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El error Almagro

Durante cinco años, Luis Almagro fue canciller de su país bajo el mando del presidente José Mujica (2010-2015). Los dos se conocieron en el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca del Uruguay, cuando el primero era asesor del segundo. De modo que no fueron compañeros de celda ni integrantes de una misma célula insurreccional. Claro, no podía ser de otro modo, la diferencia de edad entre ambos es de 30 años.

El caso es que cuando Mujica salía de la cárcel, Almagro ya era militante del Partido Blanco. Nada indicaba que sus caminos se cruzarían en algún momento. La conversión de Almagro a la izquierda llegó bastante tarde, a sus 36 años, cuando en 1999 se inscribió al Movimiento de Participación Popular (MPP), fundado por Mujica, el exguerrillero que bajo esa bandera se unió al Frente Amplio, el cual gobierna su país desde hace 14 años ininterrumpidos.

A sólo dos años de la captura electoral del poder, el Frente Amplio le pidió al asesor en agricultura Luis Almagro que sea su embajador en China. Ya electo como presidente, Mujica lo mandó a traer de regreso a Montevideo para colocarlo al mando de las relaciones exteriores. El suyo era un cohete en ascenso vertiginoso. 

Como canciller, empezó a tejer una red de contactos que le permitió ser elegido Secretario General de la OEA sólo dos meses después de dejar la jefatura de la diplomacia uruguaya. Aquel mayo de 2015, a sólo dos años de la muerte de Hugo Chávez, el continente estaba aún en manos de la izquierda, de la cual Almagro era una de sus cabezas visibles. Seis meses más tarde, el péndulo emprendió su ruta de retorno. Macri le ganaba las elecciones a los peronistas en Argentina y el viraje conservador parecía imparable. Almagro comprendió entonces que su permanencia prolongada en la OEA implicaba una arriesgada travesía en la dirección ideológica contraria.

“Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora, formalmente, te digo adiós y me despido”. Con esas palabras secas, Mujica le cerró la puerta de su corazón. Para entonces Almagro ya había cambiado de bando y Trump se mudaba a la Casa Blanca. 

El giro de Almagro no fue discreto. El 27 de octubre de 2017, Carlos Sánchez Berzaín, el prófugo de la justicia boliviana, le entregó un premio “por su lucha por la democracia”.  Para entonces creímos que sólo se habían tomado una foto casual, pero no, Almagro ya era el ídolo de la pequeña Habana en Miami. Ese día, Sánchez Berzaín proclamó la llegada de la “Doctrina Almagro”, la cual, dijo, “terminará estudiándose como parte de los fundamentos del derecho internacional”. Vistas las cosas, en realidad consistió en intervenir de manera agresiva en los asuntos internos de los países y Venezuela fue su principal, aunque no único, laboratorio. 

Así, mientras esta semana Almagro dice que es impotente ante el fallo del Tribunal Constitucional de Bolivia con respecto al derecho a la reelección indefinida de Evo Morales; fue capaz, en 2017, de recibir en Washington al Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, cuyos miembros en el exilio, elegidos por la Asamblea Nacional de mayoría opositora, sesionan en la OEA. 

La “Doctrina Almagro” fue más lejos. Cuando segmentos importantes de la oposición venezolana, como Acción Democrática o Primero Justicia, aceptaron competir en las elecciones regionales de 2017, alcanzando cinco victorias con más del 50%, Almagro los acusó de legitimar unas elecciones fraudulentas. Ya para entonces las directrices sobre qué hacer en Venezuela para derribar a Maduro habían pasado de Miranda o Táchira a las oficinas de la OEA. 

En Bolivia la “Doctrina Almagro” fue aplaudida sin reparos por toda la oposición. De manera mecánica se asimilaron las mismas premisas. Si Maduro era destituido desde el teclado de Almagro, lo mismo podría pasar con el resto de los “dictadores”.   

Han pasado los años y el uruguayo está ante el inminente fin de su primer mandato. La permanencia de Maduro en el mando ha estropeado en algo sus ansias de reelección. Sin embargo, Venezuela ya no le preocupa. El representante de Juan Guaidó está sentado en la silla de Venezuela. Ese voto ya es suyo. Para lograrlo sólo necesitó de 18 países, los mismos que lo podrían poner en la perspectiva de dirigir la OEA por cinco años más. 

Hasta aquí su estrategia era imponente, salvo por un error inadvertido: haberse dejado colgar una guirnalda de coca en el Chapare. Bien podría, nuestra hoja milenaria, acabar con la inclemente carrera política del señor Luis Almagro Lemes. 

Rafael Archondo es periodista

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