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Ecuador: videollamada en cuarentena

Aitor Arjol
Crónicas de Quito

La vida sigue o nos adaptamos a la coyuntura, con o sin romanticismos. Soy muy consciente de las complejidades y contrastes presentes en la sociedad y la cultura ecuatorianas, así como las diferencias que apelan entre los habitantes de la sierra y sus homólogos de la costa.

Buena parte de las circunstancias aprehendidas después de 16 años residiendo en el país -con algunas ausencias-, vienen a corroborar buena parte de las conclusiones a que llegó Jorge Enrique Adoum en su ensayo «Ecuador, señas particulares», no sin controversias.

Han transcurrido más de dos décadas desde que el ensayo de Adoum saliera a la luz, y ni tan siquiera después de tanto tiempo ha perdido vigencia. Muchas de sus afirmaciones permanecen indelebles en la idiosincrasia local, y tantos años de observación empírica y silenciosa, así parecen confirmarlo.

A la contemplación de casi dos décadas debo añadir la convivencia con su gente -en todas partes hay seres excepcionales-, así como desempeñado importantes responsabilidades públicas y comunicacionales -pasando lo más desapercibido posible-, ayudado en la medida de lo posible, leyendo en abundancia, y a ratos gestado algún que otro proyecto literario..

En la medida de tal convivencia resalto la más amplia posible y sin distinción de clases, pues en lo tocante a lo profesional me ha tocado lo más selecto, riguroso y particular de ciertas élites, donde el mérito técnico no cuenta tanto como el compadreo y los intereses. Y en lo personal, ese círculo se ha amplificado considerablemente, hasta llegar al guardia del edificio, el que vigila la obra de enfrente, el caserito que trae la fruta en camioneta, los vendedores venezolanos del paso de cebra, la cubana que regenta una pizzería, los encargados de la panadería, muchísimos taxistas, algún que otro vagabundo que compartió cena de Nochebuena invitado, colectivos y organizaciones de la sociedad civil, gitanos, algún que otro choro -ladrón- de buena conversación, gente aparentemente de mala calaña, vendedores ambulantes, camioneros, indígenas otavaleños, pastores de páramo, sembradores de maíz, empleados del agua potable o del servicio eléctrico y un largo etcétera de donde he obtenido la visión más objetiva e íntima del país, es decir, el país de las desigualdades, el de las hipocresías, el de los agravios, el del crespúsculo más abundante, el de la selva perenne, el de la desidia de muchas autoridades pero también la vocación de otras en términos de excepción y casi siempre vinculadas al aparato local, municipal o provincial, pues estos últimos son sabios conocedores de la realidad que les toca y dan lo mejor de sí mismos para satisfacer las demandas de su gente.

La suma de todo , pero preferentemente de la gente de a pie que siente y padece, así como ciertos exponentes de arriba que trabajan duro y contribuyen en términos de horizontalidad y respeto, otorgan la medida casi exacta de Ecuador, un país extrañamente generoso e infinito pero con fuertes carencias en términos de memoria reciente: a ratos olvidan que sus compatriotas fueron emigrantes en España, Italia o Estados Unidos, por mencionar los principales destinos en los cuales sufrieron similar discriminación a la que ahora ellos ejercen sobre colectivos como el cubano, colombiano, venezolano y aún español.

Este último comportamiento asoma sobre todo en los ríos de las redes sociales, y en la vida cotidiana, e incluso en las vicisitudes de trabajo en el sector público, porque consideran que el ejercicio de tales funciones es cosa de ellos y está vetado a los extranjeros, aunque al final acabes ganándote el respeto a fuerza de un trabajo bien desempeñado. Un país con tanto potencial, pero en la práctica desaprovechado. Un país que enamora a simple vista, y en el que aguardan misteriosas razones para que a vista de pájaro eches raíces en él. Qué paradojas.

El mismo Jorge Enrique Adoum señalaba al respecto en aquel ensayo: «nuestra identidad está constituida, en su mayor parte, por factores positivos que olvidamos en el fastidio de cada día, y apunta al futuro, más que al presente. Quizás porque con ese resentimiento recíproco con que negamos la Colonia la perpetuamos, negándonos a nosotros mismos; quizás porque sentimos hoy en día que el país se nos desmorona, no sabemos bien por qué, y nos guiamos por el ruido de los trozos que caen o por el hedor de la putrefacción moral y hacia allá volvemos los ojos, señalamos a tientas a los culpables de lo que nos sucede, pero nadie es culpable, menos aún nosotros. Y nos quedamos confiando a ciegas en algún milagro…»

El sentimiento apuntado por Adoum permanece intacto, como si el país se hubiera detenido en alguna postal y el bello paísaje andino prosigue su andadura de pajonales, quebradas y agua sembrando transparencia allí por donde se descuelga. ¿Qué se hizo mal para perpetuar esa impresión de cierta tristeza y amargura? La respuesta también se adivina a tientas.

Tanto en la reflexión, como en el análisis o debidas conclusiones, la crudeza resulta proporcional a la querencia por el país. Cuanto más se ama un país, mayor capacidad para desmontar los mitos y caer en todo su dolor, algo que por otra parte comprendo no debe resultar fácil para el nativo, como si no hubiera lugar para la sinceridad frente a la tierra de donde es uno. Ello reafirma aquellos versos acuñados por el poeta hebreo Naim Araidi:

«Un lugar queda marcado sólo por aquél que lo ama
Colgaré, pues, mis esperanzas…»

Yo colgué mis esperanzas en esta tierra, donde aún permanezco sujeto, incluso con el atrevimiento de poner palabras duras y tiernas al mismo tiempo, donde su habitante a veces guarda silencio.

Mientras tanto, en una tarde soleada, callada como mirlo en estado de gracia, en la azotea de cualquier casa, en algún barrio perdido del norte de Quito, alguien se sentó en una banqueta de plástico, a conversar con los suyos por medio de la única herramienta que dirige abrazos en la distancia, una videollamada como salvaguarda de que aún estamos vivos.

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