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Encuentro en la embajada

Ulises Paniagua

I

Era mediodía, el calor sofocaba, y para acabarla de chingar había olvidado la cajetilla de los Popular sobre el escritorio. La oficina del diario quedaba a quince minutos en taxi, pero considerando la manifestación sobre Avenida Insurgentes que se había anunciado para ese día, calculé que por lo memos me tomaría una hora regresar por ella. Ni siquiera se me ocurrió recurrir a la tienda de la esquina para comprar una de otra marca. A mí me gusta el tabaco cubano, el tabaco fuerte. No me imagino fumando alguno de esos cigarrillos que apenas tienen olor a perfume.

Estaba molesto y nervioso. Aparte del olvido, me habían encomendado una tarea colosal: una entrevista con el Cuento. Mi jefe, un gordo e impositivo coordinador de la sección cultural, se enteró no sé cómo ni a oídas de quién, de la visita de tan destacado personaje a nuestra ciudad.

—Quiero una entrevista cabrona —amenazó—. Piensa bien lo que vas a preguntar. No me vayas a venir con idioteces.

Me armé de valor y entré a la embajada. Después de presentar mi identificación, el recepcionista me condujo a una terraza apacible donde un jardín mexicano, una cascada artificial y viejas poltronas decimonónicas dominaban la decoración. Olía a chistorra y a queso fundido. Seguramente en la cocina preparaban el almuerzo.

El Cuento entró sin anunciarse. Alto, erguido, aunque un poco ceremonioso y pesado, se dirigió a una de las poltronas. Se sentó.  Su figura imponía respeto. Se adivinaba a simple vista uno de esos seres que ahora se hayan convertidos en grandes señores, pero que algún día vivieron y amaron en un barrio pobre. Destapó un whisky escocés y me sirvió una copa. Luego se sirvió él.

—¿Un cigarro? —ofreció. Casi brinco de la alegría. Fumaba cubanos.

—Gracias —sonreí.

No sabía cómo iniciar. Había pasado la noche planteando y replanteando los tópicos, ensayando el tono con el que formularía cada pregunta; incluso practiqué las inflexiones y los matices. Sin embargo, en ese momento olvidé lo ensayado. Alguna vez tuve oportunidad de entrevistar a José Saramago, a Doris Lessing, a Vargas Llosa. Había librado cada batalla -tal vez con suerte-, sobreviviendo a cada compromiso de manera decorosa. Pero ahora estaba desconcertado: ¿qué demonios se le puede preguntar al Cuento?

A él, en cambio, se le veía jovial. Saboreaba cada bocanada, contemplando cada voluta que se desprendía desde su rollito de tabaco. Me miraba, impasible, detrás de los espesos cristales de sus anteojos. Bebía a pequeños tragos.

—¿Y bien? —comenzó.

—Señor Cuento —me animé carraspeante, mientras encendía la grabadora—, yo…

—Cuento, llámame Cuento a secas, hijo. Puedes tutearme.

—Bien, Cuento… ¿es la labor que tu realizas hoy en día, fundamental en la evolución de la humanidad?

—Esa es una pregunta arriesgada, hijo; depende de qué entiendes por humanidad —asestó.

Un zarpazo. Me di cuenta de que no iba a ser fácil. De que esta era sólo una pequeña maniobra de un ingenio ácido y perspicaz. Sabía que tendría que esforzarme para conseguir una columna a la altura de las circunstancias. Primero me sentí un poco tenso; pero conforme fuimos avanzando en la charla, me solté. La conversación del Cuento era animada e intensa, una cátedra entre amigos. Yo quería saber su opinión acerca de las nuevas tendencias, de su cercanía con otros géneros como el guion y el poema.

—Cada quien puede hacer de mí lo que le venga en gana —respondió después de un largo trago— La libertad para un atrevimiento literario es ilimitada, y tú lo sabes. Claro que a veces me incomoda que me asocien con el guion o con el teatro; tenemos parentesco, es cierto, pero ya hace rato que estamos distanciados por diferencias de opinión. Aunque los tiempos que vienen presagian nuevas reglas para el juego, y en ocasiones se ha limitado tanto las formas de expresión que…creo que es buena la apertura; condimenta y sazona.

Le planteé entonces la cuestión de las teorías de Allan Poe, Quiroga, Carver y otros grandes con referencia a la creación cuentística. Entonces se rascó la cabeza, se puso de pie, y muy solemne y tal vez un tanto ridículo, confesó:

—El viejo Edgar. Qué te puedo decir. Es uno de mis mejores amigos en este continente. Qué historias escribía, ¿verdad? Pocos cuentistas como él. Siempre guardé una estrecha relación con sus personajes y sus tramas; también con el argentino Jorge Luis y este muchacho, el “Cronopio”. En el mundo, a lo largo de la Historia, he conocido a tantos escritores: eslovenos, hindúes, franceses, italianos, colombianos, cubanos, mexicanos, marroquíes. Una infinidad. Todos ellos estupendos. Ninguno mejor ni peor que otro. Digamos que sólo entornan la puerta desde puntos diferentes, para contemplar el mismo interior. En el caso de Quiroga y Carver, puedo decirte que encontré alternancia.

“En el oficio de las letras, uno encuentra gente valiosa y heterodoxa. Yo a Edgar le debo la esencia de mi contemporaneidad. Me comprendió profundamente. Pero déjame decirte que eran otros tiempos. Hay escritores de época, de guerra, de posguerra, generaciones equis muy intensas. Quiero decir con esto que cada generación va forjando nuevas ideas y nuevos conceptos, que cada escritor pertenece a un periodo histórico que muere con la literatura de su creador. Obras valiosas que se estudian y respetan con el transcurrir del tiempo, pero que requieren evolucionar.  La estructura de principios del siglo veinte  era muy precisa; pero hoy en día no se puede seguir a pie juntillas sus propuestas. Las historias no son siempre un círculo perfecto. La originalidad y la unidad, sin embargo, serán siempre fundamentales. Por otra parte, hay normas tácitas sobre la construcción de personajes y situaciones.”

“Algunas generaciones nuevas me causan risa con sus supuestas ideas vanguardistas. Quiero decir que desde los griegos el vanguardismo estaba establecido. No hacemos más que perseguir las mismas formas, adaptándonos a las perspectivas contemporáneas. Sólo hay finales abiertos o cerrados. Pero esta indagación posee límites que incomodan. Respeto al que transgrede basándose en conocimientos previos. Lo demás es parafernalia y paronomasia de adolescente, literatura muy pobre que basa su intención de novedad en su propio desconocimiento.”

Intentó de manera torpe extraer la cajetilla de su bolsillo. Me percaté de que había bebido mucho (seguro había empezado mucho antes de que yo llegara). Le ayudé a sacar y encender un nuevo cigarro. En ese momento, una secretaria veinteañera de hermosas y largas piernas cruzó frente a nosotros. El Cuento le sonrío con complicidad, con descaro. No se necesita ser muy malicioso para comprender que dormían juntos. Era una chica fascinante. Comprendí que ser un personaje destacado representa grandes ventajas en la búsqueda de una conquista amorosa, pues el intelecto ofrece encantos casi místicos para las multitudes. La secretaria siguió de largo, dejando en el aire el rastro discreto de un guiño y un perfume sensual.

II

Cómo bebimos esa tarde. Habíamos asesinado tres botellas de whisky y un par de vino chileno. Las ideas que expresaba el Cuento eran cada vez más complejas y menos comprensibles. La lengua se le enredaba con frecuencia. Comenzó a confundir los personajes de las historias. A los de Chéjov los trasladó a Sudáfrica. A los de Rulfo los regaló a Bavaria; a Dorian Gray le colocó atributos hispánicos. Al principio creí que el entrevistado desvariaba, que debía estar enmarañando la inmensa red de literatura que por siglos había tejido, que estaba demasiado ebrio. Pero comencé a darme cuenta que hablaba de universalidad. Intentaba decirme, en un lenguaje eufórico y desafinado, que el cuento era uno solo: el Gran Cuento. Que las historias de los hombres están escritas dentro de otra gran historia, que a su vez se halla inscrita dentro de la Gran Historia.

—Los cuentos siempre son el mismo cuento. El cuento sobre la condición humana, sobre la vida de seres grises y desesperanzados, con destellos alegres y…pero no, no es verdad del todo…son un solo cuento pero todos son distintos. Lo mismo sucede con la novela y la poesía, ¿me explico?

“Además, existe una dolorosa y asfixiante realidad: iniciando desde el Poema de Gilgamesh, cruzando las historias del Panchatantra y las Mil y una noches hasta llegar a nuestros días, el hombre sólo puede escribir acerca de lo que está dentro de su campo de comprensión ¿Es claro lo que digo? No por nada la etimología del término, contus,nos remite a la idea del extremo, del fin, de aquello que sólo permite adivinar lo que hay detrás.

Hacía rato que las pilas de la grabadora se habían agotado. La conversación y el vino también.

III

Era medianoche y consumíamos los últimos cigarros. Por supuesto, nos habían echado de la embajada de manera muy cortés -una vez que el Cuento se puso impertinente y destrozó a patadas un jarrón antiguo, después de mearse fuera de la taza del baño- (yo, por mi parte, me había tendido de espaldas en la arena del jardincito mexicano, reía de manera estúpida y repetitiva mientras hacía “angelitos” con los brazos extendidos).

Viajábamos en taxi al hotel donde el Cuento se hospedaba. Mi interlocutor contemplaba las calles de la ciudad con una actitud curiosa, con una atención particular. Supuse que esa capacidad de observación le brindaba enormes ventajas en su trabajo, pero evité proferir un comentario inútil al respecto. Nos regodeábamos en el silencio, cómplices de la reflexión, hasta que, finalmente, llegamos a nuestro destino.

 El Cuento me dijo, antes de retirarse, que había pasado un rato muy agradable en mi compañía, que hacía tiempo no se divertía tanto. Lo dejé en el lobby. La sensual secretaria lo esperaba, luciendo un vestido púrpura con un escote espectacular. Qué suerte tiene este tipo, pensé, aunque no experimenté ningún sentimiento de envidia. Entendí que todo lo que él disfrutaba era más que merecido. Me extendió la mano, y con un ademán afectado, inició un trastabillado recorrido hasta su habitación. La secretaria se despidió de mí con una sonrisa de agradecimiento.

Me marché, tambaleante, para buscar alguna cantinilla cercana y los muslos calientes de alguna amiga en turno. Me di cuenta de que había perdido mi teléfono celular en algún sitio, casi con seguridad en el asiento del taxi. Supe que era mejor no darle importancia a esas pequeñeces.

En ese momento tomé una decisión. Publicar la conversación en su totalidad era inmerecido. Sólo les daría migajas. A la mañana siguiente iba a transcribir sólo una parte de la entrevista; una parte medianamente profunda e inteligente, excluyendo los episodios donde el Cuento regalaba sus mejores frases, sus elucubraciones más intrincadas. La impactante presencia de mi interlocutor no podría retratarse a través de la frialdad de mis palabras. De antemano sabía que el mundo no estaría preparado para una revelación tan espléndida. Además, en la retrógrada era de los best sellers, la novela barata y los ensayos de ocasión que estamos viviendo, ¿a quién puede importarle un carajo lo que ocurra en el futuro con el Cuento?

Biografía:

Ulises Paniagua (México, 1976). Narrador, poeta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Ha sido considerado en una antología, en Rusia, como uno de los más interesantes poetas contemporáneos de Latinoamérica. Posee dos posgrados en la especialidad de imaginarios literarios. Es autor de dos novelas, siete libros de cuentos y cuatro poemarios. Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, ¡Siempre!, El Sol de México, Ígitur, Letralia, Altazor y Jus. Es parte del catálogo de autores del INBAL. Publicado en la Academia Uruguaya de Letras, en España, Italia, Perú y Venezuela, su obra ha sido traducida al inglés, ruso e italiano. Correo electrónico:  sesilu7@yahoo.com.mx.

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