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De chinos, sandías, paraísos sociales y viva la izquierda

Combato el finasteride con sandía. Equilibro en lo posible la química moderna con la sapiencia milenaria y pervertida de los chinos. Del éxito mejor no hablar porque me he vuelto adicto a la soledad; estamos yo y los Andes y Yayabo en instrumentos de la Orquesta Riverside. Corre brisa, desde mi dormitorio puedo ver el Tunari pero desde la sala el bosque que queman con asiduidad los hermanos protectores de la Pachamama. Matricidio, digamos, azuzados por el vértigo de convertirse al capital, de usar falaz retórica para alcanzar el objetivo final de ser igual al odiado. Pobre naturaleza humana que brega por llegar a la cima de lo que siempre fue ajeno, enemigo incluso, pero meta al fin de obviar el útero, de olvidarlo y vilipendiar su memoria para mimetizarse, sin poder hacerlo bien, con el otro detestado. Drama nacional. O plurinacional; baile de máscaras que ya no significan nada. Se ha inmolado la tierra, el recuerdo, en aras de la ganancia, si mal habida mejor. Aquí no hay originales ni amaestrados sino un largo vertedero que desemboca en la pluma del Dante.

Mientras tanto yo con mis evaluaciones frutales y el beneficio paradisíaco que proponen: tetas apuntando al cielorraso, un cafecito inane en paños menores, sonrisas fingidas, caricias de manos como leyendo el reverso de lo que leerían los gitanos. Ha sido un gusto, muy rico, delicioso, caliente como chocolate y fresco de helado de canela. Que no sea la última vez, tú sabes que te quiero, salúdame a tu esposo. Que se repita ¿no? Escucharemos música y trataré de conseguir buena marraqueta y quesillo garantizado para terminar nuestra efímera y sutil cofradía. Besos, chau, que descanses y sueñes que el ángel de la guarda asoma desnudo a tu ventana y te asombra con notables ejercicios onanistas. Luego vuela y de pronto lo ves caer: era Lucifer.

Avanza el domingo. En el de ramos, que desde niño me gustaba, compré palmas entrelazadas para dejárselas a mis padres y hermana. Imagino cómo estará mi anciano departamento de la calle Clarkson. Incluso con la intensa nieve disfrutaba de su terraza. Salía a leer y terminaba contemplando el aire, automóviles, perros, muchachas y transgéneros. Barrio hermoso, compraba pan de tres quesos, focaccia con cheddar y jalapeños, con olivas negras y orégano. Los alternaba con Walter Benjamin, Heinrich Mann y Franz Werfel, mi rama judeo germanófila. Por el ventanal del living entraba a mi reducto, cerraba cortinas y a cortar shallots, idear un guiso como construyendo un poema, de esos que hacían sonreír, no los llorosos de una amiga poeta que en su cátedra leía algo y sollozaba de inmediato. La clase convertíase en maremoto y los bajeles, de banderas rojas la mayoría, huían por vanos de puertas mal cerradas. La pobre, mojada, húmeda de cabeza a muslos, reunía aquellos papeles malévolos, llenos de tristeza y se iba a casa a esperar cualquier villano que adarga en mano, lansquenete criollo, atravesase la verja de hierro con ilusiones romances. Hablar de poesía… Tango El pañuelito, 1920, orquesta de Roberto Firpo. Da para el lloro.

Me dice Jesús (a los Jesuses los llaman Chucho o Chuy en México) que le han informado que los chinos venden bolsas de cáscara de sandía seca en sus gigantescos mercados. Entramos. Cochinitos asados, grasosos y anaranjados, cuelgan de garfios. Los patos lo mismo, con patas y pico que en China no se desecha nada. Extraños vegetales, frutas, peces de todo tipo, muertos y vivos. Los que todavía pertenecen a este mundo te miran con azoro. Luego aparece un cliente, señala al pobre animal y delante tuyo con un ancho martillo de madera le hienden la cabeza y se acabó. A la sopa será, moqueca de pescado o ceviche. Discuten pequeñas mujeres orientales a los gritos. Me equivoco: están congeniando. Gente de toda etnia, los mercados asiáticos y de Oceanía sobrepasan a sus pares norteamericanos con mucho. Bellas paquistaníes obedecen a sus capataces vietcong, carniceros de los de Bin Laden pasean con delantales sangrientos. Decenas de gatos dorados, el Maneki Neko, mueven la zarpa izquierda bendiciendo al público, plástico Made in China, o quizá Taiwan que en este espacio importa el dólar, no la geografía continental.

Pues, contaba, que con Jesús vamos por el santo grial del sexo. Nos informamos en la red del viagra natural de infusiones de té con la famosa cáscara. Nada. Nueve de la mañana, tampoco; ocho, menos. Madrugan quienes añoran el poder de la “única” razón. Habrá que viajar a Ica, en la costa peruana, en donde vi inmensas plantaciones de la fruta. Y en Palpa. No dudo que hoy siglo veintiuno los mercaderes de Beijing aguarden la cosecha allí. Desesperación china por el coito, casi razón de ser. No lo encuentro en Confucio ni en el arte de la guerra. ¿De dónde viene semejante complejo? ¿De los comunistas? Bastante tiene esa escoria de qué ser culpada, vaya a saberse, tal vez también de esto. Se atragantan con cuernos de rinoceronte, con glándulas de torturados osos himalayos, con los últimos huesos raspados de los tigres del Amur. Patética carrera por dudosa identidad varonil. Pudientes, compran muchachas de rasgados ojos azules en Ucrania; en su tiempo, según vi en una dramática película, secuestraban chicas en las ciudades para venderlas en aldeas campesinas. Como se hace, lo he escuchado, en Bolivia para alimentar el vicio de los mineros del oro en la región de Carabaya, para saciar su instinto animal de baba verde, sagrada hoja y alcohol, viva la revolución.

Descorazonado, Jesús enciende la gigantesca Ram para partir hacia Juaritos. Los narcos ya lo conocen, les deja regalos y no se detiene en el camino. Va al encuentro de su morra, veinte años menor, con la que tendrá que frotarse como trapo viejo. No lo ayudaron los chinos, ni el presidente López Obrador, conocido con el apodo de “El Cacas” debido a algún comentario escatológico, tonto y cansino de los que suele parir.

Pues, domingo de sarcasmo. Santa ironía. Abanicándome con los poderes jerárquicos, con los municipales, con los de cualquier tipejo que creyó en el abracadabra de sus dirigentes. Mencioné la poética como arte del plañido. “La plañidera, la plañidera”, cantaba bellamente Leonardo Favio. Iba a buscar unos versos de Georg Trakl pero no cabrían en esta burla. Recuas por las calles, rebuznan y copulan con aterradores gritos de júbilo. Prefiero cerrar los postigos que caso contrario el infierno del Bosco me invade y ni la sobria armadura del conde de Orgaz podrá detenerlo.

Bebo mi helado jugo de sandía, no es de rojo bolchevique y no tiene efectos que combatan el finasteride. Me evade, al menos por el momento, de las urracas como Grabois al sur y sus eunucos provinciales distribuidos por doquier con verborrea trágica y la famosa bolsita verde que esconde en ella su supuesto corazón.

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