Como dice el filósofo H.C.F. Mansilla en su libro Filosofía occidental y filosofía andina (2016), “la idea del necesario equilibro entre el Hombre y la Tierra y la consciencia de la violación del medio ambiente por la civilización industrial trajeron consigo por aquellos años una reevaluación de la ‘sabiduría indígena’, la que se expandió desde las selvas amazónicas hasta la zona montañosa de los Andes, dando una nueva oportunidad a la filosofía andina”. Pero, como también apunta Mansilla, hay que tomar en cuenta que muchos grupos indígenas, igual que el hombre moderno-occidentalizado, pretenden alcanzar objetivos muy humanos (egoístas), como la expansión de sus tierras y la destrucción de la naturaleza para fines prosaicos y cortoplacistas, como la construcción de una carretera o una industria. (Una mirada razonada sobre las prácticas cotidianas de ciertos grupos indígenas puede evitar su idealización.)
En Bolivia, quienes representan el mayor peligro para la naturaleza son los empresarios de Santa Cruz y los indígenas de las zonas altas que están ansiosos por quemar los molestosos árboles, para tener enormes espacios para plantar soya o criar enormes hatos vacunos. Mansilla supone que “las etnias originales del bosque amazónico van a ser seguramente exterminadas por otros indígenas (por ejemplo, por los campesinos sin tierra que emigran desde las empobrecidas y superpobladas regiones montañosas andinas), y estos últimos tienen como objetivos modernos la extensión de la frontera agrícola, la incorporación de esos territorios al progreso material, el aprovechamiento de nuevos recursos y la mera supervivencia individual”. En este escenario, cabe preguntarse qué se podría hacer, más allá de conseguir que el gobierno abrogue el paquete de leyes incendiarias, promulgadas a partir de 2013, en el gobierno de Evo Morales.
Varios de los problemas del mundo —como el terrorismo o la amenaza de una guerra nuclear— están en manos de élites pequeñas. En el tema ambiental sucede lo mismo: quienes más daños hacen a la atmósfera y los bosques son élites pequeñas, pero que tienen gigantescas ambiciones crematísticas y un gigantesco poder. Pocos deciden la suerte de muchos. Tómese en cuenta el siguiente ejemplo: si el día de mañana la gran mayoría de toda la humanidad adoptara hábitos ecologistas, como el reciclaje de plásticos, el uso moderado del agua o el uso de energía sostenible, más o menos el 70 por ciento de toda la contaminación se seguiría produciendo por una extraordinaria minoría de la humanidad. Sería un valioso 30 por ciento menos de contaminación, pero eso, recordémoslo, teniendo en cuenta una realidad poco menos que imposible: que casi toda la humanidad se vuelva ecologista. En este sentido, lo que se necesita urgentemente es una conciencia ambiental de las grandes mayorías, para que estas actúen en consecuencia: por ejemplo, presionando incansablemente a los gobiernos a limitar la devastación que ocasionan a la Tierra las grandes corporaciones, como Coca-Cola o Nestlé, entre muchas otras. Una opinión pública enfocada en el asunto ambiental sería, pues, muy positiva. Como dice Harari, la cooperación es una de las habilidades que más poderosos (para bien y para mal) nos hacen a los seres humanos, y si cooperásemos para bien —en este caso para exigir que las grandes empresas dejen de contaminar tanto—, seguramente algo bueno se lograría.
Pero esto no significa que pequeños cambios en la vida cotidiana no sirvan, pues finalmente somos animales de costumbres que replicamos lo que vemos o lo que los demás hacen. Una vida moderada y austera en la que, por ejemplo, compremos lo que necesitamos solamente o pongamos límites al uso del agua, de seguro tendría un efecto ejemplificador (y multiplicador) en nuestro círculo social íntimo (sobre todo en generaciones jóvenes) y serviría un poco más que las solemnes resoluciones que los jefes de Estado firman al cabo de aparatosas cumbres por el medioambiente. Pero hay que comenzar ahora mismo, no mañana, porque día tras día los polos se derriten y las selvas se incendian. Si pensamos en implementar cambios mañana, será demasiado tarde.
Considero que el problema ecológico es el más grave que enfrentamos como especie, ya que las crisis económicas, los problemas sanitarios, las autocracias o —y lo digo con el riesgo de parecer un insensible— incluso las guerras, de alguna forma son transitorios y tienen soluciones relativamente fáciles. La amenaza ecológica, en cambio, es una bomba de tiempo cuya solución podría ya no estar mañana en nuestras manos. Puede ser que estemos ante una debacle sin precedentes en la historia, pero también que, con algunos rasguños, salgamos de este problema, como fue tantas veces en la historia, pues el enorme poderío técnico y económico que poseemos, con algo de buena voluntad puede ser utilizado para bien.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social