Maria René Cruz Moscoso
La veo y me emociona su linda sonrisa, que oculta sus pequeños y profundos ojos. Está vestida con un vibrante traje verde esmeralda, un tono que a ella le fascina. Pide a sus cuatro hijos —tres mujeres y un varón— que se apresuren para llegar a tiempo a la fiesta. De pronto, se desfigura su rostro. Con una mueca de dolor, se lleva la mano al estómago y una mancha roja, un líquido profuso empapa su elegante ropa… Despierto bañada en sudor y con el pecho oprimido. Y es que estos sueños o pesadillas sobre mamá son recurrentes, son sombras persistentes, son dolores que martillan, desde aquel 16 de diciembre de 2016.
La tristeza es como un columpio, va y viene, a veces con fuerza, a veces tenue, pero está ahí. Es un tema espinoso para papá, para mí, mis dos hermanas y hermano, hablar abiertamente sobre el cáncer de mamá. A casi ocho años de su deceso, me animo a hurgar en el dolor.
Y todo comienza, o se desentierra, con una foto que me llega a WhatsApp de una prima a la que se le ocurrió limpiar su computadora. Me hiela la sangre al ver la imagen de mamá postrada en la cama del hospital. Está dormida tras su operación de colocado de una sonda gástrica para su alimentación. Lleva un pijama azul. Tiene las manos cruzadas que se ven amoratadas de tantos pinchazos.
Inmediatamente, se agolpan esos duros recuerdos.
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Mamá sintió molestias en el estómago en diciembre de 2015. Fue a la Caja Nacional de Salud (CNS) de Tupiza para indagar sobre sus achaques, le dijeron que debe viajar a La Paz para que le programen la endoscopia y colonoscopia. Al llegar a la urbe paceña tropezó con el hacinamiento, y los estudios médicos fueron programados para dentro de tres meses, tiempo del que ella no disponía.
Junto con papá, decidieron hacer los exámenes de forma privada, pero por los altos costos en la sede de Gobierno encuentran que hay el servicio más accesible en Cochabamba. Igual ahí sólo optan por la colonoscopia, un procedimiento ambulatorio que consiste en introducir una sonda delgada para explorar tanto el intestino grueso y como el delgado para observar que no haya nada irregular.
Y así fue que los médicos no encontraron ninguna anormalidad. Ambos vuelven aliviados a su natal Tupiza, pues les afligía un diagnóstico de cáncer, ya que el papa de mamá murió de esa enfermedad. Siguen con su vida y su negocio gastronómico de fin de semana.
Sin embargo, las molestias estomacales persistían y vuelve a visitar a los médicos de la CNS. Era mayo de 2016. Los mandiles blancos, le dicen ahora que tiene piedras en la vesícula y que debe operarse lo más antes posible y así lo hace.
Luego del postoperatorio, le sugieren que vuelva a la ciudad de La Paz para lograr la endoscopia en su seguro, vuelve a viajar y otra vez tropieza con la larga lista de espera de pacientes. Ni la evidente pérdida de peso conduele a los administrativos y de nuevo acuden a los ahorros familiares. Y ahí se decide no pisar más esas instalaciones.
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Mamá y papá viajan a Cochabamba para lograr la endoscopia y encuentran el hospital privado Harry Williams. Ahí, les explican que visualizarán el esófago y estómago. Se lee en el diagnóstico una palabra complicada de pronunciar: a-de-no-car-ci-no-ma, más no suena fatal. El calendario marca julio de 2016.
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Mamá tiene la piel más blanca que de costumbre, un color pálido, el tinte de pelo color chocolate se mezcla con sus canas, el jean y la camisa lucen más holgadas. Siente acidez cada que prueba bocado. Es domingo, vamos a un parque de Sacaba donde el atractivo son dinosaurios a escala natural.
Camina despacio, ríe poco, había perdido un diente frontal. Nos sacamos la foto de rigor y ella posa su cabeza en su nieta mayor, quien fue a visitarla y apoya una de sus manos en otras de sus nietas. Quiere ir a descansar.
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Acudimos mamá, papá y yo, la hija mayor, a la cita con la oncóloga. Llevamos la endoscopia, y la especialista nos explica que un adenocarcinoma gástrico es un tumor maligno y pide una tomografía con contraste para ver qué tan avanzadas están las células anormales en el estómago. Nos da una referencia del lugar y acudimos a realizar, de forma privada, ese examen.
Mamá nos cuenta que le acostaron en una camilla y le pusieron una inyección con un líquido que prácticamente le enfrió su cuerpo. Por curiosidad, miramos las láminas oscuras hacia el sol, y vemos las formas de los órganos, como el hígado, la curvatura del estómago y una serie de líneas que no entendemos.
Estamos sentados los tres frente al escritorio de la oncóloga mientras ella lleva las placas a un equipo con una luz especial. Luego, nos hace un dibujo de un estómago y explica que hay una masa que sale del área del estómago y que tras extirparla y con un proceso de quimioterapia se acabará con el tumor maligno. O sea, no es tan grave tener cáncer. Y pues, le creemos…
Llegamos algo animados al lugar donde nos hospedamos, la casa de la hermana de papá. Comentamos el diagnóstico y sentimos las palmadas de aliento. Sin embargo, en la intimidad de la familia nos acongojaba el costo del tratamiento. Ahí en la habitación donde nos albergamos tuvimos las primeras discrepancias.
Yo sugería a papá que alquilemos otro lugar para que mamá pueda estar cómoda y tranquila. Su condición así lo requería, él se negó y cruzamos fuertes palabras.
Luego de esa acalorada discusión, decidimos indagar sobre los costos para iniciar el tratamiento sugerido por la oncóloga del hospital Harry. Sin embargo, todo se frenó cuando una prima nos recomendó buscar una segunda opinión médica.
Sin contradecirla, acudimos a la Caja Petrolera de Salud, ubicada en la zona Taquiña de Cochabamba, no para que se cambie el diagnóstico, sino para explorar otros tratamientos que no sean tan invasivos, total, estamos en el siglo XXI.
Mientras esperábamos el turno, comentábamos con mamá que los tratamientos oncológicos provocaban la caída de pelo y otros efectos más. Ella animada bromeaba que se pondría turbantes y sería madame “Fru-Fru”, para evocar sus épocas cuando le gustaba leer las cartas del tarot.
Nuestra primera decepción surgió cuando el médico, de manera hosca, nos indicó que la tomografía con contraste que llevábamos no era útil y solicitó que acudiéramos a otro centro de diagnóstico por imagen que él recomendaba. No nos quedó más opción que aceptar su requerimiento.
Les contaron un cuento de hadas, dijo el agrio médico al recordarnos la opinión de la primera oncóloga, mientras bajaba sus gafas y nos inquietaba con la mirada.
Pidió que salgamos del consultorio…
Ahora, solo recuerdo que mamá enjugaba mis lágrimas, mientras le abrazaba fuerte de la cintura. Y ella me decía con su cariñosa voz que todo iba a estar bien: ¡TODO IBA A ESTAR BIEN! HABÍAN DICHO CÁNCER TERMINAL ETAPA 4. Lo único que se podía hacer era una colostomía, una abertura en el vientre para que pueda alimentarse y resistir los tres meses que le quedaban de vida.
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Los rayos de sol son opacos en invierno. Mamá decidió no entrar al quirófano y se embarca hacia el gran Buenos Aires. Allí dicen que hay nuevos métodos para tratar el cáncer de estómago, incluso en etapa terminal. Le pregunto si está convencida, verbaliza su hálito de esperanza y la dejo ir.
Papá le lleva a internarse en el Hospital de Clínicas de esa gran ciudad. Manda una foto por el grupo familiar que creamos por WhatsApp. Se ve a mamá animada y sonriente con un pijama rosa. Le hacen las primeras evaluaciones y le dicen que le colocarán una malla extensora que baja de la garganta al estómago para ayudar a reducir los tumores. Sigue la esperanza. Tres meses después retorna a Bolivia, en específico a Tarija.
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Nada salió como esperábamos. El cáncer, esas células malignas se esparcían a una velocidad impresionante y se notaban en su cadavérico cuerpo.
– Así es como estoy, me dijo cuando la volví a ver, ahora postrada en cama del Hospital de Tarija.
Había perdido más peso porque ya no podía deglutir ni siquiera un jugo
Le animo a que tome un baño y le llevo a la regadera. Le quito el pijama y veo un enjuto cuerpo. Mientras preparo el jaboncillo, ella se da la vuelta, sus generosas carnes se han esfumado, en su lugar le cuelga piel arrugada. No lloro porque debo ser fuerte.
Termina la hora de visita. Nos vamos juntos, mis hermanas y hermano.
Al día siguiente tiene catarro, me dice que fue por el baño. Una mujer que es su compañera de cuarto nos comenta que mamá no ha podido dormir toda la noche y nos sugiere que nos quedemos a ser acompañante de lecho.
¿Dormir en el hospital?, me digo, no creo que sea posible, me respondo.
Nadie quiere quedarse.
Lanzamos los dados imaginarios y le toca a la mayor hacer el primer turno. No es fácil, no es fácil.
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¡Qué paradoja! Mamá ahora acepta entrar a cirugía para que le coloquen una sonda de alimentación, un procedimiento que ya le habían sugerido en Cochabamba. Sale de la operación y permiten una acompañante en la Unidad de Cuidados Intensivos. Hay una silla, un cojín y una manta. Mamá se fatiga toda la noche. No puedo moverse mucho por la operación, tiene sonda para la orina y yo me ocupo de pasarle una escupidera de metal.
Duele dormir en una silla. Solicito a las enfermeras si puedo descansar en algunas de las camas disponibles, pero rechazan mi pedido. Extiendo la manta en el suelo y espero que amanezca.
Mamá vuelve a su sala habitual. Sólo toma agua por la boca y alimento licuado por la sonda que conecta al estómago. Con frecuencia recibimos la visita de la doctora que le atiende y su séquito de estudiantes. Mamá está en exposición.
Mamá es muy creyente y su fe mueve montañas. Tanto es así que le prometió a la Virgen de Remedios de Tupiza un fastuoso traje. Como ella no puede ir a su festividad, que se celebra cada noviembre, pide que la capa hecha de encaje le cubra el cuerpo. A escondidas, extendemos el lienzo sobre la cama del hospital y ella cierra los ojos mientras se cobija, quizás en busca de su milagro de vida.
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La comida no le cae bien. Busco a la nutricionista y no la puedo hallar. Vuelvo a su escondida oficina y le pregunto si sabe que mamá tiene una sonda y si debe seguir con el té y las galletas de agua. Se molesta y dice que así es. No digo nada. No quiero pelear.
Para colmo, una de las enfermeras o pasantes, no recuerdo bien, de forma brusca coloca el tapón de la sonda y la rasga. Le reclamamos y se encoge de hombros. ¿Qué hacer?
Mamá ya no quiere permanecer las 24 horas mirando el techo de la habitación, pero tampoco soporta una leve inclinación con las almohadas y menos caminar.
Al final, deciden darle el alta solicitada para que vaya a su casa a descansar con tranquilidad. Nos hacen firmar el papeleo y nos vamos.
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En casa todo es relativamente más tranquilo, no tenemos que estar con el reflejo de las luces encendidas de los pasillos. Habilitamos un espacio exclusivo para mamá. Conseguimos un colchón anti escaras, una silla hamaca y otras cosas más.
Se siente más tranquila. Decide caminar más, le seguimos su pausado paso y ella se apoya en el porta-suero para tener más estabilidad.
No sabemos cómo atender a mamá:
Googleamos sobre atención a pacientes con cáncer.
Googleamos sobre alimentación a pacientes con cáncer.
Es decir, googleamos, googleamos y googleamos.
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Mamá ya no es la que solía ser ni la que quería ser. Ella que estaba siempre lista ya no puede valerse por sí misma. Usa pañales desechables y se siente incómoda cuando le hacen ese aseo personal. Permanece la mayor parte del tiempo mirando el techo, ninguna posición ya le es cómoda. No quiere el colchón anti escaras.
Lo que no le molesta son los gritos de sus nietos. Se divierte, y se alegra cuando entran a verla al cuarto o cuando se la topan en el patio de cara al sol. La bilirrubina no suena tan melodiosa en la vida real como en la canción de Juan Luis Guerra.
La piel de mamá y sus ojos cada vez se tornan más amarillos. La ictericia es señal de que el cáncer ya está en el hígado. Quiere hablar menos, y nosotros también. Nadie dice más de lo necesario.
Mamá se distrae un poco viendo la televisión. Un poco de fe con la novela de Moisés y un poco de dolor con el accidente de un equipo brasileño Chapecoense. Expresa su pesar por la muerte de los jugadores que perecieron el 28 de noviembre de 2016 en las montañas de Antioquia, Colombia.
Mamá duerme muy poco, se la pasa vomitando flemas durante la madrugada. Se lamenta por interrumpir el sueño de sus compañeros de lecho. A veces siente que se ahoga. Pide que le masajeen la espalda y que le pongan el ungüento casero en una llaga de la espalda.
La escoriación es más profunda, tan profunda que creo que se llegan a ver los huesos o como dice la literatura médica: tipo 4, con pérdida de la piel y músculos, un pequeño abismo.
Mamá quiere que le abrace… no sé cómo hacerlo sin lastimarla. Sus pequeños ojos se hunden más en sus órbitas y sus labios nunca más degustaron alimento alguno
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–Debemos hablar, me dice mamá con las pocas fuerzas que le quedan.
–¿De qué?, le dije agarrándole la mano y presintiendo algo malo.
–De mi muerte… Espetó mamá.
Enmudecí y no pude responderle nada, le solté la mano y salí de la habitación.
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Papá me pide que prenda la luz, lo hago rápidamente. Mamá, jadea y jadea. Tiene los ojos cerrados ya no responde a nuestro llamado. La rodeamos en la cama y le acariciamos su cabello, su cara, su cuerpo, hasta que finalmente su corazón deja de latir. El capítulo de su vida se cerraba a sus 64 años la madrugada del 16 de diciembre de 2016.
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Mamá ahora descansa en cenizas en una urna de metal de color claro, con su foto y nombre en el centro. No es el ataúd con vidrios que ella quería para que le llegara el sol y no tuviera frío, pero está sobre una repisa blanca y soleada…
Y nosotros, sus cuatro hijos, guardamos sus cabellos recogidos antes del rigor mortis en un pequeño baúl que nos recuerda que siempre estaremos juntos y que quizás llevemos la marca de no haber hecho lo suficiente.
Así como papá siente su ausencia y se culpa de no haber cumplido a cabalidad con sus votos matrimoniales.
Creo que hemos sido una familia bien, hemos vivido bien y a veces me arrepiento de haberla tratado mal, qué más te puedo decir… hijita.