De: Miguel Sánchez-Ostiz / Inmediaciones
Hoy hace un año que decidí dejar el valle de Baztan, después de 22 años, y venirme a Madrid… No sé si ha merecido la pena (por mucho que a la fuerza ahorquen), con el poco de ganas de sinceridad que me quedan lo digo. Me temo que voy a tener que asumir que «la casa de la vida», de la que hablaba hace treinta años, está perdida para siempre y es un lugar imaginario. Así que mejor admitir que estoy de paso allí donde vaya, con más equipaje del que debiera, y darme por afortunado de que así sea.
Leía hace unos días un poco de galimatías de Marc Augé sobre los no lugares y cómo, hoy, la vida de cara a las redes, entregado a ellas, atrapado en ellas equivale a vivir en un no-lugar de esos que se hicieron famosos hace años, es decir, poco menos que a vivir en ningún lado, ni allí ni aquí, que es para mí mucho estar, y que al final me siento no ya descentrado, sino diluido en uno de esos limbos. Iba a escribir un viaje alrededor de mi cuarto, pero el caso es que estoy lejos y fuera de mi cuarto. Debería hacerme uno portátil, imaginario… pero no sé. Es una forma de explicar que no sé muy bien dónde vivo… por falta de costumbre tal vez.
A algo de eso le daba vueltas esta mañana mientras esperaba en una calle de Usera el paso del cortejo del año nuevo chino (el del cerdo), con su címbalos, tambores, banderolas, pancartas, dragones y faroles chinos. Curioso ese barrio multicultural en el que la presencia china es dominante: agencias de viaje, abogados, inmobiliarias, casinos y casas de juego y apuestas (muchos), restaurantes, oficinas de import-export, supermercados, bisutería, ropa, casas de empeño y préstamos, periódicos… un mundo. Habrá más cosas, sin duda, siniestras no pocas de ellas, seguro, como en todas las comunidades, pero esas que digo saltan a la vista, dentro y fuera de un cortejo folklórico que hoy atraía a varios miles de espectadores que asomaban a un mundo que ya de exótico tiene poco.
