La muerte de lo que más amas, es la ausencia y el vacío: al vaciarse todo lo que era, nos colma el conocimiento de la muerte que es la certidumbre de lo que ya no es, de lo que nunca volverá a ser. Nos colma la ausencia… un vacío lleno de ausencia. Y ese vacío se atiborra también de recuerdos que son, en realidad, una presencia en falso o la afirmación de la ausencia. Entonces el conocimiento de la muerte, que es la más terrible de las presencias, se sustenta en una paradoja: es la presencia de la ausencia. Es el conocimiento de lo que no es. Pero sobre todo es el dolor, un dolor que llena todo el espacio que fue vaciado pero que a la vez es infinito”.
Sus palabras me colmaron de horror y compasión. Sus palabras me dejaron ahíta con su dolorosa belleza. Estaba frente a un hombre, que además de su condición previa de artista, la vivencia de la tragedia había proyectado a un plano superior, o al menos, diferente. Le tomé la mano que él no retiró y le dije: “No sé quién eres. Tú también dices que no lo sabes, o que por lo menos no eres el mismo de antes. Pero sé, que el hombre que está frente a mí, es, definitivamente es. Pleno de amor y rebeldía, ardiendo en una pasión feroz, pero, sin duda, siendo. Puede parecer absurdo, sin embargo, aunque apenas intuyo la magnitud de tu extravío, de alguna manera te envidio, Roberto. Yo quisiera sentir así, tal vez hasta me animaría a pagar ese enorme precio. Pero te pido un favor: date una pausa, concédete un instante de olvido. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?” Él hizo oscilar su cabeza, como negando, luego la levantó un poco y mirándome a los ojos, me preguntó: “¿Quién eres tú?”
Pasaron unos segundos antes de que pudiera contestar. ¿Sabía yo, quién era yo? Los humanos, ¿sabemos quiénes somos? ¿Podemos definirnos en pocas palabras, si más allá de nuestro superficial conocimiento de nosotros mismos, están los inmensos abismos insondables del alma? Opté por lo más simple. “Soy una escritora, que con esfuerzo y constancia ha desarrollado un cierto talento. Y como el material al que debemos recurrir, somos nosotros mismos y los seres humanos, soy observadora de lo externo y de lo poco interno que se logre develar o, digamos, aprehender. Soy una mujer que ama y ha amado y que procura tomar los frutos de la vida cada vez que se le presentan. Creo que eso, esencialmente, es lo que soy”.
—Además, eres bella— añadió él.
—No, no lo soy. Tal vez sí, erótica, sexi, como se dice. Desde la primera pubertad tuve el maravilloso poder de atraer a los hombres, sobre todo, a los mayores. Fue un amigo de mi padre el que me desvirgó a los catorce años. No me violó, yo lo seduje. No me arrepentí tampoco, sino que disfruté de dominarlo, de hacerlo casi mi esclavo. Desde entonces, decenas de hombres han pasado por mi vida, muchos de ellos bastante mayores que yo. Luego, con los años, las cosas se van nivelando.
—Cuando mi mujer murió, al poco tiempo yo intenté buscar el consuelo del sexo —me respondió Roberto—. Me hundí en numerosos cuerpos, sin remordimientos, pero también sin fe. Sólo quería una pausa, un respiro, un resplandor. Y el respiro, la pausa, el resplandor existían, pero me dejaban más vacío, o más lleno de nada. No lo sé. El hermoso cuerpo elegido estaba allí y se me entregaba, el alma de la mujer ocasional muchas veces también estaba presente. Pero yo sólo los consumía y me consumía, y quedaba, después del fuego, yo mismo como un trapo ceniciento, olvidado en un rincón de la habitación. Entonces, ¿esas mujeres eran presencia verdadera o apenas una triste suplantación? Y esta vida mía que, sin embargo siento tanto, es como si no fuera. Ya no es, ya nunca será. Es tan simple que es imposible de expresar. El sentimiento ante la muerte es el más huérfano de signos. Se pueden balbucear el amor, el odio… y las palabras pueden encontrar vagas resonancias. La muerte es simple y es incomunicable, intraducible. Por eso, todo esto que pretendo expresar, es absolutamente vano e inútil. No puedo contarme ni razonar mi propio dolor. No pueden las palabras que son la forma limitada del pensamiento. Tampoco el arte que es siempre insuficiente, porque es como tratar de alumbrar con una vela la lobreguez infinita de la noche de todos los tiempos. Pero claro, es mejor tener la vela que no tener nada. Por eso sigo pintando. Pero ahora, todo lo que intento decir es tan insuficiente como aquellas otras mujeres con las que pretendí respirar. Por eso a ti, que eres bella y sexi, no te buscaré para evitar mi dolor y, tal vez, también el tuyo. Pero es que todo es como si me cortaran cada palabra con la perversa tijera de Dios. Por eso mejor me callo, me acallo y me abandono para que el dolor, que tiene su propio lenguaje, me siga haciendo saber que para aprender de la muerte de Teresa y de su ausencia, yo estoy vivo.
A partir de entonces empezamos a vernos más seguido y luego, lo hicimos todos los días. Yo me había convertido en su única amiga de verdad, en su familia. Él, finalmente, parecía ir saliendo poco a poco del dolor, aunque también, repentinamente, volvía a caer en su angustia, en su desconocimiento, en esa ya enorme cadena de dolor. Yo, sentía renacer mis instintos de fémina, pero esta vez, mezclados con un sentir inédito, con algo que, aunque no lo había vivido nunca, podría decir que era amor. Una tarde, en que Roberto estaba suelto, tranquilo, casi luminoso, yo le acerqué mi rostro e intenté darle un beso, un piquito, en la boca. Él, suave pero firmemente me detuvo mientras me decía: “No lo hagas, Teresa. Yo te quiero mucho y eres lo único que tengo en este mundo. Pero si me empiezas a entregar tu cuerpo, yo podré ceder y serás una más de aquellas como las que te conté. Todavía no he podido liberarme de todo lo que me atormenta, todavía no sé quién soy realmente. Si algún día me diera a ti, quiero hacerlo desde la más nítida limpieza de espíritu. Sea yo quien sea, el de ayer, que es poco probable, o que termine de estructurar y liberar este nuevo yo que está surgiendo en mí. No lo hagas, por favor”. Sentí vergüenza, sentí también un poco de ira, pero pude sofrenarla. Todo mi orgullo, toda mi magia de mujer quedaron humillados. Pero para eso había aprendido a amarlo.
Él todavía una vez me dijo: “Cuando muere quien tú amas más que a tu propia vida, todo se quiebra y uno deja de ser el que era. Lo que queda de uno, lo que sobrevive, es como una botella en el mar conteniendo el mensaje de un náufrago, que podrá circular cientos de años sin llegar a destino, haciendo que el mensaje mismo desaparezca por la corrosión del tiempo y la botella misma corre el riesgo de hundirse para siempre. Así me he sentido durante estos últimos años. Sin embargo ahora, creo que me estoy reconstruyendo, que aunque el mensaje se haya borrado, será solamente la botella la que cumplirá su función de luz, pues el medio será el mensaje mismo, diciendo ‘yo, que tanto he deambulado, aquí estoy. Sálvame a mí, rescátame a mí, pues quien me envió ya no existe y yo merezco ser rescatada’”. Y cuando hubo dicho eso, me dio un beso en la frente.
Han pasado dos meses de aquella última vez. Con paciencia, con abnegación, con amor que ahora sé que siento de verdad, he visto a Roberto ir acumulando luz como un sol pronto a nacer. Los fragmentos que lo hacían se han ido comprimiendo y generando calor y luz que son cada vez más intensos. Claro que ha sido un largo y difícil proceso. Hoy, cuando llegó a buscarme al café, me tomó de ambas manos y me dijo simplemente, “¡Vamos!”. Siento, como si fuera ayer, todos los órganos de mi cuerpo predispuestos, y también, esos mecanismos del alma que estoy próxima a estrenar, pidiendo poder expresarse. Y ahí estamos yendo, juntos, a probar si alumbraremos el cielo de noche por el tiempo que nos quede de vida, o si explotaremos como una supernova y luego de la inmensa luz, quedarán el vacío y la oscuridad. Pero vamos con felicidad, con fe de que podremos iluminar las tinieblas que quedarán en el pasado.