¿Es Bolivia un Estado inviable? La misma pregunta podía hacerse ayer, cuando el país cumplía un año de vida, en 1826… o cuando cumplía cien años, en 1925. Y en todos los años… Y como casi todas las preguntas de las ciencias sociales, esta tampoco halló una respuesta. Si la comparamos con Alemania o Canadá, Bolivia es un remedo de Estado; si la comparamos con Yemen o la República Democrática del Congo, es un país con instituciones y hasta se diría económicamente boyante. Todo depende de con qué se comparen las cosas. Pero como el ser humano tiene sus deseos puestos en lo mejor, el tenor de la crítica al Estado boliviano siempre giró en torno a la disfuncionalidad y a la artificialidad de la nación.
Los bolivianos creen que son únicos en cultura, en formas de organizarse, en cosmovisión, pero esa convicción de originalidad o singularidad folclórica, es generalmente una ilusión que resulta siendo solo un mecanismo de defensa ante la hostilidad que acecha afuera. Lo cierto es que muchos pueblos del mundo con historias traumáticas similares fueron acarreando las mismas manías y virtudes, las mismas creencias, los mismos errores. Todos los seres humanos quieren más o menos las mismas cosas: un buen nivel de vida y tranquilidad en la vida cotidiana. Y es ese deseo común el que hace que todos actúen de manera similar en función de contextos relativamente similares.
¿Qué historia creer? ¿La de Arguedas, que es una crónica de lamentos, una reseña morbosa pero también crítica y catoniana (moralista), sobre gobernantes inescrupulosos y viciosas masas gobernadas? ¿O la de los historiadores que quieren levantar la moral o, por lo menos, tienen una visión no tan pesimista del pasado? Probablemente ni la una ni la otra (o ambas). Porque no hay historia que esté desprovista de los prejuicios acumulados por su autor. Sin embargo, tal vez sea bueno rescatar el espíritu de la crítica del gran pesimista paceño para reconocer los errores que no son de quienes se llevaron la plata, ni de quienes invadieron el Pacífico, sino de aquellos otros —estos, a diferencia de aquellos, bolivianos— que no educaron al indígena cuando estuvieron en el poder, que robaron del Estado, que practicaron el racismo como forma de vida o que, levantando la bandera de los humildes, formaron nuevas élites tan despreciables como aquellas a las que habían derrotado.
Pero pese a todo, cumplir doscientos años, aunque a los tumbos y dando bandazos, en crisis y con corruptos en el Estado, no debería no celebrarse… Finalmente, preservar las fronteras (aunque invadidas y deformadas), una sola bandera (aunque cuestionada por algún régimen político) e instituciones (aunque en permanente ruina, sobre todo hoy) durante 2.400 meses, no es poca cosa… Teniendo en cuenta que hay Estados que están entre la unidad y la desintegración porque viven en sangrientas guerras civiles, Bolivia tuvo un recorrido relativamente heroico y pacifista. Sobre todo, heroico. Porque al lado de sus miserias está la historia de la lucha por la modernización, una historia que marchó a tropezones, pero que está ahí, innegablemente.
Sin embargo, ¿vale la pena creer en la pureza de la bolivianidad, cabe el orgullo de ser boliviano? ¿Vale la pena creer en tales mitos? Creo que sí y no… Sí, porque la nacionalidad es un sentimiento que arropa y otorga algún valor a la vida colectiva y hasta individual. Todos nos sentimos en casa cuando vemos una tricolor, el Cerro Rico o el Illimani. Todos, en algún momento, nos hemos sentido orgullosos de ser bolivianos, incluso por rebeldía. Y no vale la pena porque, si por un momento nos elevamos y vemos todo en clave de especie humana, las fronteras y los Estados son solo jugueteos del caprichoso espíritu de la historia, y pueden el día de mañana ser solamente parte del pasado, de la crónica de los siglos y milenios; como todo cambia, la Bolivia que hoy tenemos mañana puede haber dejado de ser. (Y ciertamente, en algún momento de la vida es saludable ver las cosas desde la perspectiva macrohistórica y de la trascendencia de las cosas en el largo arco del tiempo… pues esa perspectiva nos dota de algo de humildad.)
Pero no quiero terminar este texto con una nota de escepticismo. Son doscientos años ¡y Bolivia sigue…! En tanto el ser humano guste de mitos, los colores de la bandera significarán todavía algo importante en nuestras vidas, en nuestros hogares y en el proyecto común que quisiéramos formar. Por mi parte, debo reconocer que, como los seres humanos somos ambiguos y complejos, amo y odio este país, que lo odio y lo amo, con mucha pasión, por todo lo que es y me ha dado hasta ahora. ¡Felicidades, Bolivia!
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social