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El tiempo que se agota

Andrés Canedo

Estoy en este hospital, casi muerto. Estoy en coma y aunque mi cerebro está aparentemente del todo desconectado, sin que esto sea de conocimiento de la ciencia médica, puedo pensar y percibir también algunas cosas. Pero lo verdaderamente terrible y maravilloso es que pueda pensar y decirme a mí mismo estas palabras. Puedo también recordar, e imágenes del pasado me asaltan como un pueblo que toma la casa de gobierno durante una revolución, como una flor que brota entre las rajaduras del gris hormigón de la calle. Es increíble pero horrendo, que algo de nosotros, de nuestro cerebro, permanezca encendido. Se me ocurre que es como aquellas ascuas que uno encuentra entre un océano de cenizas. De manera que, como tengo mucho tiempo, recuerdo, pienso, reflexiono. Recuerdo, por ejemplo, que antes estuve varias veces en este hospital, por temporadas más o menos breves. Recuerdo que mi joven y bella esposa, me acompañó casi todas las veces, no obstante que nuestra relación estaba mal y yo no me daba cuenta, como siempre absorbido por mis propios pensamientos, por mis búsquedas, por eso que ahora voy entendiendo que fue mi egoísmo.

La había conocido hace más o menos cuatro años y ella, tal vez subyugada por mi prestigio de escritor conocido, de la fama (mala) que me acompañaba, de seductor de mujeres; también por las palabras que solían salir de mi boca, ordenadas estéticamente para crear efecto; no por vanidad, claro, sino porque yo amaba la poesía y pretendía hacer de mi vida un vivir poético. Palabras bien hilvanadas que causaban admiración y a veces motivaban afecto, en los pocos actos sociales a los que asistía, como las presentaciones de mis libros o algunos cafés a los que concurría con cierta regularidad, acompañado de mis dos únicos amigos verdaderos. Pero en realidad, era yo un hombre que tendía a la soledad y la introspección. Sin embargo, las mujeres se acercaban a mí, me buscaban y claro, yo aprovechaba de ello. Ellas solían ser personas con una buena parte de vida ya vivida, con experiencia y conscientes de su poder de hembras. Y aunque había también muchas jovencitas que me pedían que les firmara mi libro y que miraban con desenfado, que me ofrecían con palabras plenas de subtexto y actitudes, dones secretos pero evidentes, como las manzanas escondidas entre las hojas de un árbol, yo no les prestaba mayor atención. Mi territorio de caza comprendía una franja etaria superior, me gustaban las gacelas maduras, más sabias, más expertas, no los cervatillos que apenas habían dejado de serlo, aunque su anatomía ya estuviera cargada de promesas y realidades. Pero Verónica, así se llamaba la joven de aquél día, me habló con acierto y sensibilidad de algunas de mis novelas y despertó en mí interés y hasta admiración, aunque a los pocos minutos de la charla, supe que yo tenía treinta años más que ella quien, desde sus ojos marrones, me ofrecía su ternura, su cuerpo y posiblemente también su amor.

Así empezamos. Más que sus méritos físicos, era su capacidad de dar cariño la que me deslumbraba. El hecho es que en pocos días, ella alteró mi mundo, tan intensamente como una lluvia que, de pronto, hace crecer flores en el desierto. Ella los vivió con felicidad, yo con exaltación y asombro. Nos casamos, ante la estupefacción de mis amigos y de la gente que me conocía; también claro, ante los de ella. Al poco tiempo de vivir con Verónica, más allá de los fulgores del sexo y de las dulzuras de aquello que constituía un hogar, yo entendí que debería volver a trabajar, a acomodar mi vida, a ser el pájaro extraviado y ahogado en la tormenta, que era lo que desataba mi creatividad. Así, sin dejarla la fui abandonando y ella se fue sumiendo en el desconcierto y en su propia soledad. Las sonrisas fueron abandonando su bello rostro y eran reemplazadas por el rictus que se parecía al de la máscara de la tragedia. Por supuesto que yo, absorbido por mi destino de ensoñaciones, de la dura labor de llevar hasta mi cerebro las imágenes que nacían en mi corazón y que posibilitaban mi escritura, no me di cuenta de ello. Era como un espectro inexpresivo que a veces reconocía el sabor de alguna comida, que se rearmaba en las ocasiones cada vez más distanciadas de sexo con aquel obvio objeto del deseo, el que le ponía la mano en el rostro, sin advertir que lo que la mojaba eran sus lágrimas calladas y no el sudor de su piel en días intenso calor.

Pero ella, no era para nada sumisa y al cabo de un par de años, empezó, para mi absoluta extrañeza, a gritarme, a decirme que ella estaba ahí y que yo no la veía. Me decía que ella vivía conmigo para tenerme y compartir, no para esperar a que saliera de mi encierro en el lugar de trabajo y a pretender hablar con una especie de zombi. El incremento de sus reclamos me molestaba, pues creía que no había razón para eso, que ella no entendía que yo tenía que escribir. Pero claro, seguí sin verla, sin ver su realidad, hasta que un día me gritó que yo era un mal tipo, un canalla, un atolondrado. Quise decirle que me dejara de joder, que me dejara trabajar, pero no lo hice, porque desde mis tinieblas veía su amado rostro de niña, de compañera en las sombras, de mujer leal e insobornable. Pero las palabras que no dije, se me quedaron atrapadas entre las cuerdas vocales, donde se clavaron como vidrios rotos, y eso originó un atisbo de rencor que logré eliminar rápidamente, para volver, sin ser consciente de mi infamia, a sumergirme en lo que yo consideraba lo mío. Y ella, como una sombra, caminaba por la casa y yo me tranquilizaba, sin entender que esa sombra bella, era como un material peligroso a punto de explotar.

Las cosas fueron agravándose, aunque yo seguía sin notarlo o quizá sin tener la capacidad de darle importancia, sin reconocer que la tenía. Total, Verónica era mía, no en el horroroso sentido de propiedad, sino en el de la afección que unía nuestras almas. Ahora, desde este lecho en el que las enfermeras me giran y movilizan para que no se me formen escaras, pienso cómo pude haber sido tan ciego para no apreciar la magnitud del regalo que la vida me había brindado con ella. Sin embargo, ella me acompañó en todas las veces en que me ingresaron en este hospital, a excepción de la última. Ahora no me visita, aunque yo sea una especie de vegetal pensante, o tal vez, por esa mi condición, yo no la percibo, no la siento.

El hecho es que mi enfermedad se agravó hasta entrar en este coma que me separa de todo el mundo exterior, excepto de mis pensamientos que quizá quedaron colgados, como esas plantas que se aferran en la muralla misma del precipicio con sus raíces mágicas y rescatan así la vida en las entrañas mismas de la nada. Sé que moriré pronto y una sola cosa me desespera: el no haber tenido la lucidez de pedirle perdón a Verónica, el no haberle podido explicar que nunca dejé de amarla, el no haber advertido que era más importante el amor que mis escritos, el haber sido responsable de sumirla en la oscuridad sin darme cuenta, mientras yo perseguía lo que creía que era mi luz. Quizá ella ya recuperó la visión en un universo en el cual yo ya no estoy, y esa luminosidad recuperada le habilita el camino de la esperanza. Para mí es tarde. Ya no hay resplandores en la densidad de esta noche que me habita.

…Percibo o imagino los sonidos del monitor cardiopulmonar al que estoy conectado. Siento los soplos que me invaden desde la máscara de oxígeno y que han contribuido, hasta ahora, a mantenerme de este lado de la vida. Pero sé que estoy solo, como un náufrago aferrado a la madera frágil de la cual me sostengo en el mar de la muerte a la que miro con resignación, aunque con la tristeza infinita de no poder haberle hecho saber a Verónica que he comprendido cuán irresponsable fue mi amor.

…El bip, bip del aparato que me vigila sigue con su monocorde repetición, aunque ya dos veces, en los últimos días se enloqueció y movilizó médicos y enfermeras a mi alrededor. Ahora, antes que los pitidos, mi corazón me avisa que se va a desbocar y entonces, me parece oír la alteración del ritmo y la intensidad de esas alarmas y otra vez vuelvo a sentir gente a mi alrededor que intenta sacarme del trance. Pero mientras el sonido desesperado se va transformando en un largo biiiiip, alcanzo a percibir una mano que conozco, tomada a la mía, su calor inconfundible, su suavidad y tersura, la misma mano que se posaba en mi espalda en momentos de exaltación. Y poco a poco, pero en un tiempo ínfimo, ya no siento nada.

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