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Ella y el mundo

Andrés Canedo

En esta ciudad multitudinaria, solía esperarla en un café, viéndola, adivinándola desde detrás de los cristales, aun antes de poder verla realmente, entre el amontonamiento de rostros avanzando. Era mágico: yo podía ver, con nitidez, su rostro maravilloso, su cuerpo flexible y bello como el de una bailarina encendiendo el aire, sus pies deslumbrantes avanzando sobre el pavimento, aunque docenas de personas sin nombre ni identidad intentaran esconderla dentro de la multitud amorfa. Entonces, al poco rato ella aparecía como una revelación, daba golpecitos al vidrio detrás del cual yo fingía estar distraído, y entraba al local. Entonces, todas las maravillas se desencadenaban: la cometa hecha de mariposas de sus ojos que se roban toda la luz; su nariz, trazo delicado del lápiz de un artista flotando en el lienzo de la vida; su boca, isla de sueños en el mar de las tormentas, promesa de deleites proclives a depositarse en mis labios. De allí, una vez colmadas nuestras almas de intercambios silenciosos o con el eco de palabras pronunciadas con acierto, nos íbamos a hacer el amor.

Y hacíamos el amor, claro, entregándonos ardores y mensajes como en un intercambio de libros generosos, como en una permuta de poemas siempre inéditos. Al salir, el día moría en el occidente y los rojos reverberos nos pintaban cual los sueños de un pintor que ha dominado la paleta y sabe, con precisión e intuición, mezclar bermellones, amarillos, naranjas y azules, y nos entregaba a la calle y a la noche naciente, mientras nuestras manos entremezcladas continuaban lanzando mensajes de amor.

Todos los días que nos eran posibles, repetíamos ese juego y esa comunión. Y el prodigio, siempre renovado, se repetía como un rito enriquecedor de los espíritus y de los cuerpos. Pero, una y otra, y otra vez, dejé de verla, de adivinarla, de presentirla. Los rostros de la masa avanzaban en su indiferenciación tremenda, pero ella ya no deslumbraba entre esa oscuridad sin nombre. La busqué con desesperación, fuera y dentro de mí. Ni siquiera la oquedad de su ausencia me manifestaba su rastro perdido. Creí que se había ido para siempre. Cuando me serené, entendí que no era ella la que se había extraviado, sino que yo, simplemente, había dejado de soñarla y de esa manera maté su presencia imaginaria que hasta pocos días antes, colmaba todas mis quimeras.

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