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El Rostro del Remordimiento

Sisinia Anze Terán

Una mujer de aspecto descuidado subió las tres escalinatas del ómnibus con destino a la ciudad de La Paz. Tenía la mirada perdida y un rictus de angustia en el rostro. Tomó el asiento libre junto al pasillo, en la quinta línea del lado izquierdo. La mujer intentó acomodar su gran bolsón rojo en el compartimiento sobre su butaca, pero éste no cabía en el limitado espacio restante; el bus estaba casi lleno y ya otros pasajeros habían colocado sus cosas en los compartimentos. Tomó asiento y puso el bolsón en el piso, entre sus pies. De su cartera sacó un periódico doblado en ocho y lo alisó para leerlo; era el suplemento amarillista de “Crónicas Rojas”, una revista popular que publica accidentes y noticias de tintes morbosos.

La movilidad se desplazaba ligeramente por las calles hasta que, al cabo de unos minutos, alcanzó la carretera. Eran 8 horas de viaje, por lo que la mujer se aseguró de comprar unas empanadas y una botella de refresco para no pasar hambre durante el recorrido. El bus se detuvo inesperadamente en una esquina, y la puerta se abrió con un singular crujir metálico. Subió una señora de mediana edad, quien cargaba un bolsón de mano y una cartera. La mujer del bolsón rojo se sintió incómoda al intuir que la extraña caminaba hacia ella para tomar el asiento disponible a su lado.

—Buenas tardes. Con permiso — le dijo, sentándose al lado de la ventana.

La mujer apenas alzó la nariz, saludando con indiferencia, mientras fingía leer el periódico.

—Las noticias son cada vez más de terror, ¿verdad?

—Sí —musitó la otra, secamente.

—Este mundo está cada vez más loco —protestó, cuando se apoyaba al respaldar.

La mujer del bolsón rojo asintió con la cabeza.

— ¿Viaje por trabajo? —inquirió la desconocida.

« ¿Y ahora qué? —pensó—, solo me faltaba que esta doña viniera a fastidiar.»

—Sí, sí, sí… —respondió en un tono que parecía querer decir: «Déjeme tranquila.»

—Sí, yo también. Viajo todas las semanas a Oruro y a La Paz.

«Humm, seguro por eso se las pasa molestando a los infelices que les toca ir a su lado», caviló, fastidiada.

— ¿Y a qué se dedica?

— ¿Perdón?

— ¿En qué trabaja? Está viajando por trabajo, ¿no?—insistió la extraña.

—Soy comerciante y llevo zapatos a la tienda de una amiga—musitó la otra, creyendo que la desconocida dejaría finalmente de hablarle.

— ¿Cómo se llama la tienda?

— ¿Cómo dice?

—La tienda…, la de su amiga…

—Disculpe, pero estoy tratando de leer el periódico —objetó, al momento de levantar la revista a la altura de sus ojos, a manera de cubrir su rostro.

—Usted no está leyendo. Quiere aparentar que está leyendo para ignorarme.

«¡Agggg!, a la hora que se da cuenta ésta. », pensó para sí misma.

—Bueno, sí, es cierto, no tengo ganas de hablar con usted. Me está poniendo nerviosa.

—Más bien debería ponerse nerviosa de leer esa atrocidad que no debería llamarse periódico —articuló la mujer, dando dos golpes al papel con el dedo índice—. Los periódicos son revistas para informar, instruir y no andar poniendo esas obscenidades de asesinatos y accidentes con sus horribles fotografías sangrientas —finalizó.

— ¡Pues hay gente a la que le interesa saber estas noticias que periódicos grandes omiten. A fin de cuentas es una realidad, ¿no?

—Sí, el mundo está lleno de toda clase de gente; por ejemplo, están estos pervertidos que disfrutan de matar, también están los que se ven obligados a hacerlo, víctimas de ciertas circunstancias —la extraña le echó una mirada inquisitiva.

La mujer del bolsón rojo apoyó el periódico sobre su regazo e, incomoda, giró la cabeza para mirar a los pasajeros apostados en la parte trasera, intentando ver si había algún asiento desocupado; pero, para su mala suerte, no encontró ninguno.

—No hay asientos libres. Tendrá que acompañarme el resto del camino, o sea, las siguientes seis o siete horas.

—Usted es una pesadilla, ¿sabe?

—No sea descortés, por favor.

—¿Ah, sí…!? Pero lo es. Es un fastidio total.

—Me llamo Ana, a propósito. ¿Usted cómo se llama?

—Eso a usted no le importa. ¿No entiende que no quiero hablar con usted?

—¿Acaso no es más cómodo hablar con alguien conociendo su nombre?

—¡Déjeme en paz! O iré a hablar con el conductor para que la baje.

—¿Por qué está a la defensiva, Soledad? Yo no pienso hacerle daño.

—¿Qué?¿Cómo sabe mi nombre?

—Jajajá. No crea que soy adivina, no. Lo leí en la etiqueta de su bolsón; ahí donde también se lee la dirección de su casa —dijo, apuntando con el dedo la pequeña etiqueta del bolsón rojo que sostenía entre los pies—. Buena idea eso de usar etiqueta, ¿no?, en caso de perder el bolsón, digo. Aunque me parece muy graciosa su inocencia al pensar que si alguien lo encontrara se lo iría a devolver.

Soledad respiró profundamente.

—Bueno. No todo el mundo es deshonesto, hay gente que sabe diferenciar lo bueno de lo malo. En otras palabras, hay gente que respeta la privacidad de otros.

—¿Qué quiere decir? ¿Que soy de esa clase de gente que no sabe diferenciar lo bueno de lo malo?

—Al que le quede el guante que se lo chante.

—Claro que sé diferenciar lo bueno de lo malo. Cada día vivo el remordimiento de lo que una vez hice, ¿sabe?

—No sé y, francamente, no me interesa —objetó Soledad, volviendo a levantar el periódico.

—Justamente a esto me refiero —dijo, arrebatándole el periódico de las manos.

—Pero, ¿Qué demonios?

—Tranquila, solo deseo toda su atención para contarle mi historia.

—No me interesa su historia. No me interesa hablar con usted. Pero, ¿quién se cree?

—¿Yo?, soy Ana, la persona que la acompaña en su viaje a La Paz.

—No se haga a la payasa. Esto ya es el colmo —dijo poniéndose de pie para dirigirse hacia la parte trasera del bus.

Los pasajeros la miraban absortos, mientras ella iba preguntando quien deseaba cambiarle el asiento. Pero no obtuvo ninguna respuesta y tuvo que volver al lado de la extraña que la recibió con una sonrisa irónica.

—Qué pena, ni modo, tendrá que aguantarme el resto del viaje. Pero como le dije antes, deseo contarle esa parte de mi vida que me dejó con tanto remordimiento.

—No tengo opción. Este es el peor viaje que me ha tocado en mi vida.

—No sea dramática. Verá que le interesará la historia. Mire, esto pasó hace mucho tiempo, cuando yo era una niña. Tendría unos cuatro años y todo era perfecto hasta que nació mi hermanita, Gloria, una niña de redondas mejillas y boca como de una flor roja. Todos se derretían al verla. Mis padres solo tenían ojos para ella. No sabe lo frustrante que es para una niña de cuatro años sentirse desplazada.

—Me imagino que usted ya era latosa desde entonces.

—No sea ruda, por favor. Usted no tiene idea de lo que es vivir con el sentimiento de culpa toda la vida.

—¿Qué es eso tan grave que ha hecho para que se sienta culpable?

—Ahora muestra interés, gracias.

—No es interés, solo espero que luego de contarme su historia me deje en paz  de una vez por todas.

—Vamos, lo único que intento es hacer más agradable el viaje. Ayudará a que el tiempo transcurra con mayor rapidez.

Soledad tomó el periódico y lo dobló al momento de guardarlo en su bolsón rojo. Se acomodó en su asiento y apoyando la cabeza en el respaldar, empezó a mirar por la ventana los últimos jaspes de luz teñidos en el cielo.

—Soy toda oídos.

—Bueno, ya se lo dije, mi nombre es Ana.

—Sí, sí, ya me lo dijo. ¿Cómo olvidar ese nombre?

—Cuando cumplí cuatro años nació mi hermanita.

—Gloria, sí, lo recuerdo.

—Si sigue interrumpiéndome, no llegaremos a ninguna parte.

—Tiene razón. ¡Vamos, apresúrese! Terminemos con esta cháchara de una vez por todas.

—Empecé a odiar a mi hermanita, porque me di cuenta de que mis padres la amaban más a ella que a mí.

—¡Qué absurdo! Los padres aman por igual a sus hijos.

—Tenía cuatro años. Y yo no lo sentía de esa manera, ¿sabe? En todo caso, Gloria era la más bonita, la más tierna. Toda la atención era solo para ella. Yo era una sombra. Nadie se daba cuenta si yo estaba presente o no.

—¡Qué raro! Con lo latosa que es.

—No la soportaba. Hay que tener en cuenta que yo era una niña, también necesitaba cariño y atención; pero no, yo era la que recibía los gritos y palizas si Gloria se caía o se golpeaba. Yo era responsable si ella lloraba tan solo por el hecho de que era la mayor y era obligación mía proteger a la niña bonita— suspiró—.Aún la puedo ver al cerrar los ojos, con su vestido blanco de encaje suave y diminuto como el atuendo de un ángel en torno a sus pequeñas y delicadas formas; la suavidad de su piel, como la piel aterciopelada de una cálida fruta, de duraznos entibiados por los rayos del sol —volvió a suspirar—. Aún escucho su voz tan bella como su belleza física, clara como una campanita.

—Bueno, eso no tiene nada de raro, seguro mucha gente se sintió igual al ser hermano o hermana mayor.

—Escúcheme. Una noche, cuando yo ya tenía nueve años, escuché a mi madre, mientras ella le colocaba a Gloria la ropa para dormir: “Gloria, mi bella estrellita, ¿quién es el amor de mi vida?” y, abrazándola, dijo: “Sí, mi pequeña Gloria, ella es el amor de mi vida”. Se dio cuenta de que yo estaba ahí, dejó de sonreír y me ordenó: “Vete a la cama, ya es hora de dormir”. ¿Se da cuenta? Yo esperaba que me dijera algo dulce, como: “Ve a la cama, mi amor” o algo así. Pero no. Ana era la sombra no deseada.

—Usted exagera. A los niños pequeños siempre se les dice cosas así, necesitan sentir que están seguros.

—Yo necesitaba sentirme segura y amada también, apenas tenía nueve años.

—Bueno, se sentía desplazada, ignorada. ¿Eso qué? No es motivo para sentir culpa toda la vida.

—No he terminado de contarle —suspiró— Una noche, en Nochebuena, yo contemplaba el arbolito de navidad en la sala; un bello arbolito que había ayudado a armar y, de repente, mis ojos se fijaron en los cables insertados en el tomacorrientes. Mi padre tuvo que improvisar al ver que la clavija eléctrica se había roto. Yo, a esa edad, ya sabía lo que podía pasar si se agarraba directamentente de los cables pelados.

—No comprendo ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Deseaba usted que su padre se electrocutara?

—No. Claro que no. Yo amaba a mi padre. A la que odiaba era a Gloria. Pero déjeme continuar —tomó aire y prosiguió— Esa noche cenamos en familia, vinieron los abuelos trayendo regalos para todos. ¡Claro!, la que recibió más regalos fue…

—Déjeme adivinar: la pequeña Gloria.

—¡Exacto! Después de comer, Gloria y yo corrimos hacia el árbol de navidad para abrir nuestros regalos. Nuestros padres y abuelos se quedaron sentados en los sillones de la sala y, una vez que abrieron sus regalos, se pusieron a conversar temas de mayores.

—¿Qué recibió ese año? ¿O por niña maleducada Papa Noel no le trajo nada?

—Jajá, buen chiste. Recibí un diario con la cara de Hello kitty, una gatita blanca, unos zapatos y un vestido; en cambio, Gloria recibió media docena de muñecas, ropa, zapatos, dulces. No sabes cómo ese tipo de actitud de dar preferencia a uno más que a otro daña el corazón.

—Ese no es motivo suficiente para odiar…

—…Usted no entiende, no era el simple hecho de los regalos, sino, todo; el haberme hecho sentir menos; menos querida, menos importante, menos amada. Todo eso me creó un resentimiento muy grande en el corazón y ya no lo aguantaba más.

—Ya veo.

—Aproveché la distracción de mis padres y abuelos. La pequeña Gloria jugaba con sus muñecas, abstraída del mundo. Me acerqué a su oído y le pedí que jalara del cable, incluso le señalé qué parte debía agarrar. Ella estaba más interesada en jugar con sus muñecas; entonces le dije, que si lo hacía, le daría mis regalos. Usted sabe qué ingenuos son los niños. Prácticamente se lo creen todo. Fue sencillo.

Soledad se quedó estupefacta, no daba crédito a lo que escuchaba.

—La niña tonta me creyó, se acercó al cable y su manita pequeña se aferró a él. Las luces se apagaron por un instante emitiendo un chasquido penetrante. La pequeña Gloria se sacudió frenéticamente y cayó al suelo como un costal pesado.

—Eso no puede ser cierto. Pero, ¿qué cosa más horrible está usted diciendo?

—Recuerdo bien como se la veía; pequeñita y frágil; estática como si se hubiera convertido en un trozo de mármol. Era una hermosa y triste visión, ese rostro de muñeca inocente y sagrada sobre el suelo, parecía una broma dulzona y cruel que el artista había pintado en un estado de completa locura. Así como estaba, muerta, aún parecía un angelito de pelo desgreñado con los pequeños labios en forma de corazón, rígidos, que no volverían a pronunciar palabra alguna. Su manito, aún aferrada al cable, era totalmente como la mano de una muñeca, perfecta, pero, el olor a carne y pelo quemado, eso sí que era sobrecogedor, hasta aterrador, se lo juro. ¡Sí! La escena se quedó bien grabada en mi mente. Nunca la olvidaré.

—Es usted un monstruo. Eso no hace una persona normal.

—¿Y qué es normal para usted? ¿Usted se considera normal?

—Yo nunca he matado a nadie.

—¿Está segura de lo que dice? Yo no lo afirmaría así a la ligera si fuera usted.

—¿Usted qué sabe? No me conoce, no sabe nada de mí.

—Sé que se llama Soledad, que vive en la Avenida 6 de agosto, edificio Patmos, piso 3.

—Eso usted lo vio en la etiqueta de mi bolsón.

—Sé que está casada. Que no tiene hijos y que su esposo es guardia de seguridad en una empresa de movilidades blindadas que prestan servicios a bancos y entidades financieras. Sé que usted proviene de una familia de buenos recursos y que recibió buena educación, pero los vicios de su padre llevaron todo a la ruina.

—¿Cómo sabe usted eso? ¿Acaso me espía? ¿Quién diablos es usted?

—Yo me llamo Ana y…

—Eso lo sé, me lo ha dicho mil veces.

Soledad se acercó a la puertecilla que da a la cabina del chofer y la golpeó insistentemente. En cuanto el ayudante abrió la puerta, empezó a pedirle desesperadamente al chofer que sacara a la mujer sentada junto a su asiento.

El chofer disminuyó la velocidad y detuvo el bus a un costado de la carretera. Se puso en pie y miró hacia el asiento contiguo al de Soledad, mientras ésta le apuntaba el lugar con el dedo. El chofer la volvió a mirar con una expresión de extrañeza y enojo.

—Pero, ¿qué le pasa, señora? ¿Está usted loca? —aseveró el chofer, mientras le ordenaba enérgicamente que volviera a tomar asiento, en caso contrario la amenazó con dejarla en plena carretera.

Soledad, impotente, regresó a su asiento, viendo la expresión de triunfo de su acompañante, mientras los pasajeros, molestos, la miraban absortos al escucharla levantar la voz.

—¡Maldita bruja! Está usted completamente loca.

—Pueda que tenga razón. Pero sin duda alguna, su viaje se tornó más interesante, ¿verdad?

—Se tornó un infierno.

—Pero déjeme continuar —tomó aire y prosiguió— Poco a poco, empecé a sentir unos insoportables remordimientos. Pero por algún extraño motivo no me sentí arrepentida por mi crimen. Creo que sentí placer al ver a mis padres destrozados. Resultó una especie de venganza por lo mal que me hicieron sentir esos años. Ya no existía la pequeña Gloria, se había ido para no volver más. Volvía a ser yo la única hija, a la única que amarían y cuidarían.

—¿Nunca se dieron cuenta de que fuiste tú la causante de su muerte?

—¡Oh! ¿Ya nos tuteamos? —rio— Jamás y eso tú bien lo sabes. No tienes idea de lo que me costó fingir pena e intentar llorar como lo hacían mis padres y abuelos. Pero en fin, nunca supieron lo que realmente pasó.

—El crimen perfecto.

—No hay crimen perfecto, no. Al ir creciendo empecé a sentir remordimiento. No fue fácil vivir con una madre amargada, que se encerraba en su cuarto a llorar por horas y un padre que empezó a dedicarse al alcohol. Las peleas, los insultos y yo, ahí, al medio de todo ese infierno.

—Infierno que tú misma creaste.

—Puede que sí, o pueda que haya sido mi castigo. En todo caso, mi vida no mejoró con la muerte de la pequeña Gloria.

— ¿Y es por eso que ahora te dedicas a abordar a la primera víctima que te encuentras en el camino para darle lata con tu dichoso remordimiento?

—Veo que no me tomas en serio. ¿No me crees, o no te acuerdas?

—Pienso que se te ha aflojado un tornillo, nada más.

—Puede ser.

—Al menos eres consciente de eso.

— ¿Nunca has asesinado a nadie?

—Por supuesto que no.

— ¿Estás segura de ello?

—Pero, ¿qué pretendes?

—Entonces, ¿qué hace ese cuchillo que llevas en el bolsón?

— ¿Qué cuchillo? ¿De qué hablas?

La extraña jaló el bolsón rojo hacia ella y, abriéndola rápidamente, sacó de entre la ropa un enorme cuchillo envuelto en una servilleta.

— ¿Y qué es esto? A mí me parece un cuchillo.

La mujer desenvolvió el cuchillo y lo examinó de un lado a otro. Lo acercó a su rostro y con la uña rascó la base de la afilada hoja.

—Pero, ¿Qué es esto? ¿Sangre? —cuestionó al momento de frotar el espeso elemento rojo entre sus dedos.

Soledad tomó rápidamente el cuchillo y lo devolvió dentro de su bolsón.

—Todos guardamos secretos, ¿no es así?

— ¿Quién diablos eres? ¿Qué quieres de mí?

—Soy Ana y…

—Ya sé cómo te llamas, lo que quiero saber es quién eres, de dónde saliste, qué buscas, qué quieres de mí.

—Quiero que seamos amigas. Quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte; sobre todo, para que recuerdes.

— ¿Recuerde qué? ¿A qué te refieres?

—Poco a poco. Ya me entenderás.

Soledad se llevó las manos a los oídos. Solo oía el ruido amortiguado del motor del bus que se desplazaba raudamente por la carretera. Durante aquel lapso, los labios de la mujer a su lado continuaban moviéndose: «Es una loca de atar —pensó Soledad—. Continúa hablando aun viendo que me tapo los oídos. ¿Por qué me mira así, como si le divirtiera esta situación? ¿Por qué?».

— ¿Tienes hambre? —preguntó la extraña, al momento de sacar de su bolsa un pedazo de queque.

—No.

—Veo que no has probado tus empanadas —masculló en cuanto se metió el primer pedazo de queque en la boca.

—No tengo ganas de comer. Tú me has arruinado el viaje. ¿No ves que no te soporto, que no deseo escucharte y que no me interesa saber más de ti?

—Sin embargo no te queda más que soportar mi presencia. Ya te lo he dicho antes, estoy aquí para ayudarte a recordar, para apoyarte, como siempre lo hice aunque no te hayas dado cuenta.

— ¿Cómo siempre? ¿Pero qué estupideces dices? Yo no te conozco, nunca te he visto en mi vida.

— ¿Estás segura de ello? —Refutó, mientras engullía el último pedazo de queque— ¿Me permites? —inquirió, sacando la botella de refresco de Soledad.

— ¡Pero qué desfachatez! Sí que eres una joya.

—Vamos, venimos hablando por horas y te sigues portando grosera conmigo, que solo quiero hacerte bien.

—Eres tú la que viene hablando horas y no me interesan tus intenciones para conmigo, solo deseo que me dejes en paz, ¿entiendes?

Con el fin de descansar un momento, el chofer disminuyó la velocidad del bus y se aparcó a un lado de la carretera frente a un restaurante. Los ojos de Soledad se iluminaron, vio en esta parada una oportunidad de escapar de la extraña mujer. Los pasajeros se pusieron de pie y empezaron a salir y, en cuanto soledad intentó ponerse de pie, fue detenida por la extraña que la sujetó del brazo.

— ¡Suéltame! —gritó Soledad, sacudiendo el brazo para liberarse de la mujer.

Los pasajeros se quedaron mirando la escena con una expresión de asombro. No podían creer lo que estaba ocurriendo. Soledad tomó su cartera y salió del bus a empujones por entre la disgustada gente.

Entró en el restaurante, se acercó al joven que atendía detrás del mostrador y le pidió un teléfono. El muchacho le dijo que no tenían línea. Soledad intentó usar su celular y se dio cuenta de que aún no había señal. Preguntó por una posta policial, pero lo único que recibió fue una mirada de consternación. Soledad salió hacia el baño, se quedó ahí dentro por varios minutos en medio de la pestilencia del cuartucho. Cuando, de repente, escuchó el motor del bus y el murmullo de la gente que regresaba a la movilidad.

— ¿Qué hago? ¿Y si espero otro bus? —Miró su reloj y vio que era pasada la media noche.

Cuando Soledad salió del baño vio que el bus estaba partiendo, sin embargo estaba esperanzada en encontrar otra movilidad para continuar con el viaje y se relajó. Miró al cielo encontrándose con las constelaciones, tan numerosas que sus luces y sus vértices se trastocaban, se enmarañaban, confundiendo sus formas en la claridad de un plenilunio, nublado por la fría bruma suspendida en el aire. Pero entonces, miró a la ventanilla que daba a su asiento y reconoció la cara sonriente que la observaba; era la intrusa, que meneaba de un lado a otro algo entre las manos. Soledad aguzó la mirada y se dio cuenta de que la mujer sostenía su bolsón rojo, entonces vio que la intrusa abrió el cierre y de entre la ropa sacó el cuchillo, cuya hoja brillaba contra la ventana. Soledad se quedó petrificada. El bus empezó a acelerar, dirigiéndose hacia la carretera. Entonces, asustada, Soledad corrió detrás, gritando que se detuviera.

El chofer detuvo el bus y, molesto, abrió la puerta.

—Apúrese, señora, que nos está retrasando —farfulló, enojado.

Soledad se dirigió hacia su asiento, escuchando los murmullos de los pasajeros que la miraban inquisitivamente. En cambio, la intrusa, la observaba con una sonrisa de satisfacción y triunfo. Enseguida soltó una carcajada estentórea y se dio unas palmadas burlescas en los muslos, mientras Soledad tomaba asiento y se ponía a llorar.

—Menuda carrera que te echaste —replicó la intrusa.

— ¡Cállate, estúpida!

—No seas grosera. Te acabo de hacer un favor. Casi pierdes el bus. Te hubieras quedado varada en la carretera, a estas horas. No, no, no, todo un peligro para una mujer indefensa como tú —rio, burlonamente— Si al menos, hubieses tenido tu cuchillo a mano…

— ¡Deja eso! —instó, intentando arrebatarle el cuchillo que la intrusa sostenía al aire.

—Vaya, vaya, vaya, este enorme cuchillo me hace recuerdo a mi segundo crimen—sentenció al instante en el que Soledad se lo arrebató para ocultarlo dentro del bolsón rojo— Yo tenía un cuchillo igual y fue el arma que usé para matar una vez más.

—No me hable, no quiero saber nada de usted, nada, ¿me entiende?

—Pero, ¿qué pasó?, si ya nos tuteábamos, ¿por qué vuelves a ustearme?

—No la conozco, no quiero saber nada de usted. En cuanto lleguemos a La Paz la denunciaré con la policía, ¿me entiende?

— ¡Hazlo! Así terminamos con esta farsa de una vez por todas.

— ¿Qué farsa? ¿De qué habla?

—Esta farsa de que no sabes quién soy.

—No sé quién es usted, no la conozco. Solo sé que es una loca desquiciada.

—Vamos, no seas ruda. Mira, mejor te cuento sobre mi segundo crimen. Estoy segura de que te será revelador. Te lo prometo.

— ¡Me importa un rábano!

—De todas maneras, te lo contaré—tomó aire y prosiguió— Mis padres terminaron por separarse. El alcoholismo de mi padre nos llevó a la ruina. Mi madre tuvo que sacar préstamos del banco hipotecando la casa. ¡Qué ingenua! Siempre se creía las promesas de mi padre, de que iba a cambiar y eso. Pero no fue así, en realidad, empeoró. Finalmente el banco se quedó con nuestra casa y terminamos viviendo en casa de mis abuelos. Mis padres se separaron. Mi padre desapareció y nunca más supimos de él, hasta el día que un amigo de la familia llamó a mi madre para contarle que habían encontrado el cuerpo de mi padre en un barrio en la zona periférica de la ciudad.

— ¡Cállese! ¿No ve que no me interesa escucharla?

—Pues tendrás que aguantarte. Ya te lo advirtió el chofer, un episodio más y te quedas en la carretera, sola.

— ¡Maldita, perra!

—Como sea, resulta que pasaron los años y yo entré a la universidad, ahí conocí a Omar, el hombre con el que me casé dos años después. Él estudiaba medicina, pero no pudo concluir la carrera, así que terminó trabajando de enfermero. Todo iba bien hasta que nos enteramos de que yo no podía embarazarme, entonces todo cambió. Él se volvió violento conmigo, empezamos a pelear y las peleas eran cada día peores. Llegó a golpearme y luego se le hizo costumbre hacerlo.

—Imagino porqué la golpeaba. A mí me dan ganas de hacerlo en este mismo instante.

—Tal vez ya tengas tu oportunidad. Bueno, resulta que se volvió insoportable vivir con él, las peleas diarias, los golpes, la impotencia, el dolor, el sentirme completamente sola.

— ¿Y su madre? ¿Por qué no le pidió ayuda a su madre?

—Las mujeres somos muy crédulas, siempre creemos en las falsas promesas de cambio, de que todo mejorará y así vivimos en un círculo vicioso. A demás mi madre se enfermó y yo trataba de no perturbarla con mis problemas.

— ¡Vaya! Entonces si tiene una pizca de consideración.

—No seas irónica. Además, tú debes saber bien cómo se siente eso de tener un marido abusivo, ¿verdad?

—No sé a lo que se refiere, mi marido no es violento. Nunca me ha levantado un dedo.

— ¿Estás segura? Creo que tu ceguera es peor de lo que yo imaginaba.

— ¿De qué habla? No sé a lo que se refiere. Usted sí que está loca.

—Te dije que te ayudaría a recordar, ¿te acuerdas?, pero bueno, eso a su tiempo. Resulta que una vez mi marido llegó a eso de las seis de la mañana, con olor a alcohol y a perfume barato de mujer. Llegó y me dijo que me abandonaría.  Supe inmediatamente que era por otra. Discutimos y empezó a golpearme. Me tomó de los cabellos, me hizo caer de la cama y me arrastró hacia el pasillo. En medio del ajetreo me propinaba unas patadas en el estómago, quitándome el aire. « Ya no te quiero. Ahora tengo a una mujer de verdad>> gritaba furibundo. Entonces, en un descuido de él, logré zafarme y corrí hacia la cocina. Ahí empecé a buscar algo con qué defenderme. Vi el cuchillo. Uno igual al que tú guardas en el bolsón —Soledad se dio por aludida y desvió la mirada—. Entonces lo tomé y lo oculté detrás de mi espalda. Estaba temblando, mis piernas estaban débiles, tenía la boca ensangrentada y no paraba de llorar. Él entró y se me acercó levantando el puño para acertarme un golpe, pero yo logré esquivarlo, aprovechando el momento para clavarle el cuchillo en el estómago. Escuché un quejido sordo, pero Omar no se movió, parecía congelado. Le volví a clavar el cuchillo una y otra vez, hasta asegurarme de que caería muerto. Lo apuñalé unas veinte veces, recordando todas las ocasiones en las que él me era infiel y me golpeaba hasta el cansancio. Entonces me liberé, mejor dicho, te liberé, hice lo que tú no pudiste hacer antes.

— ¿Qué dice!? —Soledad empezó a recordar. Vio a su padre borracho, llorando sentado en el piso de la sala, sosteniendo la fotografía de su pequeña hija. Recordó cuando embalaban sus pertenencias para ir a vivir a casa de sus abuelos, porque el banco les había quitado la suya. Recordó a su pequeña hermana, Gloria, muerta electrocutada —No, no, no es posible. Esto es una lo…

— ¿Locura? —rio frenéticamente— ¿Ahora entiendes? Yo soy tú.

Soledad miró a la mujer con profunda angustia.

—Yo soy tú —recalcó la intrusa—. Soy esa parte de ti que no quieres aceptar, pero que está ahí, dentro de ti.

—Necesitas un doctor. No estás bien de la cabeza. Al manicomio, sí, sí…, es ahí donde deberías ir.

—Entonces ambas merecemos ir al manicomio. No, no soy tu enemiga, soy tu amiga, la única, ¿sabes? Siempre he estado en los peores momentos de tu vida. Yo te ayudé a liberarte del estorbo de tu hermana, ¿no es cierto? Pero, de alguna manera, lograste ignorarme.

—Tú no eres yo, tú no eres yo, no, no… Tú te llamas Ana, la loca intrusa que me tocó de acompañante en este viaje infernal.

— ¿Ana? Ana es el nombre que tú me pusiste, ese mismo día que murió Gloria. Desde ese día he llevado ese nombre.

— ¡Cállate!

—No me voy a callar. Llevo callada mucho tiempo. Este silencio se ha transformado en algo intolerable, hasta que por fin, esta madrugada, una vez más me trajiste para hacer lo que tú no te atrevías a hacer.

—No quiero oírte más.

— ¿Acaso no lo ves? Estas impenetrables corazas que has construido en el interior de tu mente han empezado a desmoronarse. Esta mañana, cuando el maldito de tu marido, Omar, te amenazó con abandonarte y empezó a golpearte, me trajiste nuevamente. Me necesitabas, necesitabas que yo haga algo que tú no podías hacer: “Liberarte”, sí, liberarte de un martirio que inconscientemente te condenaste a vivir. El sentimiento de culpa por lo de Gloria, te hizo creer que no merecías ser feliz y te empujó a aferrarte a un mal hombre. Tu cerebro te ha encerrado en la ignorancia de lo que realmente ocurría contigo misma. Los humanos tenemos facultades muy especiales para protegernos de lo que realmente nos daña y en tu caso fue así, aislándote de una horrible realidad. A mí, sin embargo, no puedes negármelo.

— ¡Yo no maté a mi marido!

—Efectivamente, no fuiste tú, fui yo, pero resulta siendo la misma cosa, ¿no es así? Soy la parte de ti que se siente libre, capaz de hacer lo que tú no puedes por no tener las agallas. Recuerda, Soledad, recuerda que tu esposo odiaba trabajar como enfermero, que odiaba las burlas de sus amigos y familia, que se sentía humillado por no haber podido terminar la carrera de médico, la profesión soñada de su padre. Recuerda que terminó trabajando como guardia de seguridad en una empresa de automóviles blindados.

— ¿Cómo sabes eso?

—Porque yo soy tú, Soledad. Por eso lo sé. Como también sé que el cuchillo que llevas en el bolsón es el mismo que yo usé para matar a tu esposo.

—Estás trastornada. Intentas convencerme de que yo soy tú y de que yo asesiné a mi marido.

—No, Soledad, no fuiste tú, fui yo. Pero lo hice por ti.

—Estás loca.

—No seas malagradecida. Estás olvidando que yo soy tú.

— ¿Qué deseas de mí? ¿Dinero? Dime de una vez por todas, ¿qué deseas de mí?

—Que aceptes que yo soy tú.

Soledad empezó a llorar, su cabeza daba vueltas, todo su entorno se convirtió en un remolino de imágenes distorsionadas, lo único que podía percibir con claridad era la cara de la intrusa, que la miraba con irónica sonrisa.

—Te odio, te odio, maldita. Quieres volverme loca, quieres trastornarme con tus locas historias. Eso es lo que has venido haciendo desde que te subiste al bus.

—Solo he intentado abrirte los ojos, sacarte la venda que te mantiene ciega.

Soledad se sostuvo la cabeza con ambas manos, todo giraba demencialmente, no podía soportarlo más.

— ¡Te mataré maldita. Te mataré!

—No te atreverás. Eres una cobarde. Siempre lo fuiste. Por eso me inventaste, para que yo haga lo que tú no podías.

Soledad sacó del bolsón el cuchillo y gritó.

— ¡Muere, maldita, muere!

Los pasajeros se pusieron de pie y empezaron a gritar asustados, mientras se arrinconaban en la parte trasera de la movilidad.

El chofer, al darse cuenta de lo que ocurría, hizo a un lado el bus. La escena era tan violenta que nadie se atrevía a acercarse. Soledad parecía poseída por una fuerza malévola. A cada apuñalada gritaba: “Muere, maldita, muere” y soltaba unas carcajadas diabólicas, mientras la sangre salpicaba por todas partes.

Dos días después de la tragedia, a primera hora de la mañana, un hombre compra el periódico “Crónicas Rojas” de una caseta en la plaza principal de la ciudad de Cochabamba y lee el principal titular del día:

“Mujer se quita la vida a cuchillazos dentro de un bus”.

(Tomado de Cuentos fuera de serie de Bolivia, antología recopilada por Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho)

Sisinia Anze Terán (Cochabamba, 1974). Escritora y poeta. Es una exitosa novelista que ha publicado las novelas El abrigo negro, La clonación de Cristo, Las Últimas profecías, El Conjuro del Abrigo Negro, La Crónicas del Supay y Juana Azurduy. En cuento y poesía ha publicado Auroras de papel. Ha recibido varios reconocimientos e invitaciones a encuentros literarios internacionales.

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