Homero Carvalho Oliva
Lo que nos une a los bolivianos no son los decretos ni las fronteras que nos definen en los mapas, ni las banderas, escudos, himnos y escarapelas, sino los recuerdos compartidos, las palabras que nos nombran y las fiestas que nos hermanan. Somos una patria de memorias, de lenguas, de paisajes y de esperanzas. Una nación que, pese a todo, persiste.
La memoria es una patria interior, el territorio donde nos reconocemos. No hablo de la historia oficial escrita por vencedores, sino de la evocación íntima, la que guardamos en la piel y en los silencios: los abuelos que trabajaron la tierra, las madres que enseñaron a rezar y a luchar, los niños y niñas que soñaron un futuro mejor. Recordar es un acto de amor: al país, a los otros, a nosotros mismos. Bolivia no se entiende desde la uniformidad, sino desde la multiplicidad. Somos un tejido de muchas hebras: indígenas, mestizas y criollas. Cada una aporta su color, su música, su manera de ver el mundo. La diversidad no nos divide; nos enriquece. Somos ramas de un mismo árbol que hunde sus raíces en una historia común y se alza hacia un cielo compartido.
El idioma también nos une. El español heredado y las lenguas originarias que nos fundan son modos distintos de decir lo mismo: pertenezco, existo, soy parte de ti. Cada lengua es una casa abierta, un puente. Cuando un pueblo habla en su idioma, reafirma su dignidad y da sentido a la nación. La patria también se construye con palabras. Nuestra geografía no es simple paisaje, sino alma viva de éxitos y fracasos, de batallas cotidianas compartidas. Los Andes, los valles, la Amazonía y el Chaco, las patrias chicas, nos enseñan a mirar distinto y a reconocernos. Desde el país de los grandes ríos, la patria amazónica, aliento una metáfora de unidad: un territorio que oxigena al país y al subcontinente entero. La tierra nos une porque nos da la vida y nos recuerda que somos huéspedes de un mismo hogar.
La palabra escrita, la música, la pintura y las fiestas populares revelan la esencia de lo boliviano. En los libros que rescatan el imaginario colectivo, en las canciones que los niños corean, en los cuadros que reflejan nuestras calles, los artistas se vuelven cronistas de lo que somos y de lo que aspiramos ser. A través de ellos, Bolivia se reinventa. He visto cómo la esperanza persiste incluso en los momentos más duros. Hay una fe invisible que nos sostiene: la convicción de que este país puede ser mejor. Tal vez eso sea lo que más nos une: creer, pese a todo, en la justicia, la libertad y el porvenir.
Las fiestas, los carnavales, las procesiones, las devociones a la Virgen de Copacabana, del Socavón o de Cotoca son momentos en que el país se mira con ternura. En la danza, la música y la risa colectiva volvemos a ser uno: una nación que se reencuentra con su alma. No hay país perfecto, pero hay pueblos que insisten en soñarlo. Bolivia es uno de ellos. Cada día, en cada palabra, en cada gesto solidario, volvemos a construirnos. Nos unen las heridas y las celebraciones, la memoria y la esperanza, el pasado y el porvenir. Somos una patria que aún se está escribiendo: un corazón que late al ritmo de muchos tambores y muchas voces, pero con un solo deseo, el más hondo de todos: seguir siendo, juntos, Bolivia. El 8 de noviembre hemos renovado esa fe, esperemos que Rodrigo Paz Pereira esté a la altura que las circunstancias históricas lo exigen.