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En los caminos del rey

Mauricio Rodríguez Medrano

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Todo sucedió, más o menos, el mismo día: mi padre nos abandonó. Y más tarde logré conseguir un trabajo freelance. Estuve desempleado durante dieciocho meses luego de renunciar a un trabajo de transcriptor en un Internet llamado «La cueva de Chun Li». Era recién egresado de Comunicación Social, de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).  

Soy huérfano.

El trabajo consistía en hacer un reportaje sobre el rey afroboliviano, Don Julio I.

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Lo que leí en Internet: El periódico El Mundo publicó el 7 de abril de 2013 un reportaje fotográfico sobre Don Julio y en el subtítulo decía «Una insólita monarquía en el corazón de Bolivia lo tiene como protagonista. Viaje al mundo de Julio Pinedo, con pasado esclavo y presente de líder». El diario El País tituló a su reportaje «El último Rey de América». El diario Prensa Libre tituló a su reportaje «El último rey de Sudamérica sobrevive en Bolivia».

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La comunidad afroboliviana y su monarquía están reconocidas legalmente por el Estado Plurinacional de Bolivia y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). 

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Fui a Tocaña en un Taxi-Surubí. Tenía un mensaje pegado en el parabrisas posterior: «No me sigas que estoy perdido». Y también: «Pero sigo siendo el rey». El conductor, Hilario Apaza, era mi padrino de bautizo. Y primera comunión. Y confirmación. Moreno, estrábico, corpulento pero bajito: era fanático de Luis Miguel y siempre usaba gafas de aviador, como las del cantante mexicano en el videoclip «La incondicional».

Tenía 37 años.  

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En Internet también vi un documental que titulaba «El rey negro». En él se entrevistaban a varias personas de las comunidades rurales afrodescendientes en la zona de Los Yungas: Tocaña, Mururata, Yariza, Chicaloma, Irupana, Coripata, Dorado chico, Chijchipa, Negrillani, Chulumani, Coroico.

Don Julio en algunos momentos era parco en sus palabras o se negaba a hablar.

Decía: «Los reyes viven en palacios. Yo solo soy un agricultor. No tengo nada de lo que se supone debe tener un rey. Mi vida es siempre la misma: cosechar cada día. Eso es lo único real».

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En La Cumbre mi padrino me contó que su esposa lo engañó con un exluchador del Multifuncional de El Alto. Le dije: «Mis sentidos pésames». «No está muerta, pendejo», me dijo. «Pero gracias». La niebla era espesa y lloviznaba. La tierra era estéril, casi negra, llena de cascajo hasta la entrada del túnel Cotapata.

Dije, algo nervioso: «Deberías bajar la velocidad».

«Las curvas son cerradas».

Dijo: «Soy Toretto».

Íbamos a más de 120 kilómetros por hora.

«¡Qué rebaje su abuela, carajo!».

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La mayoría de los Taxi-Surubí son vagonetas, de cuatro puertas, Ipsum o Noah de la marca Toyota. Los conductores admiten hasta ocho pasajeros en días de poca demanda y cobran 30 bolivianos por el trayecto La Paz-Coroico. Los buses llegan a destino en cuatro horas y los minibuses en tres. Los Taxi-Surubí lo hacen en dos horas e incluso en hora y media, según Eduardo Calle, del sindicato de buses Trans Totaí.

Dice: «Son unos gramputas suicidas».

Mi padrino dijo: «¡Soy un gramputa suicida!».

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En algunas fotografías Don Julio estaba vestido con una capa roja de cuello negro. Llevaba una corona de hojalata pintada de dorado. Y agarraba un cetro con la mano izquierda. Tenía la mirada algo afligida, un aura de tristeza o resignación, la mandíbula recia y el cuerpo tenso.

En el reportaje decía: «Yo soy el mayor de dos hermanos. Mi bisabuelo se llamaba José Pinedo. Mi abuelo se llamaba Bonifacio Pinedo. Ambos trabajaron en una hacienda que hoy pertenece a la familia Cariaga, y los dos, en su momento fueron reyes, como yo».     

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Paramos en Unduavi.

Dijo: «Dos sajtas y tres cervezas, maestro».

Mi padrino me contó que a mi padre lo buscaba la policía. El «Que no quede huella II» era un puesto chico de paredes de madera mohosa y con techo de calamina, y tenía a un lado unos carteles descoloridos de Coca-Cola y Pepsi. Había una mesa de madera en la intemperie y unas sillas viejas y algo carcomidas por la humedad.

Los cerros estaban forrados de maleza y helechos y el aire era tibio y llovía suave. De fondo, el ruido de una radio en AM que trasmitía un noticiero en aymara, y el río.  

«Se lo merece», dije y sentía la humedad, en la cara y en los brazos. «Remataron la casa de mi madre».

Dijo: «Nadie se merece la indiferencia».

En el control policial de Unduavi había una hilera de diez casas celestes y blancas cerca de un barranco. En la pared delantera de una de ellas estaba escrito con pintura negra: «Padre, perdónalos». Y en la pared trasera estaba escrito con pintura roja: «Terreno en litigio».

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El hijo de Don Julio se llama Rolando. Es el príncipe heredero y trabaja en La Paz. Es parte del Consejo Nacional Afroboliviano (CONAFRO) que reúne a 50 comunidades afrobolivianas y es reconocido por el gobierno actual. 

Don Julio dice: «El rey Bonifacio era mi abuelo. A nuestros antepasados los han traído para trabajar en las minas de Potosí. Después, los trajeron a la zona de Los Yungas, donde fueron vendidos a los dueños de las haciendas. Éramos hombres libres y luego esclavos».

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A mediodía adelantamos una columna de camiones destartalados que transportaban a varios grupos de campesinos que migraban del altiplano. Estaban hacinados como reses en los semirremolques de madera.

La mayoría buscaría trabajo en sembradíos de coca o café.

«Otros trabajan en minas de oro o de estaño en Choro Grande».

O La Chojlla. O Mapiri. O Tipuani. O más al norte: Mayaya.

Dijo: «En la mina de San Luis me casé por primera vez».

«¿Cuántas veces te casaste?».

Dijo: «En San Luis sólo una vez».

«¿En otros lugares?».

Dijo: «Sólo cuenta la primera vez».

Cruzamos el puente Santa Elena y nos desviamos, a la derecha, hacia la carretera de Mururata. Era un camino angosto de tierra rojiza y compacta, donde apenas cabía un coche mediano y en la radio oíamos una canción de Luis Miguel.

«Te voy a olvidar, palabra de honor. Paloma perdida, ya no puedo más. Te tengo que olvidar y te tengo que olvidar».

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«¿Qué te dijo?», disminuyó la velocidad cuando ingresamos a un terreno escabroso.

«Volveré».

«¿Como Terminator?».

No tenía ganas de hablar.

Dije: «Más o menos».

«¿Cómo que más o menos, cabrón?».

Estábamos sudados. Y empolvados. Y teníamos sed.   

Dije: «Parecía triste».

«Tu padre volverá».

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Don Julio I es el cuarto rey afroboliviano de un linaje de esclavos africanos. Es tal vez el reye más pobre del mundo. Trabaja ocho horas diarias, como todo hombre que no tiene poder, en sus sembradíos de coca y café desde hace más de 50 años.

En 1992 fue entronizado por su pueblo y es una autoridad que no puede tomar decisiones políticas. En 2007, el Gobierno Municipal de La Paz volvió a coronarlo. Es el único rey de Sudamérica y tal vez un símbolo.

Pienso: «¿De nuestra historia de Bolivia?».

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Llegamos a la iglesia de Tocaña cerca de la segunda meseta del cerro. El cielo aún estaba nublado, y desde la iglesia se veían las casas de Coroico y La Asunta en los cerros de enfrente.

Mi padrino saludó a su amigo llamado Ruddy Mamani y me presentó como su sobrino reportero.

Mamani llevaba unas botas de cuero y un sombrero vaquero. Era un mulato gordo y recio, de mirada bovina. Le conté que recopilaba datos para un reportaje sobre el rey de los afrobolivianos. Me dijo: «Don Julio vive en Mururata, pero es difícil hacerlo hablar».

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En web oficial de la Casa Real Afroboliviana está escrito: «El origen de la Casa Real Afroboliviana se encuentra en el continente africano». «Uchicho, de origen kikongo, era hijo de un rey de una tribu del Senegal». «Fue traído a Bolivia hacia 1820 en uno de los últimos contingentes de esclavos». «Terminaría trabajando en la Hacienda del Marqués de Pinedo, en la zona de Los Yungas, al norte del Departamento de La Paz».

1. El kikongo o kongo es una lengua bantú (no es una tribu) que hablan los pobladores de la República Democrática del Congo, República del Congo y Angola. 2. Es probable que Uchicho no fuera del Senegal sino del Congo. 3. Los europeos alentaban guerras internas para cazar a las tribus diezmadas. 4. Quizá el padre de Uchicho murió en una batalla y su tribu fue capturada por un grupo de tratantes holandeses. 5. Los holandeses, que asolaban el África, vendían la mayor parte de los esclavos capturados a los españoles.    

Estoy seguro de algo: Uchicho era un sobreviviente.      

Lo subieron a un barco negrero, un cirujano examinó sus dientes y sus ojos. Lo marcaron con un hierro al rojo vivo, lo encadenaron del cuello, de los pies y las manos. Lo hacinaron en una litera, junto a otros esclavos.

Lo obligaron a mantenerse recostado hasta llegar a la isla de Goreé, que pertenecía al Senegal.

«Durante más de tres siglos fue un mercado de esclavos para aprovisionar de ellos a Estados Unidos, al Caribe, Brasil y Potosí», escribe el historiador Juan Antonio Balcells.

De un grupo de 7 mil esclavos llegaban vivos 5 mil. El viaje desde Senegal a Cartagena de Indias duraba alrededor de 50 días. Los esclavos continuaban su viaje con destino a minas y plantaciones.

Desde Cartagena los embarcaban para Buenos Aires, Tucumán y Potosí.

«Van de seis en seis encadenados por argollas en los cuellos, unidos de dos en dos con argollas en los pies. Comen de 24 en 24 horas una escudilla de maíz o mijo crudo y un pequeño jarro de agua.», escribe el cronista de la Colonia, Alonso de Sandoval.

El mijo crudo sirve de comida para canarios.

El tráfico de esclavos duró tres siglos y medio. Hubo 35 mil viajes de barcos negreros oficializados en los registros, además de los que llegaron como contrabando. Entre 13 y 20 millones de esclavos ingresaron a todos los países de América.

Pocos sobrevivieron.

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La iglesia de Tocaña era pequeña. En el techo había una cruz oxidada y debajo había unos nidos secos y abandonados. Detrás de la cruz había una torre con una campana pequeña en el centro, rodeada de un barandal de fierro. En la fachada colgaba una hilera de banderolas rojas y empolvadas.

También había un pasacalle donde estaba escrito: «TOCAÑA: CAPITAL DE LA SAYA».

Tocaña está a 100 kilómetros de la ciudad de La Paz y en la segunda meseta de una montaña verde y húmeda.

Alrededor olía a aceite quemado y chicharrón.  

«¿Y si bebemos?».

«Tú no cambias», dijo Mamani.

«Estoy más gordo».

«Ahora soy cristiano», dijo Mamani.

«Entonces primero bendecimos».

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Ignacio Pinedo de Mustafá, Marqués del Haro, compró a los esclavos negros que resistieron al frío y al mal de altura de Potosí. Los transportó a su hacienda de Mururata, en los Yungas. Los obligó a trabajar en plantaciones de coca y de café.

Los hizo bautizar con nombres cristianos, apostólicos y romanos.

Les dio su apellido.

«Existen distintos registros de transacciones de esclavos en la zona de Nor y Sud Yungas: en 1761 en la localidad de Irupana, en 1773, 1780, 1797 y 1798 en Chulumani, en Coroico en 1789 y en 1795 en la Hacienda Sienegani», escribe el historiador Juan Angola Maconde. 

Entre los esclavos estaba Uchicho.

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1. Mi padrino se emborrachó después de la segunda caja de cerveza. 2. Mamani cantó unas alabanzas cristianas. 3. Mi padrino cantó «Ahora te puedes marchar», de Luis Miguel. 4. La esposa de Mamani llegó y nos echó de su casa. 5. Mi padrino gritó, a quien quisiera escucharlo, que su esposa también era cristiana y la engañó.

Dijo: «Dame las llaves».

«Tú las tienes».

Dijo: «No tengo nada, cabrón».

6. Buscamos las llaves durante una hora, más o menos. 7. Mi padrino pateó el coche en el guardabarros y se encendió la alarma. 8. La esposa de Mamani nos ayudó a buscar las llaves con tal de que nos fuéramos. 9. Mamani quiso abrir la puerta del coche con un alambre que usaba como tendedero de ropa. 10. El alambre se quedó atascado en la puerta. 11. Mamani también pateó el coche y se volvió a encender la alarma. 12. Nos abrazamos y lloramos juntos, de rabia y de impotencia. 13. La esposa de Mamani dijo que podíamos quedarnos a dormir. 14. Mi padrino dijo que primero tenía un deber conmigo y caminamos hacia la carretera.

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Es imposible comprobarlo: en la leyenda otros esclavos de la hacienda reconocieron al príncipe Uchicho cuando se bañaba en el río. El torso con tatuajes de ceniza. Los ojos con un fuego perpetuo.

Lo coronaron en secreto en 1832.

A Uchicho lo sucedió su hijo Bonifaz Pinedo.

A Bonifaz Pinedo lo sucedió José Pinedo.

A José Pinedo lo sucedió Bonifacio I.

Murió dos años después de que le otorgaran la libertad. Era 1954.

La primera Asamblea Constituyente de 1825 determinó la abolición de la esclavitud, pero nada cambió en la práctica. Otra aparente abolición de la esclavitud llegó con la reforma constitucional del 26 de octubre de 1851 durante el gobierno de Manuel Isidoro Belzú.

«Artículo 1.- Todo hombre nace libre en Bolivia: todo hombre recupera su libertad al pisar su territorio. La esclavitud no existe ni puede existir en él».

Desde ese día los afrobolivianos cantan al inicio de sus coplas o sayas:

«Isidoro Belzu, bandera ganó,

Ganó la bandera del altar mayor».

Los liberados seguían trabajando para sus patrones durante tres días a la semana, bajo la forma del servicio de «pongo» para los hombres y «mitani» para las mujeres. «Esta forma de neo-esclavismo duró un siglo más y sólo terminó durante el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, a partir de la sanción del Decreto Ley N° 3464 del 2 de agosto de 1953, de Reforma Agraria», escribe Juan Angola Maconde.

«Bajo el principio de que la tierra es de quien la trabaja personalmente, les fue otorgada la propiedad de una parcela de 2 a 3 hectáreas en promedio, en su carácter de ciudadanos libres».

Pero la revolución del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) fracasó.

«Pasadas las primeras generaciones de la Reforma Agraria surgieron profundos desajustes económicos y sociales. La tierra distribuida en forma de minifundio, que en una primera instancia pudo sostener una familia, al momento de distribuirla a los hijos se volvió un recurso insuficiente».

Los hombres libres eran otra vez esclavos en una especie de capitalismo decadente.

Don Julio I nació en 1941.

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Lloviznaba cuando llegamos a Mururata. Lo hicimos a pie. Estábamos algo borrachos. Estábamos algo perdidos.  

«¿Te dijo algo más?».

«¿Quién?».

Dijo: «Tu padre».

Mururata es una población mestiza de casas pobres y sembradíos de coca y café.

«Nada más».

Dijo: «¿Te puedo decir algo?».

«No».

Dijo: «Me pidió que te lo dijera».

«No jodas».

«Está enfermo».

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Último Censo del 2012:

En Bolivia hay 16.329 afros (8.785 hombres y 7.544 mujeres).

El 60 por ciento (9.797 personas) habita en el norte de La Paz. El 15 por ciento en Santa Cruz. El 10 por ciento en la ciudad de La Paz y el 7 por ciento en Cochabamba.

Don Julio representa a 16.329 afrobolivianos.

En la nueva Constitución Política del Estado (2009), en el artículo 32 se reconoce al pueblo afroboliviano.

«El pueblo afroboliviano goza, en todo lo que corresponda, de los derechos económicos, sociales, políticos y culturales reconocidos en la Constitución para las naciones y pueblos indígena originario campesinos».

Pero aún hay mucho por hacer.

Don Julio dijo, en una entrevista con BBC Mundo: «Ser rey es una inmensa responsabilidad porque tengo que trabajar muy duro para mi gente, mi pobre gente, y no tenemos recursos».

Los afrobolivianos ven limitado su acceso a la educación pública y los servicios básicos.

«Cerca de las comunidades solo encuentran centros de primaria y deben abandonar a sus familias para continuar sus estudios».

[23]

Don Julio I sale todas las madrugadas a trabajar en los sembradíos de coca y a veces gana dinero como albañil. Tiene 74 años y el cabello encanecido. Y los ojos tristes. Y la voz gruesa y áspera.

Guarda su corona y su capa en una caja de galletas. Doña Angélica Larrea, la esposa y reina, atiende un pequeño negocio al menudeo. En la puerta hay un cartel de cartón en el que está escrito a mano alzada: «Se venden helados».

Don Julio dice: «Voy a repetirte lo mismo que digo a otros periodistas».

Lleva una polera celeste y raída de franjas blancas y horizontales y una gorra azul de camionero. No lleva zapatos y tiene las manos gruesas y callosas y con algunas cicatrices.       

«No quisiera eso».

Dice: «Entonces viniste en vano».

Se lleva una mano al rostro y se lo frota con desgano y luego se limpia el sudor de la frente con un pañuelo que sacó del bolsillo trasero de su pantalón.

«¿Puedo sentarme un rato?».

Dice: «Puedes protegerte de la lluvia, es lo poco que puedo ofrecer».

En una de las paredes de la tienda hay un cartel del V Encuentro Nacional Afroboliviano, donde figura una imagen del rey Don Julio, coronado y con un pequeño cetro de madera. Al frente hay un televisor de diez pulgadas que recibe una señal pobre del canal estatal.

Dice: «¿Quién es el hombre que está en la plaza?».

«Es mi padrino».

Dice: «Deberías llamarlo».

«Discutimos».

En la otra pared hay un escudo: un sol rojo y grande, un barco negro, la sombra de un rey negro y una llama en relieve.

«¿Puedo hacerle una pregunta?».

Dice: «No estoy obligado a responder».

«¿Amó a su padre sobre todas las cosas?».

Enciende un cigarrillo Astoria y aspira el humo, lento y mustio. Luego lo bota poco a poco.

Dice, después de un rato: «Soy huérfano, mi abuelo me crio».

«¿Pero lo amó?».

Dice: «Lo único que te queda es amar u odiar en la necesidad. O la indiferencia».

El padre de Don Julio I reinó apenas unos meses. Murió en un accidente de coche mientras viajaba a la ciudad de La Paz. A Don Julio lo crio su abuelo, Bonifacio Pinedo.

«Yo también soy huérfano».

Dice: «En Bolivia todos somos huérfanos».

Los objetivos de Don Julio como monarca son conseguir un centro de salud para el pueblo y más ayuda para la comunidad afroboliviana.

Dice: «Es mejor que regreses a tu tierra».

«Me quitaron lo único que me pertenecía».

Me da la espalda y se apoya en el marco de la puerta y mira hacia el horizonte lleno de cerros y de sombras: la noche empieza a tragarse las montañas y tal vez es la única bendición para la tierra y los hombres.

Dice: «La tierra que te pertenece es la tierra de tus muertos».

[24]

Escampó.

El ruido de las cigarras y del bosque aumentaba al anochecer y unos niños descalzos correteaban en círculos en la plaza central que se caía a pedazos mientras unos hombres arreglaban un camión y discutían a gritos. O hablaban a gritos.

Pensé: «Es el verdadero símbolo de nuestra historia».

«¿Pudiste entrevistarlo?».

«No importa».

«¿Pero pudiste hacerlo?».

«¿Mi padre te dijo algo más?».

Mi padrino se quedó en silencio y miró al suelo. Luego de un rato me abrazó con fuerza y me dijo que era mejor regresar. Yo dije que sí. Y ninguno sabía lo que iba a pasar, excepto que todos seguiríamos desamparados y haciéndonos cada día más viejos.

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