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El fin del ciclo “Nacional popular” y el futuro de la democracia boliviana

Renzo Carlo Abruzzese A.

Contenido

Continuidad y ruptura
La alborada de la interpelación
De la izquierda romántica a la construcción de los discursos interpelatorios
Marxismo y nacionalismo revolucionario
La Revolución nacional y el Estado del 52
Los ciclos históricos
Ciclo y semiciclos de la Revolución nacional
Los semiciclos estatales
Caracterización de los semiciclos del Estado del 52
La disyuntiva actual 
El destino de la democracia boliviana
Bibliografía. 

El fin del ciclo “Nacional popular” y el futuro de la democracia boliviana

Renzo Carlo Abruzzese A.

La sensación de que una vez concluido el régimen de Evo Morales ha acabado un largo periodo de la historia parece ser generalizada en la sociedad boliviana. La abrupta salida del caudillo puso fin a un periodo de transformaciones que se percibían como tareas pendientes desde hacía mucho tiempo, de ahí que, si en algo hay consensos claros, es en que la inclusión de los sectores indígenas al poder real del Estado fue uno de los mayores aciertos del gobierno del MAS. Independientemente de las razones o de las condiciones en que esto se hubiera dado, la mayor parte de los bolivianos considera que ese fue un acierto cuyas dimensiones exceden los límites ideológicos. Se trataba de una necesidad impuesta por el signo de la modernidad capitalista.

Para propios y extraños, Bolivia había cambiado, ya no era la misma que conocimos en las últimas décadas. Lo que Álvaro García Linera llamó “indianización del Estado” se veía en todas las instancias de la sociedad boliviana, y la orientación indigenista aparecía en todos los rasgos y actos estatales. La aceptación o rechazo de esta transformación, sin embargo, se percibía como un acontecimiento que “se veía venir”. A nadie le llamó la atención que el gobierno tomara ese curso porque, a fin de cuentas, ese era el desenlace previsto de lo que se había iniciado con la Revolución nacional de 1952. Lo que en realidad sucedía era que el ciclo del Estado del 52, es decir, el complejo tramado de los factores sociales, económicos y políticos iniciados por ese proceso había llegado a su fin. Fue el MAS-IPSP y Evo Morales quienes cerraron el ciclo del nacionalismo revolucionario.

En este ensayo, intento de una manera extremadamente esquemática fundamentar la hipótesis de que los 14 años de gobierno masista –previos a la elección de Arce Catacora– cerraron el proceso de transformaciones que iniciara el MNR en 1952 y que, en virtud de ello, el desafío, tanto para el sistema político como para las nuevas organizaciones políticas, estriba en diseñar lo que el lenguaje técnico designa como “proyecto de Estado”, capaz de darle continuidad histórica a la sociedad boliviana y al Estado nacional. Permítaseme exponer algunos elementos en torno a esto.

Continuidad y ruptura

El advenimiento del Movimiento al Socialismo y el Instrumento por la Soberanía de los Pueblos (IPSP) marcó en Bolivia un punto de inflexión en el espectro político, caracterizado por un amplio proceso de inclusión y participación de los sectores indígenas que habían tenido hasta entonces una presencia formal en las estructuras de poder.

La victoria del MAS en 2006 deviene no solo como consecuencia natural de una crisis generalizada del sistema político de partidos, sino, sobre todo, como una crisis de representación de los diferentes sectores sociales en las estructuras del Estado y el ejercicio del poder político. Se trataba de un momento en que las poderosas fuerzas que había desencadenado la Revolución nacional de 1952 con el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) alcanzaban el punto máximo de sus posibilidades. El MAS no solo asume el proyecto político nacionalista, sino que, además, concluye el diseño estatal que el MNR había dejado inconcluso.

En el desarrollo histórico que daría curso al nacimiento de las fuerzas progresistas que intervienen en la construcción del Estado nacional es necesario identificar al menos tres momentos sustanciales.

La alborada de la interpelación

De 1864 a 1899 es el tiempo político en que vemos la formación de las primeras fuerzas interpelatorias con capacidad de efecto estatal. Sus mejores representantes están en Manuel Isidoro Belzu (1848-1855) y Andrés Ibáñez (1876-1877), cuyos discursos han sido catalogados como propios de un marxismo romántico de corte populista. Se trataba de una interpelación cuyo horizonte se inscribía en la necesidad de construir una nación menos injusta y más equitativa. Ambos caudillos dieron pie a una indeterminada cantidad de grupos de intelectuales y agitadores profesionales que, de forma aislada, instalaron en las narrativas de esa época una perspectiva de izquierda marxista difusa y hasta cierto punto clerical, pero, sobre todo, dinámicas políticas que hoy calificaríamos sin dificultad alguna como “ideas progresistas”.

Belzu, forzado por la misma situación que lo rodeaba, se aproximó a las clases populares, la “indiada” de los mercados, como se decía en aquellos tiempos. El hecho no solo denotaba la urgencia del presidente de contar con una base social que hiciera frente a la oligarquía mestiza que gobernó el país desde la fundación de la República, sino, además, al hombre letrado que había sido influenciado por las ideas europeas que para entonces ya habían llegado al país vía Buenos Aires y Santiago de Chile. Los postulados de Proudhon y Luis Blanc habían forjado en él, un socialismo romántico del más alto nivel.

No se trataba, sin embargo, de un “marxista” en el sentido en que comprendemos el término hoy en día. Al aceptar un socialismo que respetara la propiedad privada sobre los medios de producción y los preceptos religiosos del catolicismo, se alejaba, como sucedía en toda Europa con muchos grupos que hoy serían juzgados disidentes, del espíritu socialista clásico y ortodoxo que acompañaría a la izquierda nacional madura desde mediados del siglo XX. Las ideas de Belzu nacían de una sensible y perceptiva comprensión de lo injusto que representaba una nación que explota inmisericordemente a la mayoría de su población por el solo hecho de ser indígena y no participar de la cultura occidental europea. El calificativo de “plebeyo” que la oligarquía utilizó para denigrarlo, con cierto halo de arrogancia nobiliaria, no reflejaba el sentido de su presencia histórica. Era, si cabe el término, un socialista nativo de madre chola e infancia empobrecida que respondía a las pulsiones de una sociedad racista y segregante, de la que era y no era parte. Gestaba como un hábil y valiente militar y político, pero era además el Tata Belzu, y los campesinos, dice Alfredo Ayala (1976), sentían fanatismo por el Tata, admiración y respeto.

La historia lo ha catalogado como el primer “populista” boliviano y quizá esta catalogación no sea la más adecuada, particularmente a la luz de las modernas definiciones de populismo. En todo caso, fue un político de izquierda. En esta perspectiva, Belzu instaló en la historia nacional las nociones básicas de la izquierda nativa y despertó en la población empobrecida, indígena y urbana, la certeza de que la condición de dominación podía alterarse gracias a la participación política, aun y a pesar del poder minero, de la raza y de la estirpe.

El impulso de este fenómeno, sin embargo, puede marcarse como el primer momento fallido en la historia de la izquierda nacional. Un impulso que, a pesar de la enorme carga de realidad que contenía, no encuentra los mecanismos históricos para su consumación.

El correlato histórico de Belzu, y bajo una perspectiva diferente, lo da Andrés Ibáñez, con seguridad el antecedente más fidedigno en el despliegue de una concepción socialista utópica de la sociedad boliviana. Guillermo Lora, a quien le debemos la mejor historia del movimiento obrero y popular de Bolivia, no duda, pese a su proverbial ortodoxia marxista, en asegurar que el movimiento de los igualitarios de Ibáñez debe considerarse “como uno de los más importantes de la historia social del siglo XIX y constituye, indiscutiblemente, el antecedente directo del socialismo boliviano” (Lora, s.f.).

Bajo la consigna de “todos somos iguales”, Ibáñez despliega un movimiento orientado a la reducción de las grandes diferencias sociales de la época. La abolición de la servidumbre gratuita, que enarbolaba como principio igualitario, expresaba una lectura diametralmente diferente a cualquier interpretación ideológica de la época, e instauraba el postulado que orientaría en gran medida el discurso progresista de izquierda a lo largo de toda la historia que culminaría con la reforma agraria. Enemigo de abolir la propiedad privada y ferviente creyente religioso, el socialismo que profesa, al igual que Belzu, pero de una forma mucho más estructurada, deviene en la antesala de las formulaciones políticas más avanzadas de la época. El “Acta del pueblo”, un documento que sentaría las bases de cualquier intento futuro por transformar el sistema gamonal de dominación productiva cruceña, constituye el referente primario de la izquierda nacional. Utópico y “de campanario”, es sin duda el primer documento de la izquierda marxista nacional.  

El socialismo de Ibáñez se enfrenta, sin embargo, a una limitación estructural definida por la difusa figura de la propiedad privada de la tierra. Los pobladores gozaban del privilegio de ser “comunes a todos los terrenos” (Molina, 2012), como una especie de socialización natural de la tierra, fuente de todas las discriminaciones posibles. A partir de esta peculiaridad, las grandes batallas estaban definidas no por la propiedad de los medios de producción, sino, más bien, por la forma en que esta había organizado un amplio y despótico sistema de segregación y explotación, resumido en el concepto de “peón”.

Mientras en Belzu las nociones “comunistas” (como se dio en llamarlas junto a su líder, Belzu) tenían que ver con la participación política de la “indiada y el cholaje”, para equilibrar la correlación de fuerzas partidarias y las tensiones de clase en un nuevo horizonte que planteaba la necesidad de mayor justicia, menos discriminación y una eventual mejor distribución de los excedentes, en Ibáñez el socialismo es una dimensión ético-política por encima de la propiedad y fuertemente afincada en la fe religiosa. No se trataba de un conflicto de clases, sino de una reivindicación fuertemente asentada en los criterios humanistas y la necesidad de ajustar la vida de la región a parámetros más equitativos. De ahí que sus aspiraciones solo fueran posibles en los marcos de la federalización nacional, postulado que le costaría la vida.

 Un segundo momento cubre el periodo de 1899 a 1936, cuyo producto político se expresa en la Convención de 1938. Fueron las contradicciones nacidas al interior del liberalismo conservador las que llevaron al poder a Pando, Montes o Salamanca, hombres cuya visión de la democracia y la libertad solo daba la talla de sus intereses privados. El sistema de representación social y política y el ejercicio efectivo del poder quedaron resumidos en un reducido número de mineros y terratenientes que hicieron del país una hacienda, o una mina a disposición del patrón. La vigencia política de la oligarquía minero-feudal –empero– colapsó en la Guerra del Chaco (1932-1936). El conflicto bélico no solo desentrañó la naturaleza colonial del régimen liberal, sino que constituyó el punto de inflexión del que nacieron los dos proyectos políticos que dominarían el siglo XX: el nacionalismo revolucionario y el marxismo en todas sus versiones. Figuras de la talla de Germán Busch[1] (1903-1939) o Gualberto Villarroel (1908-1946)[2] configuran el conjunto de fuerzas políticas que construirían los postulados ideológicos posteriores.

La crisis del sistema político que había construido en veinte años el régimen liberal desemboca en la Asamblea Constituyente de 1938. La Constitución Política nacida de esa Asamblea cambiaría los parámetros y el diseño republicano que se había heredado desde la fundación del país, y daría curso a la construcción de un nuevo sistema político y de partidos cuyo influjo viabiliza la formación de todos los partidos que participarían en calidad de interlocutores válidos hasta la elección de Evo Morales con el MAS-IPSP en 2006.

La nueva configuración del campo político producto de la Guerra del Chaco y el influjo de figuras de la talla de Germán Busch y Gualberto Villarroel generaron el tercer momento en el desarrollo que culminaría en el Estado del 52.

Este tercer momento se caracteriza por la construcción de un sistema político de fuerte contenido ideológico, una estructuración moderna de las fuerzas políticas y una clara diferenciación ideológica entre las fuerzas de izquierda marxista y las nacionalistas. Nacionalistas y marxistas entrarán a la historia con identidades diferenciables, y aunque plantean un buen número de reformas similares, si no idénticas y ya planteadas a principios del siglo XX, los proyectos estatales que los animan son diferentes y en algunos casos antagónicos.

De la izquierda romántica a la construcción de los discursos interpelatorios

El periodo comprendido entre la post Guerra del Chaco y 1952 inicia en Bolivia el desarrollo de las ideologías de izquierda y nacionalistas. Las fuerzas progresistas en todas sus versiones coparían el campo político al punto de bloquear toda posibilidad real al Estado oligárquico en 1952. Las contradicciones entre un pensamiento progresista y la concepción colonial de la oligarquía minero-feudal alcanzaron, después del Chaco, un punto de no retorno. El sistema político que había nacido en la postguerra y el sistema de partidos al que dio origen serían los interlocutores históricos hasta los comienzos del siglo XXI, empero, el punto de inflexión de todo el proceso está, sin duda, afincado irreversiblemente en la sublevación popular de 1952.

Superadas las experiencias utópicas o románticas del socialismo del siglo XIX con Belzu e Ibáñez, a partir de la primera experiencia organizativa de la izquierda de cuño marxista en 1914 con el Partido Socialista y su concreción más orgánica, el Partido Socialista Máximo de Tristán Marof y otros intelectuales en 1924, el derrotero de la izquierda –que después de la guerra formaría organizaciones de masas con un creciente poder político, como el POR en 1934, el PIR en 1940 y el PC en 1950[3]– diseña en la historia de su pensamiento en Bolivia un sinuoso recorrido en que la posibilidad de concretar un movimiento obrero capaz de ejecutar la revolución a la usanza soviética o China es solo un espejismo que por momentos parece transformarse en una realidad imposible. Ni el desarrollo de las fuerzas productivas ni la conciencia de clase hicieron posible que los obreros bolivianos se hicieran del poder y transformaran el país. Como veremos más adelante, su recorrido antes de la construcción política del Estado del 52 y durante la misma fue, sin duda, errático y concluyó en un acto fallido.

Marxismo y nacionalismo revolucionario

Como mencionamos antes, el gobierno de Germán Busch y el de Gualberto Villarroel marcaron el punto de bifurcación en el que las fuerzas progresistas se diferencian ideológica y estratégicamente. El nacionalismo revolucionario emerge como una variante de los planteamientos de izquierda nacional, y comprende que la perspectiva histórica correcta para el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y el desarrollo de las clases sociales pasa por una aplicación del materialismo histórico como método revolucionario, que no necesariamente instalaría el socialismo como modelo societal. Bedregal sostendría que el socialismo era la fase superior del nacionalismo revolucionario (Bedregal, 1985)

La izquierda clásica y ortodoxa consideraba que el proyecto de Estado del MNR representaba una victoria pequeñoburguesa, y en consecuencia, su paso por el poder constituía la etapa de transición hacia la revolución proletaria. El MNR creía que las urgentes transformaciones que demandaba la sociedad nacional eran en realidad el inicio de un proceso constructivo que, indefectiblemente, culminaría en un socialismo cuyos contenidos se ajustarían mejor a las características de la sociedad boliviana, en el marco de un capitalismo dependiente y monoproductor en el que la única posibilidad viable de lograr avanzar en la historia comportaba una alianza de clases. La certeza de que las grandes transformaciones dependían de una aceleración de la lucha de clases y de lograr que el proletariado asumiera el rol histórico que le había asignado la teoría marxista marca la diferencia entre el nacionalismo revolucionario y el marxismo leninismo de esa época. Las masas, para el MNR, actuaban en la perspectiva de consolidar el Estado nacional y construir una identidad nacional, antes que cualquier otro objetivo histórico. Esas mismas masas, para la izquierda marxista, serían el puente histórico que, realizadas las tareas propias de una transición pequeñoburguesa, permitirían la plena ejecución de una revolución de corte socialista. La historia se encargó de probar, sin embargo, que las expectativas del pueblo anidaban en un modelo político y un proyecto estatal que, bajo las condiciones de un capitalismo dependiente, lograra una ampliación de la representación y la participación política y social antes que una socialización de estructuras económicas y políticas. Los partidos de izquierda, aferrados a la ortodoxa doctrina soviética, diseñaron sistemáticamente su propio fracaso.

La Revolución nacional y el Estado del 52

La mayoría de las medidas que transformaron Bolivia a partir de 1952 se elaboraron desde principios del siglo XX. Las primeras organizaciones de izquierda propiamente marxista, ya sea desde una perspectiva utópica o desde una visión radical y afincada en el análisis objetivo de la realidad nacional, formularon la necesidad de la reforma agraria, la nacionalización de las minas, la eliminación del super-Estado minero y la puesta en marcha de un proceso de transformación con un fuerte componente popular y campesino. El MNR sintetiza las expectativas de la sociedad en el amplio espectro de sus clases sociales sin exclusión. Mientras la izquierda marxista sostenía que solo el proletariado sería capaz de liberar las fuerzas sociales y conquistar la añorada independencia y progreso en todas sus esferas, el MNR sostenía que solo una alianza nacional basada en una perspectiva popular lograría ese objetivo.

Con absoluta certeza podríamos aseverar, ex post, que si la izquierda marxista hubiera tomado el poder en 1952, habría implementado las mismas medidas que desplegó el MNR, no solo porque se trataba de un conjunto de demandas sociales, económicas y políticas insoslayables y propias de una nación en el concierto del siglo XX, sino porque, además, esa era la única forma de cambiar el curso de la historia y todos los partidos de vanguardia reconocieron en estas demandas el mecanismo de modernizar Bolivia e incorporarla en el espacio de la modernidad capitalista. Se trataba de un momento en que se definía la naturaleza del Estado y la sociedad y, en consecuencia, de un proyecto de Estado y de sociedad divergente al que los liberales habían impuesto desde la Revolución liberal de 1899. De ahí que con la Revolución nacional se cierra el ciclo liberal y se abre uno nuevo: el Estado del 52.

No se trataba de un momento más en la sucesión caótica de mandatarios, caudillos, dictadores u oligarcas convencidos de que las posibilidades de la nación pasaban por sus intereses privados, se trataba de un momento en que la voluntad popular sustituía la voluntad personal, y con ello, la historia la definía el pueblo y no el caudillo.

La Revolución nacional y el Estado del 52 son, de alguna manera, el momento en que todos los resabios de la dominación colonial que la República soslayó en beneficio de sus protagonistas de última hora se eliminaron de forma definitiva. Un momento fundacional en que la nación se encuentra a sí misma más allá de cualquier elemento circunstancial, apetitos personales o de grupo. El MNR tomaría conciencia de la profundidad del hecho histórico años después de que ejecutara el conjunto de medidas revolucionarias que marcaron su paso por el poder. De alguna manera, la historia, por primera vez desde la fundación de la República, estaba por encima de sus actores, más allá de las voluntades personales y los intereses partidarios. La Revolución nacional y la fundación del Estado del 52 fue, ante todo, el advenimiento de una historia que la propia historia de los grupos de vanguardia intuía sin ponderar objetivamente la dimensión del cambio. La magnitud fue de tales dimensiones que, por momentos, ni el MNR estaba a la altura del proceso. La izquierda había comprendido entonces que los derroteros basados en la lucha de clases la habían llevado allí donde nada podía hacer: el escenario del fracaso.

Casi de inmediato, el conjunto de las fuerzas sociales y políticas percibieron con claridad que el proceso iniciado en abril del 52 era irreversible, no tanto por la profundidad y radicalidad de las medidas adoptadas, sino por la consistencia con el curso de la historia de la modernidad capitalista. No era, en consecuencia, un momento en el devenir de los acontecimientos, sino el inicio de un hecho epocal irreversible. El Estado del 52 es en este sentido el producto del desarrollo global de las fuerzas productivas del capitalismo victorioso instalado en plenitud en casi todo el mundo occidental.

Los ciclos históricos

Un análisis más o menos exhaustivo de la historia contemporánea de Bolivia, es decir, de 1899 a la actualidad, nos permite identificar dos momentos que contienen un proyecto de Estado y en consecuencia organizan el conjunto del aparato político y administrativo en función de una visión y una narrativa históricamente determinadas. El primero es, sin duda, el momento que abrió la Revolución federal de 1899 de la mano de los liberales de Eliodoro Camacho, que concluye propiamente con la derrota del Chaco, quizá más propiamente con el derrocamiento de Daniel Salamanca en un movimiento militar y político que pasó a la historia como el Corralito de Villamontes (27 de noviembre de 1934), y cronológicamente con la Revolución nacional del 9 de abril de 1952.

El segundo proyecto estatal se inicia con la toma del poder por el MNR en abril del 52 y concluye con la renuncia de Evo Morales en noviembre de 2019. El objeto de este ensayo es analizar el segundo ciclo, 1952-2019, al que denominamos el ciclo de la Revolución nacional. Del primero (el ciclo liberal) podrán encontrarse análisis más detenidos en una amplia bibliografía histórica, particularmente en aquella que aborda el proceso que dio origen al MNR y la larga historia en su avance al poder.

Ciclo y semiciclos de la Revolución nacional

Metodológicamente consideramos que el periodo comprendido entre 1952 y 2019 constituye una sola unidad de análisis histórico definida por el contenido estatal y la naturaleza de los preceptos ideológicos que pone en circulación. Los contenidos ideológicos hacen referencia a las unidades que permiten organizar el accionar del Estado y diseñar, en consecuencia, un “modelo” societal diferenciable tanto de los precedentes como de los que le seguirán.

Fuente: Elaboración propia

Como todos sabemos, el espacio que cubre históricamente el nacionalismo revolucionario es producto de un largo proceso que se inicia a principios del siglo XX, el momento en que las primeras ideas de corte marxista dieron paso a los discursos interpelatorios que ya entonces cuestionaban el accionar de la oligarquía minero-feudal.

Ya mencionamos que todos los grupos de intelectuales y algunos trabajadores de principios de siglo plantearon las reformas que luego, tanto la izquierda marxista formalizada a través de partidos como las fracciones que se identificaron después como propiamente nacionalistas, despliegan desde la Guerra del Chaco en adelante. Un discurso interpelatorio cuyas diferencias finales estaban marcadas en torno a los elementos centrales que postulaba la izquierda internacional. La diferencia de fondo entre las fuerzas de izquierda y las nacionalistas afincaba en el reconocimiento de la propiedad privada y ciertos aspectos relacionados al estatus religioso en la sociedad nacional, a lo que se sumaba la extracción social de quienes llevarían adelante el proceso de transformación. En torno a estos criterios la percepción ciudadana definió la línea ideológica que consideraba más apropiada.

La izquierda clásica[4] desarrolla desde aproximadamente la década de los 40 una visión centrada en la lucha de clases. La resolución de los problemas que afrontaba la nación en poder del super-Estado minero solo era posible mediante la sublevación popular bajo el mando obrero y en alianza con el campesinado, que para entonces era una abrumadora mayoría nacional. Toda la estrategia revolucionaria quedaba subsumida a un esquema clasista que aconsejaba cooptar la población indígena y campesina en favor de las luchas obreras. A la izquierda clásica le resultó imposible imaginar que la verdadera fuerza de transformación nacional radicaba en el enorme contingente indígena de la nación. 

Las fuerzas nacionalistas, por su parte, comprendieron que las posibilidades reales de trastocar el orden instituido por el régimen liberal solo podían llevarse a cabo rescatando el poder social del campesinado. El triunfo del MNR radicó en desprenderse del concepto de lucha de clases y sustituirlo por el de alianza de clases.

El espectro, tanto ideológico como estratégico, se alteró de forma sustancial en el momento en que el proyecto nacionalista se erigía como un constructo común del que participaban obreros, clases medias, campesinos, pequeñoburgueses y todas las clases que precariamente habían tomado cuerpo a lo largo del siglo XX. Si bien la alianza de clases constituía un puente en que las “fuerzas vivas de la nación” encontraron un espacio político y un escenario fértil y de largo alcance, en poco tiempo, sin embargo, emergerían profundas contradicciones propias de la naturaleza de las transformaciones que ejecutaban y de la composición social de la alianza que los llevó al poder; contradicciones que se expresarían como semiciclos al interior del campo político nacionalista revolucionario.

Cuando el MNR toma el poder en 1952, Bolivia mostraba una estructura social débil y un andamiaje político en construcción. La derrota del Chaco liberó todas las fuerzas que desde la fundación de la República se habían mantenido secuestradas por una oligarquía secante. La movilización militar que exigió la guerra develó una nación en la que las fuerzas de la exclusión y el racismo, y las brechas culturales que cobijaban, habían construido una ensoñación, un corpus que carecía de una sociedad civil en el sentido gramsciano del término. La Revolución nacional fue sin duda el momento en que se constituye la sociedad civil boliviana con identidad y autonomía de gestión, y en consecuencia, las clases sociales, aquellas que, por su carácter mestizo y urbano, tanto como las que pertenecían al mundo rural, perciben por primera vez que la historia tiene algún sentido y un futuro capaz de ser construido. El Estado del 52 deviene, en este sentido, como una solución de continuidad histórica ante el colapso del modelo liberal.

 Desde esta perspectiva, más allá de las medidas revolucionarias que el MNR ejecutó, medidas que, además, hacían parte de un viejo proyecto transformador cultivado por la naciente izquierda a principios de siglo, el Estado del 52 es el punto de inflexión estatal que reformula la estructura de poder, las formas de representación social, la base económica y el sentido de la política nacional moderna. Es en este sentido que debe comprenderse el concepto de “ciclo estatal”.

Los semiciclos estatales

El MNR llega al poder a través de dos elementos sustantivos: una perspectiva ideológica nacionalista y una alianza de clases. De la visión nacionalista hacen parte todas las fuerzas políticas que se habían desarrollado a partir de la postguerra, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. La naturaleza policlasista, en cambio, es un atributo específico del nacionalismo planteado en los términos en que lo hizo el MNR. A diferencia de las fuerzas de izquierda marxista, la certidumbre de que solo una amplia alianza movilizaría a todas las clases sociales –incluido el proletariado– marcó la diferencia y el éxito del nacionalismo frente a lo que genéricamente podríamos llamar el socialismo. Sin embargo, hacerse del poder con el conjunto de la estructura de clases suponía que al interior del Estado actuarían todas las fuerzas sociales desencadenadas por el conflicto bélico y los acontecimientos políticos que le sucedieron[5]. En otras palabras, el Estado del 52 contiene todas las formas políticas posibles en una sociedad capitalista, subdesarrollada, monoproductora y dependiente.

En términos generales y desde una perspectiva sociológica, en los 67 años que cubre el ciclo nacionalista revolucionario, de 1952 a 2019, todas las contradicciones ideológicas y todos los intereses de clase que se habían desencadenado desde 1936 emergen bajo el signo del Estado del 52. De hecho, ninguna expresión política pudo haberse ejecutado al margen del espacio estatal nacionalista que fundó el MNR, no solo porque se trataba de un régimen diferente, sino, ante todo, porque se trataba de una historia diferente. El campo político tenía ahora otros interlocutores, otros sujetos históricos portadores de una visión estatal que nada tenía en común con el ciclo liberal que enterró la Guerra del Chaco; sus actores habían nacido de las entrañas de la izquierda, tanto romántica del siglo XIX como de aquella que fue el producto tácito de la derrota del Chaco.

Caracterización de los semiciclos del Estado del 52

El concepto de ‘semiciclo’ refiere a las fuerzas divergentes que se movilizan al interior del Estado del 52. No se trata de expresiones cuya dinámica escapa al sentido de espacio estatal creado a través de la Revolución, sino de expresiones internas producto de las contradicciones que el nuevo proyecto estatal y el modelo societal que implica generan en la construcción del Estado del 52. Estas contradicciones internas se expresan como semiciclos.

Las expresiones políticas de estas contradicciones las hemos designado bajo los términos: semiciclo revolucionario, semiciclo militar, semiciclo democrático y semiciclo etnocéntrico. La matriz que se muestra líneas abajo da cuenta de su estructura y la lógica de su elaboración teórica.

El semiciclo revolucionario se caracteriza o, más bien, contiene el conjunto de transformaciones estructurales que configuraron al nuevo Estado. La reforma agraria, el voto universal, la nacionalización de las minas y la reforma educativa forman el corpus central de las medidas revolucionarias. Sus consecuencias pasan por la creación de nuevos sujetos históricos, nuevas formas y mecanismos de representación social y la transferencia, en calidad de contenidos estatales, de un principio de participación popular formal.

Enfrentado a las fuerzas conservadoras y los intentos de restauración de la oligarquía minero-feudal, el producto dialéctico de las fuerzas en conflicto derivaría, en 1964, en un golpe militar que llevó al poder a René Barrientos Ortuño, con quien, tanto por condiciones internas como por efecto de la Guerra Fría y el influjo imperial de los Estados Unidos particularmente, se iniciaría el semiciclo militar caracterizado, en términos generales, por una drástica reducción de las libertades civiles y políticas. El conjunto de gobiernos militares que componen este semiciclo, empero, no logra alterar el curso de las transformaciones realizadas en el periodo revolucionario. Todas sus acciones están fuertemente afincadas en el nuevo proyecto estatal.

Fuente: Elaboración propia

Se trataba de una expresión de las contradicciones más que de una forma estatal diferente. Hicieran lo que hicieran, les era imposible alterar el espacio estatal del nacionalismo revolucionario. Independientemente de los criterios que se esgrimieran, ninguna de las transformaciones que sirven de sustento estructural al Estado del 52 podían alterarse en términos que no fueran nacionalistas. En realidad, el semiciclo militar combate las consecuencias de orden ideológico que se habían desatado en el interior del proceso revolucionario, entre las que resaltan las posiciones radicales que la izquierda marxista consideró propicias para transformar el proceso “pequeñoburgués” en una revolución proletaria. La izquierda sostenía –al mejor estilo leninista– que se trataba de una etapa en el desarrollo de la revolución socialista; etapa de las transformaciones pequeñoburguesas que antecedían el alzamiento final de la clase obrera.

El semiciclo militar quedó preso de estas visiones en la medida en que era imposible transformar el proyecto societal y político del nacionalismo triunfante. La dinámica de esta contradicción expresa de una forma más o menos clara una combinación de factores internos centrados en torno a la naturaleza del Estado y sus contenidos populares, y las tensiones globales centradas en la pugna entre potencias occidentales y la Unión Soviética. Esta combinación se expresó tanto en Bolivia como en otros países de la región y el mundo con la emergencia de una modalidad fascista, cuyos exponentes regionales los encontramos en Chile con Pinochet, en la Argentina con Vilela y en Bolivia con Hugo Banzer Suárez, en su primer gobierno. En todos los casos, el calificativo de fascistas resultaba política y académicamente apropiado.

La derrota de las dictaduras militares en 1982 por parte de la Unidad Democrática y Popular (UDP), una alianza de todas las fuerzas políticas más allá de su filiación ideológica, marcaría el momento culminante en el desarrollo de la izquierda clásica. La reconquista y el restablecimiento de la democracia (siempre denostada por la izquierda ortodoxa) fue el elemento cohesionador de la resistencia que logró cerrar el ciclo fascista. Nunca más la izquierda podría alcanzar un nivel hegemónico que significara algún efecto estatal, y por tanto, en adelante, se vería obligada a actuar como un interlocutor más simbólico que real.

Dos momentos anteceden al declive ideológico de las fuerzas de izquierda marxista: la guerrilla del Che Guevara (1966-1967) y la Asamblea Popular (febrero-agosto de 1971).

La derrota del Che pone en evidencia la imposibilidad histórica de la izquierda boliviana. No se trata de si las élites del Partido Comunista (PC) se sumergen en una espiral de intereses particulares o si estos están cooptados por las fuerzas imperiales, o si las condiciones de una guerra revolucionaria están vetadas por las fuerzas fascistas en el poder; se trata de que las condiciones históricas que habían marcado el desarrollo del Estado del 52 bloqueaban cualquier intento que no engranara con el diseño estatal y el modelo societal que el MNR había impuesto al momento de fundar este Estado. Había una condición histórica de fondo: Bolivia estaba marcada por una visión nacionalista de corte democrático burgués a la que el internacionalismo proletario, la dictadura de la clase obrera o cualquiera de los preceptos revolucionarios en boga durante ese periodo eran ajenos, diferentes de los contenidos estatales que instaló la Revolución nacional.

La imposibilidad estructural que vetó el éxito del Che en Bolivia se hizo patente cuando la Asamblea Popular se transformó en el epicentro de intereses de grupo, de partido y personales que la condenaron a ser, por encima de todo, el epicentro de discusiones doctrinales muy lejos de la praxis revolucionaria que, se suponía, debía haber desplegado. La Asamblea declara que el poder obrero había “enterrado el nacionalismo” (Sandoval, 1979)  con él todas las fuerzas de la burguesía y la pequeña burguesía que, en su lectura, se hicieron del poder para usufructo propio en 1952. La poderosa Asamblea Popular, un órgano paralelo al gobierno de Juan José Torres, quedó encapsulada en una sucesión infinita de deliberaciones teóricas que pusieron de manifiesto que a la clase obrera boliviana le faltaban años luz para doblegar las fuerzas que había desatado el nacionalismo del MNR. Con el golpe de Estado de Hugo Banzer Suárez, el mayor exponente del semiciclo militar, la izquierda boliviana desaparece como un interlocutor histórico capaz de doblegar la historia y sobrevivirá, incluso en el gobierno del MAS, como un apéndice oportunista incapaz de imponer un proyecto estatal con la fuerza suficiente para alterar el espacio político del nacionalismo revolucionario.

En este escenario, aunque el discurso militar se enfrentaba a la izquierda marxista en todas sus versiones, se trataba en realidad de neutralizar, bajo el poder militar, las fuerzas extremas que se movían al interior del Estado del 52, del que, además, hacían parte los obreros organizados en la Central Obrera Boliviana que terminó rápidamente en manos del Partido Comunista de Bolivia (PCB). La dialéctica de estos enfrentamientos concluyó instalando en la subjetividad social la necesidad de democratizar el proceso. La democracia se presentaba entonces como la fórmula mágica que enderezaría los vericuetos del semiciclo revolucionario y del semiciclo militar. La solución, empero, no ponía en cuestión la Revolución nacional, sino, más bien, se presentaba como un mecanismo político destinado a cualificarla. La posibilidad de alterar el curso de la Revolución, para entonces, solo podía presentarse como una aventura reaccionaria sin ninguna posibilidad real.

La democracia se presenta, así, como el momento en que el Estado del 52 debe cualificar sus mecanismos con la superación de las contradicciones internas. En otras palabras, el semiciclo democrático deviene en la síntesis de la contradicción entre las fuerzas revolucionarias y las fascistas al interior del proyecto estatal del MNR.

La democracia se instala luego de 18 años de sistemática y sangrienta resistencia civil en la que participan todas las fuerzas políticas y los sectores y clases sociales de la nación. Se trataba de un impulso en bloque que ponía en movimiento una nueva sociedad civil, la sociedad civil que había construido la Revolución nacional. El fundamento en que se apoyó, en su integridad, la lucha por la democracia puso en el tapete un serio análisis y cuestionamientos de fondo no solo sobre las transgresiones del periodo militar, sino sobre todas las que se habían experimentado a lo largo de la historia actualizada de la nación, es decir, de la historia que se inició en 1952. Se presenta entonces como la superación cualitativa de la historia reciente y, por derivación, de la historia nacional en su conjunto.

La democracia iniciada en 1982 constituye el punto culminante de la construcción del Estado del 52. Podría contraponerse a esta idea la naturaleza populista del periodo 1952-1956, en que las connotaciones del régimen son propiamente de este corte; sin embargo, el populismo es, en última instancia, una expresión más del nacionalismo. Teóricamente se trata de la expresión radical del nacionalismo.

El curso que de forma natural va adoptando el proceso concluye con el segundo gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (2002-2003), catalogado, con justa razón, como neoliberal, es decir, como la expresión radical del desarrollo del capitalismo. En el fondo, lo que Víctor Paz Estenssoro haría en su último gobierno (1985-1989), inaugurando el modelo neoliberal a través del célebre DS 21060, marca el punto más alto en la construcción del proceso revolucionario iniciado en 1952.

Cuando la izquierda acusaba al MNR de ser un gobierno de la pequeña burguesía, no estaba errado, así era. Y si las connotaciones populistas y antiimperialistas que caracterizaron sus primeros tiempos parecieran desdecir esta certeza, es simplemente porque todas las revoluciones se nos presentan como un momento en que se desatan todas las fuerzas del Estado en la búsqueda del derrotero y el objetivo final, que, para el MNR, fue de principio a fin crear una nación capitalista, liberal, con identidad propia y con capacidades de incorporarse en el concierto global de la mejor manera posible.

Como mencionamos antes, la democracia se recupera gracias a una amplia alianza de partidos y clases sociales, en las que participan prácticamente todas las versiones ideológicas que se habían gestado desde 1936. En la Unidad Democrática y Popular (UDP)[6] están presentes desde la izquierda marxista radical hasta las visiones de derecha vigentes en la época, a todas las une un solo objetivo histórico: instalar la democracia como única opción hacia el futuro. La democracia es, para entonces, la forma estatal que realizaba las expectativas de todos, incluidos los campesinos, cuya participación en la reconquista democrática fue definitoria.

La democracia es el resultado de la Revolución nacional. Contiene todas las fuerzas de la nación y se desarrolla a través de la acción política de todas esas fuerzas. De entre todas, se destacan las fuerzas indígenas, que habían alcanzado con el voto popular la ciudadanización y con la Ley de Participación Popular (1994) las condiciones propicias e históricamente anheladas que viabilizan la democratización del poder comunal de naturaleza campesina y originaria. Por paradójico que parezca, el momento neoliberal del Estado del 52 es el momento culminante de la liberación campesina. La participación y la representación política, social y cultural del campesino, sin embargo, permanecían aún bajo la égida de un poder en que su presencia resultaba más formal que real. Era, en todo caso, cuestión de tiempo.

En 2006 Evo Morales, a la cabeza del MAS-IPSP, gana abrumadoramente las elecciones generales. Su elección está respaldada por el voto campesino y el de las clases medias urbanas cuya decepción del sistema de partidos y las frustraciones de la democracia formal la habían desplazado a una fracción que, sin pertenecer a la izquierda clásica, abría la posibilidad de construir una democracia más inclusiva.

En el desarrollo histórico que hace posible el ascenso de Morales, se expresa en realidad un complejo proceso que se habría iniciado a principios del siglo XX, y que progresivamente cristaliza en las posiciones indigenistas e indianistas que, a su manera, cuestionan el desarrollo de la Revolución nacional del 52. A pesar de esto, el escenario histórico de la Revolución nacional fue, sin la menor duda, el campo político que luego capitalizaría al MAS-IPSP a favor de Evo Morales. La izquierda había intentado penetrar ideológicamente de variadas formas el sector campesino. Todos sus intentos se frustraron frente a una poderosa racionalización teórica sobre el desarrollo histórico indígena y la certeza de que más allá de cualquier ideología, de derecha o de izquierda, en el fondo se trataba de un dilema inscrito en la identidad de la nación. El resultado fue que nunca dejaron de ser nacionalistas y nunca aceptaron los postulados socialistas.

Bajo la misma lógica democrática y liberal de 1938, fue la Asamblea Constituyente de 2006 la que definiría la naturaleza del Estado que debía cerrar el ciclo del nacionalismo revolucionario. La posibilidad de proyectar una “nación cívica” o una “nación étnica” se instala como el epicentro del proyecto político del MAS-IPSP en la Constituyente. Mientras las concepciones cívicas se asientan en el concepto de ciudadano nacido de la Revolución francesa, la étnica lo hace a partir de los contenidos ancestrales que habrían marcado la existencia de la teocracia incásica.

El nacionalismo se había posicionado como la estructura ideológica capaz de armonizar ambas perspectivas en el horizonte de la modernidad, pero, sobre todo, en los límites de la representación social y la construcción de un mestizaje homogenizante. Como acertadamente sostiene Javier Sanjinés, “[e]l nacionalismo Revolucionario fue el proyecto más cercano a la construcción de una cultura nacional” (2009) estructurada desde una perspectiva mestiza que, al menos, mitigaba las tensiones entre una visión cívica y otra étnica en permanente conflicto. De alguna manera, sin embargo, el nacionalismo obviaba el problema de las identidades, y este fue, de principio a fin, el núcleo que definiría cualquier proyecto estatal y el origen de su deterioro.

En la Asamblea Constituyente se discute el “modelo” estatal capaz de representar a la nueva Bolivia. Las discusiones giran en torno a la posibilidad de fundar una nueva república de contenidos mayoritariamente indígenas, empero, no se trata de crear un espacio diferente al existente, sino, más bien, de transformarlo desde la perspectiva de las etnias y los contenidos ancestrales y de raza. Es decir, todos los movimientos permanecerán dentro el ciclo estatal del 52 que, desde la reforma agraria, ya había instalado en el espacio político nacional un nuevo interlocutor indígena, entonces, de lo que se trata es de cerrar el espectro de sus transformaciones radicalizando el proyecto estatal del nacionalismo revolucionario en una estructura originario-campesina.

El sentido y el espíritu de la inclusión étnica estaba presente en el espectro político-ideológico de Bolivia, incluso mucho antes de la formación del MNR. Sin embargo, fue este movimiento político el que logró incorporar en el Estado la noción de una estructura de poder y representación inclusiva, y aunque su accionar en este sentido se detuvo en la forma y no avanzó en la práctica, sino de una manera muy precaria, hacía parte de concepciones estatales que guiaban la Revolución. No era, en consecuencia, una problemática externa al Estado del 52, al contrario, estaba en el núcleo del proyecto estatal del MNR.

La fundación del Estado Plurinacional obedecía, en este sentido, a la urgencia de encontrar el cierre del Estado del 52. No iniciaba un ciclo diferente, sino que abordaba desde una narrativa indígena el mecanismo que resolvería las contradicciones de orden cívico y étnico al interior del Estado del 52. La plurinacionalidad no era una invención del MAS-IPSP, era el problema que debía resolverse en los marcos de un Estado que había planteado ya desde el 52 la necesidad de encontrar una solución histórica final, capaz de fusionar la diversidad étnica y cultural en el horizonte de la democracia representativa y liberal.  El Estado Plurinacional expresa la necesidad de dar el último paso que completará el ciclo iniciado en abril de 1952.

Habría que distinguir transformar un Estado de fundar un Estado. El MAS-IPSP solo transforma el Estado del 52. Lo hace en la medida en que invierte la ecuación de base que funciona en las profundidades estatales. La relación clase/raza que expresa la naturaleza clasista del Estado del 52 (basada en una alianza de clases) es invertida de manera que la base fundamental del Estado de Evo Morales se apoya en la ecuación raza/clase, es decir, todo el impulso de la historia se define por un sentido de raza y ya no de clase. Esto no conlleva la creación de un Estado, sino su transformación cualitativa. Con esta transformación, el Estado del 52 concluye su misión histórica.

La disyuntiva actual

La sensación de que el curso de la historia actual no cuadra con lo que la sociedad nacional espera, y peor aún, la percepción de que nos encontramos en un túnel del que no vemos el final es, en gran medida, el resultado de un momento en que no existe un proyecto estatal que dé continuidad a la historia nacional. El espectro político deja ver con mayor claridad la presencia del MAS no solo por el caudal de militancia “indígena-originaria-campesina” que lo caracteriza, sino porque devela la fase final del ciclo del 52. Al mismo tiempo, se percibe que el proyecto que lo mostraba como una renovación terminó demostrando que nada era lo que parecía y todo era diferente de lo que se esperaba; excepto, la capacidad que tuvo de construir una participación real de los sectores indígenas. La diferencia por todos claramente percibida estriba en esta característica, que en términos ideológicos García Linera denominó “indianización del Estado”. Ahí nace y muere todo el proyecto político partidario del MAS, que, sin embargo, es un paso de trascendencia histórica que pone fin a todas las formas de exclusión, discriminación y segregación social y racial que fueron, sin la menor duda, el peor lastre que arrastró la vida republicana desde su fundación.

Llegado este punto, la interrogante es ¿cuál es el próximo paso? La respuesta salta a la vista: la construcción de un proyecto estatal que constituya la superación del Estado del 52.

El Estado del 52 cobijó y dio curso a todas las formas políticas posibles en los marcos de la modernidad capitalista. Desde la extrema derecha de corte fascista con Luis García Meza hasta el despotismo confuso de la Asamblea Popular o la lucha armada con el Che Guevara. Desde el populismo despótico del MNR, en su primer momento, hasta el populismo indigenista de Evo Morales. Desde un nacionalismo de izquierda con el MNRI (Movimiento Nacionalista Revolucionario de Izquierda) hasta una socialdemocracia revolucionaria con el MIR (Movimiento de la Izquierda Revolucionaria). Todas las formas posibles solo fueron expresiones de las contradicciones internas de ese Estado. Ex post, ya no cabe duda de que todas resultaron intentos fallidos que aportaron dialécticamente en la construcción de una síntesis que cabe de lleno en el concepto de democracia ciudadana.

El único resultado claro que se percibe es que, en todos los experimentos que se formaron al interior del Estado del 52, la constante afinca en la defensa de la democracia. Independientemente del tipo de democracia que se proclamara, el sentido del respeto a los derechos individuales y los derechos humanos, y el pleno ejercicio de la ciudadanía y la defensa de una institucionalidad democrática, fueron los elementos que invariablemente sirvieron de receptáculo en todos los procesos que se experimentaron.

La democracia popular no expresaba, bajo ninguna de sus formas, el sentido que procesaba la sociedad civil. Todo el contenido democrático que guiaba de forma casi intuitiva la defensa social de la democracia se proyectaba bajo formas liberales con una ampliación en las formas y mecanismos de representación y participación social y política. La ampliación de la democracia, más allá de diferencias de orden racial o étnico, de clase o cualquier otra dimensión, es, sin duda, el producto final de todo el ciclo nacionalista.

El cierre del universo discursivo del nacionalismo revolucionario supone, además, el fin de la categoría zavaletiana de lo nacional popular, categoría sociológica que da cuenta de la compleja relación de los componentes sociales, culturales, ideológicos y políticos del campo inaugurado por el MNR en 1952. Lo nacional popular ha dejado de representar categorial o conceptualmente la trama del proceso revolucionario, y en consecuencia es más apropiado hablar de un universo discursivo en torno a la nueva sociedad civil producto del ciclo nacionalista. Probablemente tengamos que hablar ahora de lo democrático-ciudadano, categoría que nos permite imaginar mejor la naturaleza de un proceso que se presentaría como la superación general del sistema ideológico del proceso abierto hace más de medio siglo. En este punto, y dado que todas las fórmulas políticas se pusieron a prueba al interior del Estado del 52, todo indica que la continuidad histórica de la nación podría encontrarse frente a una disyuntiva final: democracia o dictadura.

El destino de la democracia boliviana

El único producto ideológico que se fortaleció a lo largo de todo el ciclo nacionalista fue la democracia ciudadana. Esto es, aquella que nace y se dinamiza en el seno de la sociedad civil. De maneras diversas y con actores diferentes, el concepto vigente, más allá de cualquier atributo o característica particular, es el que cabe en la noción de derechos civiles y humanos por encima de las diferencias raciales, de clase, religiosas o de género. La democracia ciudadana es el espacio en que todas las fuerzas de la nación pueden actuar con la independencia que genere su propia especificidad, sin afectar el conjunto del proceso histórico en detrimento de unos y beneficio de otros.

El destino de la democracia boliviana apunta a la fundación de un Estado ciudadano basado en una concepción democrática más amplia y heterogénea. Una democracia inclusiva y multicultural que se presenta como la síntesis histórica de todas las fórmulas político-ideológicas que nacieron en el seno del Estado del 52 y devinieron en proyectos fallidos.

La democracia ciudadana se presenta, así, como la superación del Estado del 52 y constituye el contenido del nuevo ciclo que conlleva la necesidad de una reforma estatal y una adecuación del sistema político en los marcos del libre juego de todos los segmentos sociales nacionales en los ámbitos de la democracia moderna.

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[1] Germán Busch gobernó Bolivia en un periodo de facto, de 1937-1938, y en un periodo constitucional emergente de la voluntad soberana de la Asamblea Constituyente de 1938 a 1939.

[2]  Gualberto Villarroel presidió la Junta Militar que se hizo del poder de 1943 a 1944. De ese año a 1945, fungió como presidente provisorio, y de 1945 a 1946 como presidente constitucional. La historia registra el periodo de 1943 a 1946 como el lapso histórico en que se consolidan las lecturas e ideologías políticas nacionalistas que se habían gestado de forma poderosa en la figura de Busch.

[3] Una cronología complementaria se encuentra en un sitio web educativo. El texto detalla algunas fuerzas que nacieron en el periodo mencionado: “En los sectores populares y de clase media se vivía una verdadera efervescencia. La sucesión de partidos fue notable. En 1927 se crearon el Partido Obrero y el Partido Laborista. En 1928 el Partido Comunista en la clandestinidad que respondía a una consigna latinoamericana y que actuó algún tiempo bajo la conducción de Carlos Mendoza Mamani. En 1929 nació el Partido Socialista Revolucionario de Bolivia. En 1930 un nuevo Partido Socialista. En 1935 la organización Beta Gama y la Confederación Socialista Boliviana bajo la dirección de Enrique Baldivieso y un grupo de intelectuales del que nacería el MNR y que participó en el gobierno militar de Toro. En 1939 se creó el Partido Socialista Obrero de Bolivia. La vinculación entre muchos de estos partidos y las organizaciones sindicales como la FOT (nacional) y las FOLes (locales), no puede olvidarse” (Educa, s.f.).

[4] Por izquierda clásica me referiré, en adelante, a la izquierda marxista leninista cuya mayor característica es su incondicional reconocimiento de los postulados del materialismo histórico y las estrategias de lucha enmarcadas en la doctrina marxista.

[5] Debe considerarse que inmediatamente después de la guerra las FFAA toman el poder e inician un periodo conocido como “socialismo militar”. Si bien este socialismo no tiene nada más que una profusa verborrea revolucionaria, en realidad encubre la necesidad de salvaguardar a un Ejército derrotado en cuyo seno también se habían generado fuertes corrientes nacionalistas. Igualmente, el gobierno de Germán Busch y luego el de Gualberto Villarroel constituyen dos momentos en que la perspectiva histórica del MNR encuentra un derrotero más claro. El conjunto de estos acontecimientos forma el antecedente sociohistórico que se expresaría luego como un “nacionalismo revolucionario”.

[6] La Unidad Democrática y Popular estaba compuesta principalmente por: Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Partido Comunista de Bolivia (PCB), a los que se sumaron una diversidad de grupos políticos de izquierda.

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