Como muchas personas que sienten nostalgia por el pasado y un amor particular por la historia, soy una especie de fetichista de los objetos antiguos, los papeles viejos y las cosas que puedan tener algún valor patrimonial. Desde hace muchos años me dedico a “cazar” aquellos pequeños (y a veces no tan pequeños) objetos que pueden tener algún valor histórico o dar testimonio a los historiadores del futuro sobre algo de la época a la que pertenecieron. Con algo de suerte, los objetos prevalecerán, mientras que nosotros moriremos y nuestro cuerpo, como dijo Kant al final de su Crítica de la razón práctica, “de nuevo ha de entregar la materia de la que fue hecho al planeta (un mero punto en el universo), una vez que durante cierto tiempo estuvo dotado de fuerza vital (sin saber cómo)”. Creo que vale la pena hacerlo. Después de todo, en el huracán de acontecimientos más o menos triviales y más o menos baladíes —o hasta miserables— que leemos en las noticias o incluso presenciamos en nuestra vida cotidiana, nos damos cuenta de que lo que más vale es el arte, el pensamiento, la espiritualidad y el conocimiento de la historia. Con ellos, y no con las finanzas ni con la política, crecemos como seres humanos y entendemos mejor nuestra condición.
Son pocas las personas que aprecian ese tipo de objetos. Los amantes de lo antiguo (coleccionistas, anticuarios) siempre constituyeron pequeñas minorías, elites selectas, pequeños grupos que aprecian lo que hizo el ser humano en determinado tiempo, como un testimonio equivalente a un documento escrito, una carta o un libro viejo. Pasión por el conocimiento, nostalgia del pasado, sentimiento y apreciación estética se congregan en el espíritu de este tipo de personas.
Hace unos días, unos ladrones robaron joyas de un valor incalculable o directamente invaluables del Museo del Louvre. Abrieron una vitrina y extrajeron ocho piezas de joyería que pertenecieron a la monarquía francesa decimonónica: collares, broches, aretes y diademas, varios de ellos incrustados con diamantes o piedras preciosas. En su huida precipitada, perdieron dos de los objetos hurtados, incluyendo una corona que perteneció a la mujer de Napoleón III, que la Policía encontró luego en el mismo Louvre…
En la historia, casos como este del Louvre hubo muchos, pero también se perdieron objetos valiosos debido a otro tipo de eventos adversos para la cultura, como las terribles e irracionales guerras que arrasan con vidas y cosas a su paso. En la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, los bombardeos aliados destruyeron iglesias y los ejércitos nazi y Rojo arrasaron con innumerables objetos culturales y de arte. Muchos fueron destruidos accidentalmente, pero otros, por esos impulsos malignos o irracionales del ser humano, lo fueron de manera deliberada. En lo que se conoce como “expolio nazi”, los alemanes, entre 1933 y 1945, saquearon o destruyeron alrededor de 600 mil piezas culturales, artísticas, históricas o patrimoniales.
Se recuperaron miles de obras y objetos perdidos, pero otros siguen estando perdidos. Y perderlos resulta doloroso para quienes aman el arte y la cultura.
Algo así de doloroso me pasó hace poco, cuando, después del traslado que supuso la venta de la casa sopocacheña de mis abuelos paternos, se me perdió un mapa grande —y ya de varias décadas de antigüedad— de Bolivia. Lo compró mi papá a principios de los 80, en los años de la hiperinflación, y lo colgó en una de las paredes del estudio de mi abuelo Edgar, al lado de su máquina de escribir. El mapa, que era político e hidrográfico, estuvo allí durante décadas enteras recibiendo los rayos del sol vespertino, hasta que se perdió en el traslado, luego de que rescatáramos algunos objetos como fotografías, discos de vinilo, libros viejos y papeles, armas de fuego o una chapa antigua y oxidada que fue de la casa de finca de mis bisabuelos.
Hace unos días estuve en algunas minas de Simón Patiño, en Machacamarca y en Uncía, pero antes, en la mansión del Rey del Estaño de la calle Soria Galvarro de la ciudad de Oruro. Ahí el guía nos exhortó al grupo de turistas a preservar los objetos que se van empolvando y envejeciendo en nuestras casas y en las de nuestros abuelos. No ser ingratos con aquellos tesoros que pasan desapercibidos para la mayoría es un signo de elevación de espíritu y compromiso con el pasado histórico.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social