Roberto Navia Gabriel
Percibir cuál de las realidades es la verdadera y cuál es la ficción, ésta en la que se encuentra metido el mundo, o la creada por la imaginación, por algún escritor alocado o por un guionista experto en mentir con arte para que uno se la crea. Estamos a salto de mata entre la pandemia del coronavirus y las escapadas desde casa a través de los libros, de las películas, de los recuerdos de otros tiempos que, de verdad, fueron mejores. Vivimos, pareciera, en universos paralelos y midiendo la letalidad de las historias. ¿Cuál es la peor? ¿En cuál me conviene quedarme? ¿Tengo elecciones?
Estuve viajando por el primer libro que había leído de José Saramago en los años 90 del siglo XX: “Un hombre parado ante un semáforo en rojo se quedó ciego de un instante negro. Era el primer caso de una ceguera blanca que se expandió de manera bestial. Él y los que vinieron después fueron Internados en cuarentena y obligados, ante la situación, a sobrevivir a cualquier precio”. No me gustaría estar ahí, envuelto en esa ceguera blanca. Eso pensé aquellos tiempos de esa primera lectura y también ahora. Ayer, vi a gente entrar desesperadamente en los mercados, llegar aturdidos para abastecerse, parquear en las jardineras, abrirse paso con los codos, odiar por unos momentos al que le estornude cerca de la cara. En esa historia tampoco me gustaría estar, me dije. Por eso busqué la forma de escapar. Eché mano a los recuerdos. Pensé en las aguas diáfanas de Aguas Calientes. La sentí espléndida como la última vez cuando se mecía musical mientras le miraba la luna. En esa sí, dije, pero el musicón de un vecino rompió la paz con otro tipo de virus: enarbolando con un volumen fuerte la triste voz de un tal Galeano metido en un pequeño motel. Cada quien busca la forma de abstraerse del coronavirus, pensé, y abrí los paisajes de España, de sol a sol, un libro de Alfonso Armada ilustrado con las fotografías de su esposa Corina Arranz: un diario de viaje por el que ahora voy dispuesto a perderme, para no perderme.