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El viejo Wo

Guillermo Almada

En la región de Jun, en el siglo XV, estaba terminantemente prohibido el vagabundeo, y era severamente castigado con la cárcel. Por ese motivo fue apresado el viejo Wo, que fue sorprendido durmiendo en la puerta de un lupanar.

Los soldados no fueron amables con él. Antes bien, todo lo contrario, primero lo orinaron, luego lo patearon, para, al final, maniatarlo y sujetarlo con una cuerda a uno de los caballos, para ser, casi arrastrado, hasta la prisión.

Las burlas fueron constantes, por su estado zaparrastroso, y de ebriedad. Lo pasearon por toda la ciudad, para asegurarse que fuera visto por la mayor cantidad de gente, mientras daban voces de que llevaban un vagabundo a encerrar hasta que muriera. Cuando llegaron al calabozo le dieron un golpe en la cabeza para que entrara, y una patada en la espalda. Desparramado en el piso de esa celda húmeda, maloliente, inmunda, el vagabundo les gritaba a los guardias que iban a recibir su castigo por haber tratado así a un alquimista.

Cuando esto se supo en el palacio, el emperador dio la orden de que llevaran ante él a este presunto alquimista. Es que el emperador T’se era un obsesionado por la vida perdurable, y tenía la íntima convicción, o le habían contado, de que una pócima mágica, del elixir de jade, podía lograrlo.

Al encontrarse de frente ambos hombres, se observaron detenidamente, se estudiaron, se analizaron. El emperador, que era considerado uno de los más grandes estrategas, ganador de mil batallas, señor de las conquistas, le preguntó al indigente atrevido si era verdad que era un alquimista. El mendigo, sin titubear, respondió afirmativamente. El emperador se sentó en su trono a escudriñarlo en silencio.

El señor del imperio de Jun no era un hombre fácil de engañar, era desconfiado, agudo, sagaz. Llamó a uno de sus guardias y le ordenó que le dieran al hombre, ropa, un baño, comida, y una habitación cómoda. Y señalándolo con el dedo le dijo: Te veré mañana.

Al día siguiente, después del mediodía, ordenó que llevaran al anciano ante su presencia, y le volvió a preguntar si era verdad que era alquimista, y el anciano, nuevamente, sin titubear, respondió que sí. Y otra vez se repitió la escena de las miradas. El monarca insatisfecho gritó ¡Enciérrenlo! Y se lo llevaron, poco menos que a la rastra, otra vez al calabozo. Cuando cerraron la puerta, el viejo Wo sonreía.

A la mañana siguiente lo sacaron temprano de su encierro, le ordenaron que se acicalara, y lo llevaron al salón del emperador, adonde éste lo esperaba para desayunar. Le hizo servir lo mismo que él comía y bebía. Habiendo terminado, le preguntó si sabía cabalgar. El presunto alquimista respondió afirmativamente. Bien, le dijo el emperador, porque cabalgaremos juntos. Y le hizo preparar un palafrén con todos sus arneses.

Y así salieron del palacio, el anciano, el emperador, y toda su guardia, a cabalgar por las praderas de Jun. Habiendo avanzado unos kilómetros, T’se le pidió al presunto alquimista que caminaran juntos, y así lo hicieron. La guardia no se alejaba, pero tampoco podía escuchar lo que se hablaba. El emperador, que no era un hombre de alimentar dudas, sin demora le consultó al hombre si era capaz de crear un elixir que lo hiciera vivir eternamente.

El prisionero se rascó la cabeza, como pensando, y le hizo saber al emperador que gozar de una vida perdurable estaba casi reñido con la felicidad. Que los estados permanentes no son del hombre, o de lo animado, ya que tal condición haría que viese morir de viejo a sus amigos, al igual que vería crecer, envejecer, y luego morir, a sus propios hijos, y a sus nietos, y a los hijos de estos, también. Y que cada pérdida se iría acumulando, como una piedra, en su alma, y llegaría el momento en que ese peso sería insoportable, y no habría un solo día en que no se arrepintiera de lo que le estaba solicitando.

El emperador T’se, en una actitud reflexiva, montó su caballo, y en el más completo silencio, volvieron al palacio. Esta vez le permitió al viejo Wo dormir en sus aposentos, y no en el inmundo calabozo. El anciano sabía que al emperador no le bastaría con su respuesta, y que más temprano que tarde, volvería a la carga con sus intenciones. Así que debía elaborar un buen plan para responderle, si no tenía previsto separar su cabeza del cuerpo.

A la mañana siguiente fue el emperador, en persona, hasta la habitación del alquimista, a pedirle que se levantara para desayunar juntos, y que lo harían en los jardines, que es adonde lo estaría esperando.

Una vez juntos, T’se le dijo al viejo Wo que había estado toda la noche pensando en sus palabras. Que había evaluado cada una de las situaciones, que se las había imaginado a todas. Y que a pesar del dolor y las lágrimas que eso le había producido, al punto de mojar la almohada, nada tenía para él más valor que su propia vida, y que por ello no deseaba que esta terminara. Así que esperaba con ansias una mezcla de elixires, una pócima, un brebaje, que cumpliera la finalidad de hacer su vida interminable.

El corazón de Wo latía agitado, como una caballería en ataque, pero su rostro se mantenía inalterado, solo asintió con un movimiento leve de la cabeza, y el emperador le pidió que no perdiera el tiempo y se pusiera manos a la obra. Con una seña lo hizo acompañar, por parte de su guardia, hasta el laboratorio que había hecho construir en el palacio, repleto de todas las cosas necesarias para el trabajo.

Catorce días con sus noches pasó el anciano encerrado en el laboratorio, mezclando toda clase de mejunjes que se hacía traer, buscar, de lugares ajenos. Mientras, iba elaborando un plan, que no debía tener fallas, para poder irse de allí lo más lejos posible, porque, a la muerte del emperador, él sería decapitado sin demora.

Finalmente creyó haber encontrado la solución, y le hizo saber al emperador que ya estaba lista la pócima.

Al día siguiente, los dos hombres se encontraron en el salón del trono. El emperador quería que le mostrara lo que había logrado. El anciano simplemente sacó una botella pequeña de su bolsa, tan pequeña que cabía en su mano, y la levantó victorioso. T’se se rio ¿y eso es todo? ¿con eso alcanza? Le preguntó curioso. “Con mucho menos”, le dijo el anciano. Esto no es una cuestión cuantitativa, sino cualitativa. Como el amor, señor. No busca uno que lo quieran mucho, sino que lo quieran bien.

Así que esto es todo, repitió el emperador, tomando la botella en sus manos. El anciano lo miró con una sonrisa complaciente. Pero T’se, que era muy incrédulo ¡Pero muy incrédulo! Preguntó cómo podía confirmar que no estaba siendo engañado. El alquimista lo miró, sabiendo que no existía una manera práctica, inmediata de saberlo. Pero el emperador ya había calculado eso, así que le obligó a que bebieran juntos, la misma cantidad de la pócima, al mismo tiempo.

Y agregó que viviría en el palacio, con todos los privilegios de pertenecer a la corte, y que todos los días desayunarían juntos para confirmar que su elixir estaba dando resultado.

Por primera vez, el presunto alquimista se sentía verdaderamente acorralado. Pero, a pesar de eso, con una amplia sonrisa, aceptó diciendo, pues, viviré como un emperador.

Y así fue. Todas las mañanas se encontraban para desayunar, se fueron haciendo cada vez más cercanos, y de verdad, cada vez que el emperador tenía alguna controversia, la consultaba con el viejo Wo, que, entre mucha retórica, le daba consejos basados en su propia experiencia.

Y así fue pasando el tiempo, y después no solo se juntaban para desayunar, sino que podían hacerlo a cualquier hora del día, y mantenían extensas conversaciones sobre la vida, sobre el amor, sobre las contingencias del ser, pero jamás mencionaban a la muerte.

Una mañana, el alquimista faltó a la cita. T’se lo esperó una hora, luego dos, también tres. Y mandó a uno de sus guardias a buscarlo, no pensaba tolerar tal falta de respeto de ninguno de sus súbditos. El guardia regresó con la noticia de que el alquimista Wo se hallaba muerto en su cama. Eso hizo sospechar a todos los habitantes del palacio, que el emperador había sido vilmente engañado.

T’se quiso ir en persona a ver la escena. Efectivamente, el viejo Wo estaba en su cama, sin vida, como durmiendo. Su amigo, su consejero, el hombre con el que había compartido los últimos diez años, y mil secretos. El mismo que le había dado consejos invaluables en sus momentos de incertidumbre. Algunas lágrimas mojaron su rostro. Sin lugar a dudas lo extrañaría por el resto de su vida.

Miró al jefe de su guardia y le ordenó, decapítenlo y préndanle fuego, en un lugar público, no es bueno tolerar que la traición no sea castigada como se debe.    

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