Blog Post

News > Letras latinas > Dos cuentos de Sergio Ceyca

Dos cuentos de Sergio Ceyca

Hombre con frasco

–Aquí tengo un demonio–me dijo el hombre colocando un frasco sobre la mesa, en cuya tapa florecía el óxido–. Durante muchos años he tenido tentación de abrirlo para concluir con mi sufrimiento. Pensé que al encerrarlo terminaría la crisis, más, igual que cuando llega el ojo de un huracán rabioso, la tranquilidad sólo duró unas semanas: ¿alguna vez le han impedido dormir los reproches de sus muertos? Cuando el demonio entró en nuestra vida prometió que iba a solucionar nuestras carencias: por eso le dije a mi esposa, con emoción, que finalmente saldríamos de este monte olvidado, que podríamos volvernos ricos y famosos, y aunque ella me miró con recelo, confió en mi visión. Nuestra hija aún era una espiga que brotaba de la hierba, lejos de ser deseada por los hombres. Así que le abrimos los brazos, le brindamos un espacio en nuestra casa y él me hablaba sobre el ritmo seductor de la vida de lujos en las ciudades; los espectaculares, sobre los rascacielos, opacando a las estrellas; las fiestas, debajo de estos, dónde las celebridades bailan sin zapatos. Yo conocía su naturaleza y, aun así, lo escuchaba con hambre de ilusiones. Hasta la tarde que mi niña desapareció. Primero culpamos a los demás pobladores, aquellas personas que también viven en casas a medio construir; y cuando salí a buscarla y al regresar lo encontré sobre mi esposa, intenté asesinarlo aunque (bueno, usted sabrá) así no se mata a los demonios. Las balas lo atravesaron y dieron contra mi mujer.

–¿Y cómo terminó en el frasco? –le pregunté mirando que no dejaba de acariciar la tapa de metal que, con el tiempo, de seguro ya se habría pegado. La suciedad no me permitía ver el interior.

–Una noche que nos emborrachamos me confesó que temía a los espacios reducidos. Se sentía asfixiado en ellos. El frasco fue lo primero que tuve a la mano: ahora me parece ridículo que ésa se convirtiera en su morada. Claro que se resistió: me miró con la misma cara de perro regañado con la que yo lo miré cuando entendí su naturaleza, así que tuve que golpearlo, someterlo, empujarlo; tuve que obligarlo a rendirse ante mi venganza. Desde aquel día han pasado muchas décadas en las que sólo he estado encerrado en esta casa, lejos de los demás, donde todos los días me atormentan los murmullos de mi familia muerta: ¿sabe?, en mis sueños la voz de mi niña me recrimina no haber advertido las señales, haberlas ignorado. Ante esta tortura necesito alguna esperanza: ¿me entiende?

Observó el frasco como si quisiera darle un empujón hacia mí. Pero dudó. Antes de averiguar qué pretendía me puse de pie y hui adentrándome en los kilómetros y kilómetros de oscuridad y silencio, corriendo entre la maleza seca y la tierra, lejos de las atrocidades cometidas por los hombres.

Siempre en dirección al océano

My baby ain’t coming home:

he’s lost at sea.

Anna von Hausswolf

La primera vez que llamó fue para anunciarme que no regresaría. Por más que buscaba, no había razón para hacerlo.

La segunda vez me pidió perdón por no saber cómo recuperarse. Aunque había conseguido trabajo en una pescadería cada vez que agarraba un pescado pensaba que un poco antes, horas quizá, aún fluía con vida por el agua salada y eso le impedía abrirlos y sacarles las entrañas para transformarlo en filete.

–¿Acaso nosotros también tenemos que convertirnos en eso? –me preguntó con voz entrecortada–. En el océano se originó la vida. ¿Nunca has sabido que su agua ayuda a cicatrizar a las heridas? Cuando llegué a esta ciudad y lo vi por primera vez entendí que no podría regresar a esa oficina a seguir rodeado por torres de papeles. Lo curioso es que el trabajo que odiaba fue el que me envió aquí. Desde niño soñaba con los monstruos que viven en sus profundidades, abrazados por la oscuridad, los monstruos hermosos, o en los barcos, en el fondo, habitados por arrecifes.

Las siguientes llamadas (ya no recuerdo cuántas) se han perdido entre problemas. Mi jefe me dijo que en las últimas semanas he andado muy distraída: o me concentraba en mis responsabilidades o tendría que prescindir de mí. Como si el trabajo en el banco no fuera todo lo que tengo; como si hablar (y a veces salir) con mis compañeras no fuera lo único que me distrajera. Como si las llamadas en las que me cuenta que está sentado en el rompeolas no fueran lo único que me brindara esperanza.

Todos me recomiendan buscarme otro novio: mi padre lo hace en la casa y mis compañeras de trabajo, en la oficina. «¿Cómo puede ser que un hombre se “pierda” al conocer el mar?», me reclaman. «¿Qué clase de pretexto es ese para abandonar a tu pareja? Tienes que pensar mejor las cosas», me reprochan. «Sí, vivimos en medio de las montañas de hierba muerta, solo unos ríos contaminados atraviesan la ciudad, pero nadie va al puerto y se queda prendido del océano».

Mis compañeras me sugieren, mirándome con severidad, que le pregunte si hay otra mujer. Yo no deseo saberlo.

Hace unos días me dijo que renunció para ayudar a un pescador anciano que se lanza al océano en una lancha de madera mohosa.

–Me gusta trabajar metiendo las manos al agua. Despertar temprano, también: ¿por qué alguien querría pasar su día en un lugar plástico, donde no pueda sentir la lluvia y el sol?

Hoy me ha dicho que ha decidido embarcarse. Necesita sentir la fuerza del mar. Le pregunté por qué no se tranquiliza: ¿no estaba disfrutando su nuevo trabajo?

Me reniega:

–No me entiendes. Recuerda que, cuando aún trabajaba para el notario, me la pasaba teniendo ataques de ansiedad, no podía tener una sola noche de sueño profundo; y ahora, eso se ha ido. Mi cuerpo es uno con el mundo. ¿Por qué no puedes entenderlo?

Tuve que alejar el teléfono de mí para respirar tan profundo que sentí que para necesitaría todo el oxígeno del mundo. En lugar de gritarle, le pregunté si tenía planes de que yo me fuera a vivir con él. En ese momento rio. No tiene dónde caer muerto, ¿por qué iba a hacerlo?

–Necesitas disminuir tus ambiciones femeninas: no todo en la vida se trata de vivir bajo un mismo techo compartiendo los infortunios.

Ya iba a reclamarle cuando hizo una pausa –entendiendo el error de su arrogancia– y me dijo que tenía que vivirlo sólo:

–Te extraño, por eso te marco todo el tiempo.

Le dije que yo necesitaba que estuviera a mi lado. Que las cosas se iban complicando. Y como siempre en lugar de escuchar lo que le estaba diciendo, regresó a sus problemas.

+++

Muchos días sin llamadas y sin que respondiera. Observaba el teléfono como si fuera a derretirse en mi mano y a quedarse pegado a mis dedos; como si en cualquier momento fuera a vibrar y antes de que pudiera responder, explotara en mi mano. Decidí buscarlo. Mientras iba en el autobús encontré extraño cómo las montañas se quedaban atrás hasta que todo son praderas y tierras de cultivo, a cuya orilla aparece el océano como un pensamiento inquietante, primero débil, pero que cobrando fuerza al acercarse a la carretera.

Al llegar al puerto no sabía a dónde ir. Intenté reconstruir sus llamadas telefónicas. Me dirigí hacia al mercado local. Con una fotografía pregunté en todos los puestos sí lo conocían. El olor a pescado me mareaba. Cuando finalmente un hombre me respondió que sí, que había trabajado ahí algunas semanas, no me gustó que me mirara con desconfianza antes de preguntarme quién era. Le dije la verdad.

–Este chico llegó un día y me pidió empleo. Sonaba muy determinado y se la pasaba diciendo que se sentía mejor que en su empleo anterior hasta que, una tarde, no volvió–. Me tendió unos billetes–. La última paga. El muchacho me preocupa.

Pensé que ahí iba a pasar directo al segundo empleo. Tuve que caminar por la arena acercándome a aquella parte de la playa donde residían las lanchas. Me quité los zapatos para caminar descalza. Cómo hubiera deseado que él estuviera conmigo llevándome del brazo, mostrándome su nuevo mundo. Protegiéndome de las gaviotas. Escuché el pegajoso golpetear del agua contra la tierra esperando que él estuviera ahí, que aquel lugar fuera del que me llamaba siempre. Pero sólo encontré una lancha y un señor, ya anciano, fumando. Le enseñé la fotografía. Lo conocía, trabajó con uno de sus amigos. Me dio su dirección. Volví a caminar. Era una casa pequeña, sin muchas decoraciones, con bolsas en las ventanas en lugar de cristales.

–Trabajó conmigo hasta que los del barco llegaron prometiéndole las zonas más profundas. Ese muchacho está obsesionado con el mar, más de lo que debería. Ya debe de estar de vuelta.

Le pregunté dónde podría encontrarlo.

–Durmió aquí varios días, en una esquina usando de almohada su mochila y con una cobija para cubrirse del frío. Pero desde que zarpó el barco, ya no lo sé.

Otra vez respiré intentando aspirar al mundo, eliminarlo, y el pescador se me quedó viendo.

–¿Eres su hermana?

Le expliqué la situación en la menor cantidad de líneas posibles. Cada vez que la comentaba me sentía más tonta. El hombre me ofreció una cerveza (la cual rechacé):

–Ese muchacho está perdido dentro de su cabeza. Quizá, lo mejor, para ti, sea buscar a alguien más.

Con miedo le pregunté si tenía a otra mujer en el puerto. Me dijo que él no sabía.

–A veces no llegaba a dormir pero, también, en más de una ocasión lo descubrí durmiendo en la playa, a la orilla de la balsa.

Por suerte pudo decirme dónde buscar al dueño del barco. Lo encontré en un restaurante de mariscos comiendo junto a más personas. Claro que lo conocía. Y claro que desconocía dónde estaba.

–Maldito chico ausente, aunque es bueno para realizar el trabajo siempre anda en Júpiter o en Saturno; a veces se quedaba mirando por la proa hacia el horizonte como si en cualquier momento fuera a tirarse. Al desembarcar no sé para dónde habrá agarrado.

Volví a caminar por la playa esperando encontrarlo mirando por ahí. En unas horas ya la había recorrido de ida y de vuelta. Estaba anocheciendo y no sabía dónde iba a dormir. Tenía la esperanza de que fuera con él para quitarme el antojo del sudor del carnicero que conocí en aquella fiesta, con mis amigas: un chico de la tierra que siguió marcándome y a quién ignoré porque yo tenía una responsabilidad que no podía cumplir.

No pude más. Me senté en un rompeolas a llorar como si quisiera petrificarme y volverme parte de él, con tal de no tener que regresar a la oficina, a las responsabilidades. Y en eso sonó el teléfono. Por primera vez, en muchos días, estaba sonando. Así que contesté. Antes de que pudiera hablar me dijo que la vida en el barco había sido muy buena, que en su vida se había sentido así de conectado con planeta.

Le pregunté dónde estaba. Hizo como que no me escuchó y siguió hablando.

–Quiero ser un pescado. Necesito agua, no oxígeno. Quiero ser uno con el océano. ¿Me entiendes?

 —¿Dónde estás?, ¿dónde estás? Necesito encontrarte antes de que anochezca. Necesito estar junto a ti. Necesito que dejen de temblarme las manos —le grité y como una vez más me ignoró, no supe qué más hacer, necesitaba detener la marea de emociones.

Así que tiré el teléfono y lo vi a lo lejos sumergirse en el agua. Ojalá que las olas se lo regresaran después. El océano, su adorada conexión con el mundo.

Continué llorando en medio del rugido del agua y, tras limpiarme las lágrimas con la manga llena de arena, me dije que ya era hora de regresar a la tierra.

Biografía

Sergio Ceyca (México, 1990) ha publicado la novela No tendrás perdón (2018). Estudió leyes en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Se ha desempeñado como reportero en diversos medios electrónicos como Primera Plana Portal y Plumas Atómicas, al tiempo que ha colaborado en algunos impresos como Milenio Cultura y La Jornada Semanal. También ha publicado relatos en las revistas Radiador, Timonel y Tierra Adentro. Actualmente es editor de la sección cultural de La Pared Noticias y becario en la categoría Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca).

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights