Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Alargado sol, cabeza y cola de monstruo gila. La tarde camina, cansina y drogada; anuncia colores antes imperceptibles. Mientras tanto, el hermoso y brutal lagarto del desierto echa bocanadas hirvientes de lengua partida. Le temen los albañiles que construyen el garaje mientras fríen huevos sobre una calamina tirada a la intemperie. Calle Meade, número 927.
Agitado cielorraso. El color le viene de la sangre de Anfisbena. Olvidé a Medusa en forma de máscara chowke, madre de las serpientes, en el fondo de cajón plástico… Zaire, ah, no podía ser menos, en donde George Foreman solloza su despedida y el Congo baila Muhammad Ali de La Habana a Kinshasha.
Iguana marina, verdigri versátil, se esconde entre los pliegues de máquinas del salón de cirugía. Nadie parece notarla y Charles Darwin murió. La fotografiaría Graciela Iturbide de estar aquí, o la cocinarían los pequeños oaxacos, asada a la leña con todo adentro. Sal gruesa, espárcela. Como luciérnagas de tierra corren y se detienen los diminutos cocineros llevando luces de mina atadas a sus chambergos. He estado allí y no he estado. Sé de los crucifijos verdes porque de ellos me ha contado Rosario Castellanos. He comido, no diré sin ningún asco, sus tamales transparentes. Lo que al medio llevan podría ser epazote, chile poblano o cola de axolotl. Oscuros como disciplina de demonio.
De pronto, cerca del pantano de la avenida Florida, en Denver, aparece detrás de mí la viscosa y oscura bestia salamandra. Miro por encima del hombro y van para la docena. Decido atraparlas, al menos una. Apenas me he dado vuelta ya no están, sus tiempos y espacios defieren de los nuestros. Hoy rememoro sendas por las que anduve tres décadas. Destrucción total; sin embargo, hay hitos que abandonó la historia hasta que apareciera el cronista. Quedan en la imaginación, muy marcados, pasos de diplodoco y parabas de frente roja. Lugares secretos.
Lidio con el texto, no se mantiene quieto, salta y echa presagiosos bramidos. Sol de las doce veintinueve. No salí a la puerta. Vitral engarzado en la entrada mayor. Tocan el timbre, has llegado.
La gente en la sala de emergencia conversa con felicidad. Maniatados por la red de oro y salud creen que el mundo les pertenece y pasan, tránsfugas, de este lado del espejo al otro. Por las noches lo que fueran muros para mí, se transforman en ejércitos de hormigas. El simple polvo que cae de las botas colectivas se asocia con partículas similares y crean espléndidos dioramas tejidos con ternura. Los destruyo para caer en cuenta inmediata que no existen, los ha forzado la mente afiebrada, miedo al silencio de los pies. Vivir sin doler.
Otro bicho de alargadas pezuñas ha devorado la mitad de mi texto. A su presencia huí, permitiendo que se borraran cosas de importancia baladí. Había un titán griego enfurecido tragando a Cioran patas arriba. Vi en la página de un amigo querido una foto de la familia Freud, a Lucian Freud, y traje al recordatorio aquel libro de Jean-François Steiner sobre Treblinka donde un oficial alemán juraba haber tirado por la chimenea de los campos a la mismísima hermana de Sigmund Freud.
El horror no viene de la alucinación. Cruzando en automóvil desiertos de Arizona, por donde buscaba Jim Morrison ilusión de ancestros indios. Polvareda de asesinatos. Placidez de muertos calentitos a manera de tamales chidos, festejo de escarabajos. This is the end, my friend. David Lynch con sus desarraigados: Bobby Peru un ejemplo, de la obra maestra del cineasta: Wild at Heart (1990). Cruzando polvo, crótalos cantores, pastores que venden hoy biblias de neón naranja de un pervertido facho, extrañamente amado por la izquierda latinoamericana. Bueno, sabemos quiénes son. Escribía Roque Dalton: “Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre porque se detendrá la muerte y reposo”.
Incomparable Laura Dern.
No dejen que se enfríen las balitas, chingados; frías duelen machín. Por la cuesta de Sayula va nutrido grupo de monstruos gila entonando la Marsellesa. Ausente el perfil de halcón del emperador franco. Sentado en sillón de burda madera, el general Murguía tuerce sogas. Dos enanas ahorcadas revolotean encima de un petate.
Tercera vez que digo que cruzo el desierto desde Sonora a Tamaulipas, de Nuevo Laredo a Ojinaga y Presidio. Colgado de un zarzal, dormido en una roca, descansa el monstruo, feroz pero calmo, contradicción perfecta. Tiene el gualda que cubría las vírgenes inventadas para el Nuevo Mundo, mantón con agujeros donde se asienta el marrón del terruño. No habla, no pronuncia palabra, es Juan Rulfo, meticuloso y callado.
Va atardeciendo. Entre el perro de enfrente que huele el aire exterior y yo hay camposanto de dolor e ira.
Oeste y Medio Oeste, lo tenía imaginado. Guerreros kiowa empujando cañones de fabricación germana para combatir a los yanquis. Oficial prusiano a cargo, obnubilado por la grandeza de los jinetes de la llanura. Los alemanes lo intentarían de nuevo ofreciendo a Pancho Villa su apoyo en armas y logística para atacar a los states en 1913. Rehusó el jefe de la División del Norte. Puta gloria ese país de mierda que amo. Un bandido de los de Villa, amarrado al caballo como Ruy Díaz de Vivar, al menos en su versión Hollywood, engaña a los de Pershing que van enloquecidos detrás de su monta, suponiendo que los llevaría hasta el refugio del caudillo herido. Tuvieron que irse. ¿Cómo decía el corrido entonces?
En nuestro México febrero 23
dejó Carranza pasar americanos
diez mil soldados
seiscientos aeroplanos
buscando a Villa por todo el país
Los indios yaquis, peleando del lado de Álvaro Obregón, cavan loberas y despanzurran caballos dorados. Los monstruos de Gila despiertan de su lóbrego sueño y mastican botones y ojos de los caídos, dejando serpientes y tortugas para luego. Merodeadores patean a los intrusos hasta que el monstruo se hace monstruo de veras y corta afilado la rugosa rodilla de una marauder anciana. ¡Ah, la guerra!
Vamos Roadhouse Blues. Arriba de un acantilado de arena han levantado un rancho. No hay otro alrededor. Choferes del fin del mundo nos han llamado y gente de azar también porque tuvimos suerte que la muerte pandémica no se cebara en nosotros, indisciplinados.
“Los días se atropellaban, se deshacían (…)” dice Ramón Mayrata en El imperio desierto. Este se me ha deshecho ya; se ha puesto nuboso, ventoso, horribiloso.
Debo encarar mis cien siguientes trancos sobre la tierra. Por la ventanita libre que utiliza el perro para salir al patio acabo de ver un fallecido de meados pantalones a rayas.
La pandilla de la cadena; the chain gang, Sam Cooke. Salud dice Frank Dávila, el buen ron se evapora en el cuenco de su mirada. Me da por escribir de cárceles ahora pero recibo llamada desde las dunas, del monstruo apacible a la mínima sombra del sahuaro y la pitaya, en donde el hambre lleva nombre de bestia y a la sed se la nombra mujer.
Los artesanos prefieren callar y volver al cincel de su madera. Bajo desde los pinares de Parker al llano. A la distancia contemplo al último monstruo de Gila y me preparo porque allí, en donde habitan demasiados, enfrentaré monstruos reales. Manirroto y maniatado.