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Ernst Bloch Y Jürgen Moltmann: pensar es trascender

Rafael Narbona

El teólogo protestante Jürgen Moltmann, uno de los grandes pensadores de las últimas décadas, murió el 3 de junio de 2024. Su muerte pasó desapercibida, quizás porque ya casi nadie comprende que cristianismo y socialismo no son dos tradiciones antagónicas, sino fuerzas convergentes que apunta hacia un porvenir más ético y humano. Ernst Bloch falleció el 4 de agosto de 1997. Quizás se le recuerda algo más, pero en una época donde el pensamiento crítico y utópico ya no moviliza a la sociedad, casi nadie está interesado en estudiar y rescatar el legado de estas dos grandes figuras, cuyas obras se comunican de forma casi inevitable, pues ambas se levantan sobre el principio de esperanza.

Opuesto a las interpretaciones positivistas y antihumanistas del marxismo, Bloch sostiene que el futuro es la dimensión genuina del ser humano, el espacio que empuja su acción con una promesa de la liberación y plenitud. Nacido en el seno de una familia de la burguesía judía alemana y discípulo de Simmel y Max Weber, Bloch se exilió cuando el nazismo subió al poder y no regresó hasta 1949. Instalado en Leipzig, donde obtuvo una plaza como profesor universitario, perdió su cátedra por su desacuerdo con la filosofía oficial de la Unión Soviética, el Diamat, una interpretación positivista del materialismo dialéctico. Tras sufrir la represión de las autoridades de la República Democrática Alemana, que prohibieron sus libros, le requisaron manuscritos y encarcelaron a varios de sus amigos, pidió asilo en la República Federal, que aceptó su petición y le concedió una cátedra en la Universidad de Tubinga, donde residió hasta su muerte. Pacifista y marxista heterodoxo, recibió del Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán en 1967.

Los tres volúmenes que componen El principio de esperanza contienen las tesis esenciales de la filosofía de Bloch. Frente al fatalismo existencialista, Bloch afirma que la esperanza no es una ilusión, sino lo primero y fundamental en la educación del ser humano: “Lo que importa es esperar”. Como apuntó Heráclito, “quien no espera lo inesperado, no lo encontrará”. La conciencia vive en tensión hacia el futuro. Esa disposición no afecta solo al hombre. En la naturaleza, hay un impulso originario hacia adelante, un anhelo de realizar lo posible. Es lo que Bloch llama “hambre cósmica” y que en la vida humana se manifiesta como esperanza. La esperanza, por tanto, no es un sentimiento, sino una apertura ontológica. La raíz última del ser se halla en lo posible, en lo inacabado, en el “todavía no”. Ese carácter de potencialidad inconclusa es lo que amplía el horizonte, en vez restringirlo o cerrarlo. Sin embargo, el horizonte no se abre sin hombres y mujeres que se implican activamente en la realización de las posibilidades sin materializar. La resignación y el conformismo clausuran el porvenir, abocando a los pueblos a soportar “una vida de perros”.

Bloch aboga por “lo que los antiguos utópicos habían denominado regnum hominis, un mundo para el hombre”. La utopía no es una fantasía, sino una semilla preparada para fructificar. La historia es una creación humana y la humanidad “no se agota como la bellota en la realización fija y definida de la encina, sino que se trata de una posibilidad siempre abierta, una potencialidad casi infinita”. El papel de la filosofía es promover la transformación del mundo, su progreso hacia un tiempo donde la alienación desaparezca y reine la libertad. El “rojo cálido del futuro” nos incita a “soñar con los ojos abiertos”, recordándonos que el ser humano no puede ser reducido a su pasado ni absorbido por su presente. Nuestra estructura ontológica nos obliga a trascender sin pausa, a ir más allá de cualquier logro, a esperar una vida nueva e indestructible.

El principio de esperanza desemboca naturalmente en la teología. Bloch recuerda que la religión nace como protesta y esperanza de un nuevo cielo y una nueva tierra. “La religión es el anhelo de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón”, escribió Marx. Bloch distingue entre teocracia y herejía. La teocracia destruye al ser humano y malogra la apertura del futuro. En cambio, la herejía posee una vocación subversiva, un propósito de rebelión y cambio. Hay un “hilo rojo” en la Biblia, un espíritu de revuelta contra la exclusión y la opresión. Los pobres y humillados anhelan una nueva tierra, un nueva Jerusalén. Conviene subrayar que el núcleo del mensaje de Jesús es un anuncio escatológico: el advenimiento de un reino de justicia y libertad.

Aunque Bloch nunca creyó en una dimensión sobrenatural, el teólogo protestante Jürgen Moltmann, que se había entregado a los aliados sin disparar un tiro tras ser reclutado forzosamente por la Wehrmacht cuando solo era un adolescente, utilizó su principio de esperanza para interpretar la resurrección de Cristo como una anticipación del futuro que Dios reserva a las víctimas de los agravios e injusticias. Dios no es inmutable. Se enredada en la historia, deviene (no es el mismo después de la cruz o de abominaciones como la bomba atómica y los campos de concentración) y, dado que ama, está expuesto al sufrimiento. De hecho, sufrió en el Gólgota para asumir totalmente la experiencia del dolor y el desamparo. Sin la encarnación y la pasión de Cristo, Dios sería un ídolo inhumano: “Al hacerse hombre y morir en la cruz, Dios no se sumerge solamente en la finitud del hombre, sino también en la situación de desamparo que experimentamos ante el infortunio, cuando pensamos que Dios nos ha abandonado”.

Abrumado por la crueldad de la Shoah, Moltmann afirma que Dios murió y resucitó en Auschwitz. Solo así pudo compartir el dolor de las víctimas y garantizarles un mañana. La resurrección comporta la superación definitiva del sufrimiento y la realización de esa esperanza que alberga el fondo del corazón humano: “Dios en Auschwitz y Auschwitz en Dios: ese es el fundamento de una esperanza real, que abarca la realidad del mundo y triunfa sobre el mal”. El mal no concluye en Auschwitz. Continúa con el círculo diabólico de la pobreza y se expresa bajo la forma de “hambre, enfermedades, alta tasa de mortalidad y está determinado por la explotación y la tiranía ejercidas por una clase”. Al círculo diabólico de la pobreza, hay que sumar el círculo diabólico del poder, que se manifiesta con el dominio de las naciones más fuertes sobre las más débiles y con las tiranías implantadas por las clases dominantes sobre el pueblo trabajador. Moltmann añade otros dos círculos diabólicos: el de la exclusión por cuestiones raciales y sociales, y el de la destrucción del medio ambiente. Todos estos círculos están incluidos en un círculo más grande: el de la pérdida de sentido de la vida. Sin una expectativa escatológica, la injusticia es la última palabra. La deshumanización y la barbarie se apoderan de la historia.

Para Moltmann, el regnum hominis, el mundo para el hombre del que habla Bloch, debe comenzar aquí y ahora, pero cuando se producen catástrofes como Auschwitz o Hiroshima, la esperanza sobrenatural adquiere el rango de necesidad. Teología y política caminan de la mano. Moltmann y Bloch se encuentran en la lucha contra los círculos diabólicos. El marxismo humanista se rebela contra la pobreza, la explotación y la exclusión, y la teología de la cruz vincula el triunfo definitivo de la justicia a la trascendencia. El filósofo y el teólogo convergen en su beligerancia contra la opresión, la alienación y la discriminación.

El cristianismo nació como una herejía del judaísmo y Jesús de Nazaret fue ejecutado por sedicioso. La cruz era el castigo reservado a los que se rebelaban contra la autoridad de Roma. Su mensaje liberador –“bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”- completa la perspectiva utópica del socialismo. Bloch advirtió el potencial transformador del Evangelio, lo cual le llevó a afirmar que “un buen cristiano debe ser ateo”, ya que las enseñanzas de Jesús destruyen la imagen teocrática de Dios para asociar la espiritualidad a la emancipación. En una época de regresión e intolerancia, la esperanza solo puede surgir de los grandes maestros del pasado. Bloch y Moltmann nos indican un camino fructífero que no se cierra, una apertura que aún nos permite soñar con un mundo mejor. Ojalá muchos vuelvan a caminar por ese sendero hoy casi desierto.

RAFAEL NARBONA

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