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El novio que no fue

El exoficial alemán de la SS Klaus Barbie vivió la mitad de su vida como prófugo de la justicia francesa, que primero lo condenó a muerte y, tres décadas más tarde, a cadena perpetua. Su escondite, entre 1951 y 1983, fue Bolivia, país en el que las Fuerzas Armadas le dispensaron el rango de teniente coronel honorario. El día en el que obtuvo el grado tuvo que prestarse un uniforme para que le tomaran la foto reglamentaria que decora su credencial. Su extendida vida clandestina se explica por el hecho de que nunca quiso llamar la atención. El llamado “carnicero de Lyon” supo moverse como el diablo, procurando infatigable el anonimato y la subestimación. 

Cuando en 1983, el gobierno presidido por Hernán Siles Zuazo organizó su secuestro y deportación aérea a Francia, Barbie ya era un hombre de 70 años.  Su imagen como inculpado en el juicio dista mucho de la que solía dar cuando calzaba uniforme y recorría las celdas soltando latigazos.  Litigó para él el exmaoísta Jacques Vergués, excéntrico y ansioso por sentar en el banquillo de los acusados al Estado francés por sus tropelías en Argelia. 

En 1987, el abogado del diablo corona su deseo. El juicio a un criminal de guerra nazi se transforma en un alegato contra el colonialismo galo, los dos demonios se hacen equiparables y el resultado parece inclinarse a favor de los desheredados de la Tierra.  Por azares del tiempo, Barbie termina como víctima de un Estado colonial que decidió arrancarlo, siendo abuelo, de su patria adoptiva. 

Barbie ha sido descrito de modo inmejorable por Peter Mac Farren y Fadrique Iglesias en Klaus Barbie, un novio de la muerte (2014), magnífica reconstrucción de ese pasaje histórico. Los autores lo pintan como un monstruo incansable, un ser que tras deportar niños a los campos de exterminio no vacila en proseguir su cabalgata planificando la muerte del Che, de los esposos Alexander, de Monika Ertl, de Espinal, de los miristas de la Harrington y de cuanto “rojo” pudiera poner en riesgo la construcción del IV Reich en los Andes. 

Sin embargo, los datos que entrega el libro no refrendan lo afirmado. Barbie no es un “novio de la muerte”, si por ello entendemos un europeo afiliado a una versión contrahecha del nacional socialismo que se nutre de su conexión directa con Luis Arce Gómez. Los datos presentados nos convencen de que en realidad Barbie despreciaba al grupo de vividores alemanes e italianos que posaban armados para pedir remuneraciones del ejército boliviano. 

¿Será que Barbie se contenía porque albergaba alguna culpa retrospectiva? Sin duda, no. El hombre nunca se declaró desencantado del nazismo. Sin embargo está muy claro que su vitalidad como excombatiente del Führer había mermado considerablemente en Bolivia. Más que un novio de la muerte, don Klaus era un viudo doliente y taimado.  “Un pobre diablo”, como se describe a sí mismo en una carta enviada desde su prisión francesa.

Su primer empleo en Bolivia fue en un aserradero de los Yungas, a cargo de un judío. Un día Barbie traza una esvástica sobre un tronco, de inmediato es reprendido por su jefe, debe mentir diciendo que es una incisión hecha para contar tablas. Otro día, se pasa de copas, se arrima al piano y empieza a interpretar himnos de guerra. El embajador alemán en La Paz exige una explicación. Moderada vergüenza que sólo se disimula bajo la excusa del alcohol. 

Paso a Paso, Barbie se va transformando en Altmann y se encoge en la figura de un jubilado nostálgico que pasa las horas sentado en el Café La Paz. 

La mayor revelación del libro de Mac Farren e Iglesias podría ser la respuesta a la pregunta de por qué el exjefe de la Gestapo en Lyon no corrió la misma suerte de su colega Adolf Eichmann, secuestrado por el servicio secreto israelí en 1960, cuando se dirigía a su casa en Buenos Aires, Argentina. Barbie llegó a ser juzgado por sus crímenes igual que Eichmann, pero vivió 20 años más en completa libertad en Bolivia. 

Según la investigación de Mac Farren e Iglesias, Barbie ayudó a desviar armamento supuestamente adquirido por las Fuerzas Armadas bolivianas. El cargamento fue llevado desde España hacia Israel, en un barco de la empresa Transmarítima, cuyo gerente era él. Israel estaba sometido en ese tiempo a un embargo de armas. El Estado boliviano habría servido entonces como canal para la venta irregular. Así, al haber colaborado con el Estado judío, el nazi refugiado en La Paz habría logrado retrasar la llegada de la justicia. Queda como hipótesis sugerente.

Rafael Archondo es periodista.

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