Andrés Canedo
Subir las cuatro o cinco cuadras inclementes, desde la Ecuador al Pasaje Reseguín, por la empinada Fernando Guachalla, que desafía mi corazón joven y llanero, es, sin embargo, a pesar del esfuerzo, de la hiperpnea, de toda esa respiración agitada, un placer, porque allá arriba encontraré el cielo. Había venido rompiendo caminos con ruedas que parecían nunca avanzar, sino girar sobre una cinta que corría en sentido contrario; mirando siempre al noreste, buscando avizorar, por fin, la blanca nieve de los picos de la Cordillera Real. Pero, aunque a veces aparecían súbitos manchones blancos que agitaban mi pecho, la desazón surgía cuando comprobaba que se trataban apenas de una nube, colgada como una sonrisa de dientes níveos, del esplendoroso azul del cielo suspendido sobre la altipampa infinita. Invoco a las divinidades en las que todavía creo, que las ruedas del ómnibus avancen, se deslicen hacia adelante, que esta espera, esta ansiedad de horas, se desgrane como uvas arrancadas del racimo, y que, de una vez surja el pico montañoso albo que me indique que ya estamos cerca de La Paz, allí donde reiniciaré las batallas consentidas del amor. Para matar el tiempo tarareo, mentalmente, las notas tan disímiles de la zamba “Para ir a buscarte”, y las más complicadas de la Sinfonía 40 de Mozart. Juego con la memoria y me repito escenas de Sexus, de Henry Miller, o las malentendidas páginas del Politzer en mis estériles esfuerzos por entender a Marx. Pero siempre estoy atento a la aparición del penacho blanco de los montes gigantescos que diseñan la geografía de mi destino.
Entonces, cuando la primera montaña nevada aparece como una carcajada cósmica, explotando su blancura en medio del inacabable añil, mi corazón empieza a sentir contradictorias arritmias porque por un lado se serena y, simultáneamente, se agita, como reaccionando, como burlándose de mi impaciente espera de dos días, encerrado en el ómnibus del sino. Pero yo ya sé que allí, debajo de los picos blancos que empiezan a multiplicarse, está La Paz, y en ella, tal vez recostada en la sábana titilante de las premoniciones, se encuentra la mujer que amo. Imagino, hasta podría decir que sé, que ella, entre los resplandores que se generan en su espíritu, presiente que estoy llegando, que mi imagen perdida en la tenebrosidad del tiempo se le hará luz, que ella misma sabe con la certidumbre de los largos espejismos, que a partir de ese día, deberá empezar a afianzar su verdad y a realizar los sueños guardados durante un año de distancia. Aunque, claro, no sabe, de este difícil viaje que he emprendido para ir a buscarla, impulsado por los fragores de esta mi alma que ya conoce, que solamente con ella podré abandonar esta oscuridad que me cubre como un manto de persistente noche fosca.
Así, con la luz de la estrella creciente de la felicidad imaginada iluminándome el alma, dos horas después llegué a la ciudad. Tomé un taxi hasta la casa de mi hermana, donde me alojaría. Nos expresamos el cariño y la sorpresa durante algunos minutos, y sin demorarme más (ya habían transcurrido 11 meses, 5 días, 6 horas), partí a buscar a la mujer de mi vida. Sé que me impulsa la vitalidad de mis años jóvenes, sé que no tengo ni tendré la oportunidad de la experiencia ni, por lo tanto, de la sabiduría, pero sé con la más rotunda convicción que para eso recorrí miles de kilómetros y decenas de horas, sé que es allí donde debo ir y que con ella debo permanecer. Pude tomar un taxi hacia la encumbrada calle Reseguín. No lo hice. Quise respetar el rito, establecido algo más de un año antes, cuando para verla debía caminar esas calles de tortura, de cumplimiento del sacrificio anticipado y necesario para gozar de su belleza, de su ternura, de sus besos, de la premonición de su cuerpo.
Y aquí estoy, subiendo el impiadoso sendero y sintiendo que mi corazón se desboca, en parte por la fisiología alterada, pero sobre todo por su propia emoción. Recuerdo que, en el pasado, para aliviarme la subida, solía imaginar que la tarea no era tan ardua, porque ella tenía el don de apaciguar la inclinación de las pendientes, para que yo no sufriera tanto en alcanzarla. Recuerdo que alguna vez me dije, que esa imagen de las calles rebeldes sometiéndose, me hacían entender el nacimiento del Realismo Mágico. Y, para alentar el retorno de esas magias de antaño, traigo a mi memoria los espacios de su piel, su calor, su intensidad. También me susurro fragmentos de canciones de promesa, y aunque no llevo guitarra, me digo que “para ir a buscarte, he colgado la estrella de mi canto, en el vértice más sonoro de su boca”. Me digo poemas de Prévert, sobre todo dos: el de la naranja sobre la mesa, y el de los tres fósforos. Tarareo la Primavera de Vivaldi y el Adagio de Albinoni. Me hablo a mí mismo, y aunque como un relámpago se me esboza el temor de no encontrarla, me digo, ya falta poco mi amor, un esfuerzo más, unos pocos cientos de metros más. Y la subida es, a pesar de todo, dura; se acelera el bombeo de mi sangre y los ríos escarlata de la misma, inundan mis músculos, los nutren, los hacen sostener la carga de mi cuerpo que ya es íntegramente un sueño. Y así, soñando en ese recorrer, como si deambulara tragado por los astros de la noche, llego a los últimos cincuenta metros, ya planos, ya no escarpados de la calle Reseguín.
Aquí estás tú, amada Rose Marie, me digo. Y de esa manera llego a tu puerta. Ya no me pierdo en ensoñaciones, y aunque los latidos del músculo que moviliza mi sangre no se han serenado, sino que más bien se exaltan ante la promesa que mi fe hace probable, de tu presencia, me decido a llamar. Tengo la certidumbre del instante y de su trascendencia definitiva en mi vida. Sin embargo, como un fulgor, me asaltan la duda y el temor de que no estuvieras en esa casa que está marcada en mi alma. El coraje y el impulso de todo lo recorrido, me deciden. Estoy a punto de tocar para que me atiendan, pero la puerta se abre y apareces tú, luz de mis sueños, belleza hecha de soles y de lunas. Tú, suma de mi amor, resumen de mis instintos, fuerza que me impulsa. Tú, responsable de todos mis florecimientos y cataclismos. Aquí estoy, atrapado en el resplandor de la verdad, rendido a la evidencia de tu vigencia absoluta en mi vida. Me miras y tu mirada es honda, es sabia. “Sabía que hoy ibas a venir”, me dices con enorme serenidad, y sólo entonces te desbocas, desencadenas el esplendor de la alegría, te cuelgas de mi cuello y me besas en la boca.