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El daimon de Arendt

Olga Amaris Duarte

En una de las primeras cartas de 1925, Martin Heidegger le escribe a Hannah Arendt: “Lo demoníaco ha dado en mí”. Refiriéndose a la categoría de “das Dämonische” tal y como lo entendieron los románticos: la sublime e irresistible potencia destructora que subyace en todo proceso creativo. Lo demoníaco de la pasión por Arendt reside en la naturaleza de cruce, pero también de unión, de lo intelectual con lo erótico.

Como un mortal cualquiera, el mago de Marburgo se deja hechizar por la incipiente inteligencia de la joven estudiante de Filología Griega, Filosofía y Teología Evangélica, así como por lo exótico y sugestivo de su apariencia, cubierta por un impermeable verde y por un sombrero encasquetado sobre los ojos “grandes y quietos”, tan alejada del modelo femenino teutónico: de una Krimilda ideal.

Hay una foto de aquella época de Marburgo. Sí, tal vez, en el delicado gesto, entre soñador y melancólico, se encuentre ya instalado el daimon de Arendt.

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