Rafael Narbona
El ser humano mantiene un firme compromiso con la estupidez, quizás porque le exime del penoso esfuerzo de pensar. Para Ortega y Gasset, «ser de izquierdas o de derechas es una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil». Mi primer impulso es darle la razón, pero cuando lo medito mejor, entiendo que las distinciones son necesarias en la política. Escoger entre la izquierda y la derecha no constituye una estupidez, siempre y cuando no se abracen dogmas incompatibles con el sentido común. Hay un perfecto idiota de izquierdas y un perfecto idiota de derechas. El perfecto idiota de izquierdas se parece a Otto Piffl, el joven comunista interpretado por Horst Buchholz en Uno, dos tres, la genial comedia de Billy Wilder. Otto vive en la República Democrática Alemana y sueña con el Ejército Rojo desfilando al paso de la oca por las grandes capitales europeas. Sostiene que el capitalismo se parece a una sardina podrida y muerta en la basura: «reluce, pero apesta». Considera que los buenos modales y la higiene son vicios capitalistas. Por eso no usa calcetines ni calzoncillos, y solo visita al peluquero de tarde en tarde. No puede hablar sin citar a Marx, Lenin o Jrushchov. Siempre tiene una cita preparada para abrumar a su interlocutor. Aunque parezca increíble, hay muchos Otto Piffl en la España de nuestros días. Se les identifica por su deliberado desaliño, su escaso sentido del humor y su afición desmedida por la retórica. Algunos salen a la calle para participar en las algaradas, creyendo que están reviviendo el espíritu de la Revolución de Octubre. Su mayor contribución al progreso son los folletos indigestos (a veces con aspecto de libros), el cóctel Molotov y el ladrillo convertido en arma de guerra. Piensan que la insurrección callejera es el preámbulo necesario a la revolución del proletariado, que cumplirá el sueño del Mayo del 68: ahorcar a todos los burgueses con sus propias tripas. Eso sí, casi todos acaban como Otto Piffl, disfrutando de los privilegios de la vida burguesa, felizmente casados y con una larga hipoteca que les permite establecerse en un chalet con barbacoa y piscina.
El perfecto idiota de izquierdas es ferozmente anticapitalista. Piensa que la economía libre de mercado siempre es perversa e inmoral. No está claro cuál es la alternativa que plantea. ¿Volver al trueque? ¿Cambiar alimentos por tela encarnada, espejitos y cuentas de colores? ¿Implantar una economía planificada, suprimiendo la propiedad privada? La economía planificada fracasó en la Unión Soviética, pues la actividad empresarial y comercial necesita como estímulo la competencia y el beneficio. Sin estos elementos, desaparece la motivación del trabajador y se esfuma la productividad. En una ocasión, un diplomático soviético hablaba con un escritor español y éste le preguntó cuántos trabajaban en su embajada. El diplomático no entendió que le preguntaban sobre el número de empleados y no sobre su rendimiento. Algo molesto, contestó: «Todos trabajan». Al perfecto idiota de izquierdas todas las diferencias le parecen ilegítimas. No acepta que el esfuerzo y el trabajo sean recompensados. Si todos llegáramos al mismo tiempo a la meta, nadie se entrenaría para ser el más rápido, consiguiendo un nuevo récord. La competencia no es perversa, sino el mecanismo sin el cual no despunta la excelencia. Otro de los riesgos de la economía planificada es que incrementa el poder del Estado, propiciando la corrupción y los abusos. Son tantos los problemas de esta fórmula que los países comunistas siempre han acabado adoptando –de forma más o menos velada- las reglas del libre mercado, lo cual les ha sacado del subdesarrollo y la pobreza. Es el caso de Vietnam, Rusia o China, donde la ausencia de controles democráticos ha impedido que el éxito económico se repartiera entre toda la sociedad, beneficiando solo a unos pocos.
En España, el perfecto idiota de izquierdas simpatiza con los movimientos separatistas. Opina que el País Vasco, Cataluña y Galicia son naciones oprimidas, colonias del Estado español y, por tanto, considera legítimo su anhelo de secesión, justificando la sedición y la insurgencia. No repara en que esas regiones no son la Argelia francesa, ni la India ocupada por el imperio británico, sino parte de un Estado con quinientos años de historia y, desde 1977, con derechos democráticos y un régimen de generosas autonomías. El perfecto idiota de izquierdas olvida que el nacionalismo siempre es reaccionario y regresivo. Su sueño es crear un espacio homogéneo, donde la pertenencia no esté asociada a la ciudadanía, sino al idioma y la raza. En España, el separatismo ha dejado una secuela de violencia que aún gravita sobre nuestro presente. Las víctimas de ETA contemplan con impotencia cómo sus verdugos son homenajeados como héroes. Nada de eso le inquieta al perfecto idiota de izquierdas, incapaz de comprender que la ruptura de un país nunca se produce de forma pacífica y siempre conlleva un altísimo coste económico y social. La guerra civil en la antigua Yugoslavia ilustra con elocuencia lo que sucede cuando se rompe una nación. El perfecto idiota de izquierdas es rabiosamente antiespañol. Siente una aversión incurable por un país que ha aportado a la cultura universal un idioma en el que se expresan seiscientos millones de personas, y en el que se han escrito grandes obras maestras como el Quijote, la Regenta o Platero y yo. España dio al mundo una lección de convivencia con la Transición, pero el perfecto idiota de izquierdas no se cansa de cuestionar un proceso que ha proporcionado décadas de progreso y estabilidad. Su pesar nace de la frustración que le produce que en vez de una Transición no se hubiera producido una Revolución.
El perfecto idiota de izquierdas alberga prejuicios antisemitas. No le quita el sueño que Irán ahorque a un periodista o no penalice la violencia contra las mujeres, pero se indigna cuando Israel, la única democracia de Oriente Medio, adopta medidas para protegerse de la violencia de Hamás. Feminista radical, el perfecto idiota de izquierdas apenas habla de la discriminación que sufren las mujeres en los países árabes, pero alza la voz contra los sustantivos masculinos. Le parece inaceptable que se hable del «hombre» y no del «hombre y la mujer». Títulos como El hombre y lo divino, de María Zambrano, o El hombre y la tierra, el famoso documental de Félix Rodríguez de la Fuente, se le antojan intolerables ejemplos de heteropatriarcado. El perfecto idiota de izquierdas se niega a reconocer que el comunismo es una ideología totalitaria. Si le cuentas que Stalin entregó a Hitler a los comunistas alemanes que se habían refugiado en la Unión Soviética, se niega a creerlo. Si le remites al testimonio de Margarete Buber-Neumann, que pasó por el Gulag y el Lager y recreó su experiencia en Prisionera de Hitler y Stalin, reacciona con incredulidad y, por supuesto, no se lee la obra. El perfecto idiota de izquierdas no está dispuesto a renunciar a sus mitos. Prefiere distorsionar la realidad y negar las evidencias históricas. Frente a cualquier objeción, siempre tiene en la punta de la lengua la palabra «fascista», que aplica indiscriminadamente a todos los que piensan de forma diferente. Es el mismo argumento que se utilizó durante la Guerra Civil española para justificar la represión en la retaguardia «roja». El perfecto idiota de izquierdas idealiza al bando republicano, negando la existencia de las checas y las masacres. Rechaza la perspectiva de Chaves Nogales, un «pequeño burgués liberal», por utilizar una expresión del propio periodista sevillano, pues sostiene que en un bando solo hubo fascistas y, en el otro, todos luchaban por la libertad y la democracia. A su juicio, la Tercera España solo es un ardid franquista para falsear la historia. El perfecto idiota de izquierdas es furiosamente anticlerical. Piensa que la religión es el «opio del pueblo» y no concede ningún valor a una tradición que ha alumbrado la Pasión según san Mateo de Bach, el Cristo crucificado de Velázquez y el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz. El perfecto idiota de izquierdas desprecia a la clase media. No es capaz de apreciar que ha sido el motor de los grandes cambios sociales, el segmento más dinámico y creativo de la historia.
La izquierda no posee la exclusiva de la idiotez. En la derecha también hay mentecatos. El perfecto idiota de derechas intenta blanquear el franquismo, alimenta el miedo contra la inmigración, apenas logra ocultar su homofobia, minimiza la violencia contra las mujeres, se declara católico, pero se refiere al Papa Francisco como «ciudadano Bergoglio» cuando expresa opiniones que le desagradan. El perfecto idiota de derechas muestra abiertamente su afición a las armas, rechaza las políticas sociales, contempla con malestar los gestos de solidaridad y pide sin tregua el restablecimiento de la pena de muerte. La Guerra Civil española fue la máxima expresión de la inacabable pugna entre el perfecto idiota de izquierdas y el perfecto idiota de derechas. El histerismo de las redes sociales ha revivido ese conflicto de forma incruenta, pero causando muchos dolores de cabeza a los que nos situamos en el centro y soñamos con un futuro donde liberales y socialdemócratas dialoguen sin crispación, firmando pactos de Estado en los momentos de crisis. Margaret Thatcher afirmaba que el centro de una carretera nunca es un buen lugar, pues quedas expuesto a ser atropellado por los que circulan en direcciones opuestas. Quizás tenía razón, pero algunos no obstinamos en mantenernos ahí.