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El altar es una linda manera de recordar a nuestros muertos

José María, fue mi abuelo materno. No lo conocí, o al menos no físicamente, aunque lo tengo muy presente. Fue diputado, empresario, intelectual y político liberal. Tuvo varios emprendimientos, el último fue una finca en Tupiza que visité hace unos años. Se fue al campo luego de sus desencuentros con la política, por eso le dediqué mi último libro que se llama El Desencanto. 

Mi mamá recordaba que ahí, en plena finca, el abuelo tenía una biblioteca generosa de tres cuartos con libros del piso al techo, todos leídos. Murió cuando mi madre era una niña de ocho años. Sus últimos años, sabiendo que se iría, le dio a su pequeña hija a quien le llevaba más de seis décadas de distancia, enseñanzas prácticas y amorosas. Me acompaña sin haber coincidido en el tiempo.

Elena, la mamá de mi mamá, fue una compañía constante. Recuerdo algunas noches que íbamos con mi hermana a dormir a su casa, sus cariños y atenciones estaban a la orden; luego del baño de tina, venía un chocolate caliente en cama. Tuvo una infancia difícil, quedó huérfana y tuvo que batallar en la vida que constantemente le puso vallas altas. Se volcó a los suyos con pasión, vivía para la pequeña familia. Su fe era inquebrantable, y rezaba para que a todos nos fuera bien; ante cada prueba, le pedíamos que prenda una velita en su altar a sus santos para lograr su intercesión. Nunca fallaban sus oraciones.

Me dicen que Hugo, el papá de mi padre, recibió en su despacho mientras era alcalde de La Paz con tremenda alegría, la noticia del nacimiento de su primer nieto varón, que además llevaría su nombre. Tuve distintos episodios con él. La diferencia generacional no impidió algunos momentos memorables entre el nieto y el abuelo. En una ocasión me regaló una de sus espadas; el hecho fue especialmente simbólico pues en su larga y exitosa trayectoria militar recibió dos sables, al empezar y al terminar su carrera. Hasta hoy la conservo como un legado de enseñanzas.

Josefina, mamá de mi papá me transmitió muchas cosas desde su discreta y dulce mirada, entre tantas, su gusto por la fotografía. Guardaba álbumes enteros con todos los episodios familiares. Antes de emprender mi última migración, pasé varias horas con ella mientras me contaba historias de su juventud. Poco tiempo después de mi partida me envió una carta pidiéndome ayuda para resolver algunos asuntos delicados. Estuve lejos y no pude ir. A los meses le vino una embolia que la dejó por años sin habla ni movimiento. La última vez que la vi miré a esos ojos dulces, le besé las manos y en silencio le pedí perdón por mi ausencia.

A Lucho, mi padre, lo mataron en la dictadura de García Meza. Tenía 37 años. He escrito mucho sobre ese episodio, y sobre la falta que me hace. Siempre pienso en él, en sus enseñanzas, en sus cariños. A menudo aparecen recuerdos, comentarios, fotos que circulan por las “redes sociales” donde irrumpe la figura de Lucho. Su ausencia es una forma de presencia.

Por donde voy traigo los nombres y las imágenes de los míos que partieron.

Un día al año saco sus fotos y las pongo en el altar, pero todos los días los llevo por dentro. Son los privilegios del recuerdo.

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