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Cuadernos íntimos

Andrés Canedo

Cuando la conocí, tuve la intuición reveladora, de que iba a amarla. Era la epifanía, no la serendipia. La había estado buscando y finalmente, se me reveló. Claro que su belleza física llamaba la atención, pero había conocido mujeres más bellas que ella. Lo que pasa es que había algo, como una brisa suave y tierna que emanaba de su alma, y que le hablaba a la mía y que me decía que en ella encontraría mi verdad, que mis tiempos de deambular en un mundo tan lleno de novedades, pero carente de sentido, habían acabado. De que por fin, como un navío largamente perdido, llegaba a un puerto seguro y hermoso, con todos los alimentos, con todas las protecciones, y con su profusión de flores y aves que le daban el aspecto del paraíso por siempre perseguido. Yo había leído que el paraíso es tal, porque se pierde siempre. Pero no me importó. Perderlo, perderla, podía ser el futuro que no conocemos, y ella, su puerto para mi anclaje, era el presente y eso debía ser suficiente.

Cuando lo conocí, tuve la certeza de que ese era el hombre de mi vida. No porque fuera hermoso, hombres así los hay en todos lados, y yo había intentado con muchos de ellos, sino porque desde sus ojos, desde su voz, desde sus gestos emanaba un encanto que tranquilizaba y llenaba de serenidad a mi alma exaltada y descarriada. Supe, de alguna manera secreta, hasta para mí misma, que él era mi destino y mi fe, que aquello se afirmó en esa revelación. Entendí que, por fin, después de tanto andar había llegado al lugar, al hombre quiero decir, en el que mi alma encontraría serenidad y luz para los días por venir. Él era el fundamento seguro y firme sobre el cual podría empezar a construir mi vida y que tenía que hacerlo, sin pensar en que las cosas nunca son eternas. El hoy, el mañana inmediato era lo único que importaba. Luego las cosas podrían derrumbarse, pero eso era otra cuestión y lo que me importaba era el ahora. Ahora, mañana, y quizá muchos días, quizá todos los días, si los dioses y las circunstancias nos fueran propicios.

No me apuré esta vez. No sé cómo lo hice, pero alguna oculta sabiduría, me llevó a no apresurarme. Conversamos y nos fuimos encantando durante varios días de conversaciones, de cafés, de caminatas, de disfrutar de los placeres que compartíamos: títulos de libros, pinturas, atardeceres inmensos en los que el sol se desgarraba en rojos intensos, en un cuadro maravilloso en que el bermellón manchaba la lejanía ennegrecida de la tierra.

No hubo prisas. No hubo la entrega desesperada de los cuerpos. Nos detuvimos durante días y días, conversando sobre autores que amábamos, sobre músicos, sobre pintores. Era necesario comprobar (el verbo es un poco absurdo en este caso) las afinidades y pequeñas discordancias, aquellas sobre las que se asentaba nuestro sentir. Y así, unos atardeceres plenos de arrebol, nos hacían comulgar en emociones frente al milagro de la vida y de la naturaleza. Le dábamos tiempo al tiempo.

Y entonces sí llegó la urgencia. Había transitado días de comunión espiritual, pero de una acumulación incesante de deseo por su cuerpo, de tomarla para poder corroborar que todos los deleites se sintetizaban en su anatomía y que, desde ellos, me sumergiría en sus misterios y luces más profundas.     Sólo había que afirmar esa extraña forma de conocimiento en algunas constataciones palpables: los primeros besos, el roce de su cuerpo, sus senos taladrándome el pecho y transmitiéndome la intuición de su forma, de su textura, de su suavidad en mis manos y en mi boca. Y el pubis, pudor sin pudor, ardiendo junto al mío, a pesar de la obstinación negativa de la ropa.

Entonces, yo mujer, hembra, lo apetecí con urgencia creciente, a través de su lengua en mi boca, y le clavé mis pechos ardientes en su tórax varonil; lo penetré con ellos como ansiaba que él, de una vez, me penetrara. Y sentí, a pesar de la negación de mi vestido, el volumen intuido de su vigor en mi pubis, que perdió todo pudor al restregarse contra el suyo, al intentar devorarlo desde esa boca ansiosa que se agitaba entre mis muslos. A partir de allí, vendría la conversación callada y sabia de nuestros espíritus, y sabríamos para qué habíamos nacido.

La fiesta del amor fue mágica. Toda esa belleza esperándome. Deleite de la visión frente a aquel curvilíneo cuerpo de 28 años, tendido sobre la sábana blanca, esa vivienda con calor y alimentos luego del divagar por la estepa nevada con hambre, con frío, con necesidad imperiosa de hogar que los sacie. Y entonces, probar los sabores de ella, acariciar tersuras, besar hondonadas y relieves, penetrar en la casa de la tibieza, encajar perfectamente en ella y sentir el paulatino desbocarse de la sangre. Y así llegar una, dos, tres, cuatro veces, a la liberación del torrente mágico, de sentir que el receptáculo de la pasión es también el depósito de la ternura. Y desde allí, transportarse al diálogo profundo, intenso, revelador.

Entonces vino la celebración. Yo esperándolo, él acercándose con sus 35 años plenos de vigor y belleza. Y la razón que se pierde en el más dulce de los desvaríos, que cada preciso beso suyo va desatando. Y mis piernas que se abren para dejarlo entrar en mi casa que es la suya, y percibirlo abriéndose paso en el pasillo ardiente y estrecho de mi cuerpo, que parece haber sido hecho sólo para él. Y moverme en el ritmo mutuo, y saber que en aquel núcleo se me está anidando el alma. Entonces sentir que me inunda y que yo me voy ardiendo con placer infinito y sin dolor en ese mismo fuego. Además, repetirlo varias veces, formando distintas esculturas con los dos cuerpos unidos y fundidos hasta volverse único. Y luego sentir, que allí y en todo mi ser, mi espíritu dialoga con el suyo. Maravilla inédita, estreno del paraíso posible.

Dos meses que vivimos juntos. ¡Qué maravilla vivir! Claro que afuera están el mundo y su crueldad, claro que a veces debemos salir, pero ya todo es más fácil, más claro. Pero aquí, en la casa, a pesar de los pequeños obstáculos, vamos construyendo un universo propio, sustentado por la alegría de tenerla, de ir descubriendo milagros cotidianos, novedades generalmente maravillosas. Por ejemplo, los abrazos profundos que rebalsan de ternura, por ejemplo, las lecturas en conjunto, por ejemplo, su risa encantadora de las aves del jardín, por ejemplo, sus besitos suaves en mi cuello, por ejemplo, las comidas no siempre perfectas que son reemplazadas por una pizza; y también, claro, su predisposición al amor, cuando mi mano aventurera descubre la humedad súbita de sus bragas, cuando está junto a mí. Más allá del trabajo, más allá de las obligaciones, ¡qué hermoso es vivir!

Han pasado algo más de dos meses desde que vivimos juntos, y casi todo es perfecto, aun aquellas comidas fallidas mías que provocan risas y no molestias, y que debemos reemplazar con alimentos de la calle. Y también las de él, porque los bifes le salen muy bien, pero el arroz es, generalmente, un desastre. Pero es hermoso encantarnos leyendo buenos libros juntos, comentándolos, buscando las raíces del alma del escritor. Es maravilloso cuando me abraza y lo abrazo, cuando me aprieto en su pecho, cuando me besa detrás de la oreja. Cuando en las noches, descubrimos nuevos sonidos en una sinfonía de Mozart, de Brahms, o de Tchaikovsky. Y el mundo, tan malo antes, también se ha vuelto lindo. Y es bello esperarlo cuando vuelve del trabajo y me toma entre sus brazos. Además, sigue siendo supremo el momento en que su mano que ha estado traveseando por mi cuerpo, descubre la humedad de mi ropa íntima, y con una habilidad de prestidigitador, le corre el elástico e introduce el índice en mi caverna de fuego, ya pronta para recibirlo una vez más. Vivir con él, es hermoso.

Son un poco más de seis meses desde que estamos juntos y creo que tenemos el don de reinventarnos cada día, porque nada es monótono y hasta el sexo sigue manifestando premuras y esplendor. Tal vez no es tan frecuente, pero es más sabio, más culminante, más iluminador.  Y en realidad, todo se colma mejor, como si estuviéramos adquiriendo una especie de sabiduría que nos hace mejores y nos proyecta al infinito. Vivir la alegría, vivir casi la felicidad, te llena tanto, que uno no piensa en escribir. Por eso he dejado pasar tantos meses sin poner una palabra en este cuaderno. Es una buena señal, porque significa que lo bueno me inunda.

Hace mucho tiempo que no escribía nada, y ahora lo hago sólo para dejar constancia de que estoy viviendo algo que se aproxima a la felicidad. Nuestra relación, está tal vez un poquito más calma, pero se llena de belleza y de verdad. Mi corazón está alegre y este hombre me llena en todos los aspectos. No necesito sexo varias veces al día ni todos los días, lo que necesito y no me falta, es su amor, y con eso estoy colmada.

Mi mujer salió del hospital hace tres días. No tuvo nada grave aparte del golpe en la cabeza. Por lo demás, en general su cuerpo parece no haber sufrido daños, salvo el cerebro, claro, pero los especialistas dicen, que inclusive la amnesia será transitoria. El accidente, en apariencia intrascendente, se centró en ese golpe que hizo que su cráneo perforara el parabrisas del auto. Me desgarró el alma cuando no me reconoció, cuando apenas articuló unos sonidos sin sentido, cuando se dejó traer a casa sin manifestar ninguna emoción. Puede caminar dificultosamente, puede alimentarse, pero lo hace como si se le hubiera fugado el alma, y yo sigo siendo un extraño para ella, y no le produzco temor ni alegría. De pronto, yo mismo, si no fuera por esta terrible conciencia de las cosas, me siento como el habitante extraviado de una galaxia lejana, flotando entre estrellas que me ignoran. Pero ella está, y eso es lo importante, más importante incluso, a que recupere inmediatamente su capacidad de ser. Prefiero que esté, que esté en presencia viva, aunque todavía no pueda ser. Ya volverá. ¡Ya volverá!

¡Hoy me reconoció! Jjjj…uan, me dijo y algo extraño brillo por un instante en sus ojos. Luego volvieron la opacidad y el silencio. Pero esa momentánea luz, me ha colmado de esperanzas. Los estudios médicos que ya no puedo pagar, el préstamo que saqué y que tampoco puedo pagar, el lenguaje abstruso y que por momentos me parece tramposo de los médicos, valen la pena, valen mi vida misma. Ese “Juan” fragmentado surgido de sus labios, ese fulgor en sus ojos, valen más que las alegrías de los tiempos felices. Jjjj…uan, ¡Juan, me dijo!

El neurólogo que la trata, me ha dicho que lo que Claudia padece, se llama Afasia, y que se produce por la lesión en los centros cerebrales del habla. Que hay afasias de varios tipos, entre ellas, aquella en la que el enfermo arma mentalmente lo que quiere decir o escribir, pero no encuentra los caminos neurales para hacerlo ya que están dañados, y que, se supone, que pueden sí entender cuanto se les dice. Lo que se rompe es su capacidad de comunicación, de transmisión de sus pensamientos o sentimientos. Otra más grave, es aquella en la que no pueden comprender ni lo que les hablan o escriben. Yo tengo la impresión de que Claudia sí entiende lo que pasa a su alrededor. Por eso, cada vez que puedo, le hablo largamente, le cuento cosas de mi día a día, le cuento historias y le hablo de mi amor por ella. Yo, a pesar de que por lo general permanece inexpresiva, de alguna manera siento que me oye y me entiende. Me desespera sí, el imaginar el dolor que ella debe sentir cuando intenta expresar algo y se da cuenta de que no puede hacerlo. La desesperación de armar tus pensamientos y entender que no puedes expresarlos, y entonces, ante la inutilidad de tus esfuerzos, te recluyes en un mundo de silencio. Cuando quieres decir, te reconozco y te amo, pero sólo te salen grititos que no se transforman en vocablos. Varias veces, su garganta ha emitido sonidos que se traducen apenas en una especie de espasmódico “Ki, ki, ki, ki…” y nada más.  Pero yo no aflojo, le sigo contando cosas y diciéndole que la amo, que pronto se va a sanar.

La enfermera que me ayuda a cuidarla, ha venido con el cuaderno que ella solía escribir contando sus vivencias, y me ha mostrado una página suelta, en la que con letra peor que la de los niños chiquitos, casi incomprensible por los trazos deformes, ha logrado escribir la palabra “amor”. Eso me ha llenado de alegría. En nuestra conversación de hoy, le he mostrado lo que ella ha escrito, le he reiterado que yo la amo como ella me ama y le he contado, una historia de amor en la que ella y yo somos protagonistas. Juan y Claudia viviendo su amor de fábula, viviendo su amor que se impone a todas las circunstancias. Al finalizar mi relato me ha parecido advertir un esbozo de sonrisa en su rostro, un cambio de luminosidad en sus ojos generalmente apagados. “Ya te estás curando, amor mío”, le dije, pero no hubo respuesta. El silencio clamoroso de todo el universo, se ha apoderado de ella. Pero yo, como un alucinado, como un monje loco que a pesar de todas las catástrofes sigue creyendo en su dios, me he prendido con las uñas del alma, a la ilusión de que está mejorando, de que aunque sea que pasen años, la podré volver a tener, íntegra y vital, para mí.

Hace ocho días que Claudia ha muerto. Un nuevo derrame cerebral, un nuevo ACV, me dijeron los médicos. Hice cremar su cuerpo y en una urna modesta pero bella, guardo sus cenizas. Ni el tiempo, ni los lugares, ni las cosas, tienen sentido para mí. Pude, con esfuerzo, evitar la morbosidad de abrazarme, de aferrarme al recipiente que contiene lo que queda de ella. Un resto de serenidad, me permitió escaparle a la locura. Por lo demás, el mundo sigue frio e indiferente. Algunas noches ruidos de fiesta en casas vecinas, invaden esta que fue nuestro hogar y donde la tristeza que la habita, no quiere ser vejada por la algazara de la gente. Mi hermana, que vino desde su ciudad para acompañarme en estos días nefastos, me mira con una piedad que no le conocía. Siento su apoyo callado, siento sus escasas palabras de amor y solidaridad. Desde esas palabras entiendo, aunque eso me subleve el alma, que habrá que empezar a reconstruir. Curiosamente, dentro de mi enorme soledad y desamparo, percibo que el mundo no es tan malo como creía; que deberé unirme a tantos que sufren y también a los cientos de millones de indiferentes, para volver a armar la vida. Me digo, que eso es lo que Claudia hubiera querido, que ella, desde su impotencia abismal, luchó hasta el fin para tratar de reconstruirse. Su débil naturaleza humana, la venció en medio del sueño de rehacerse. Quedo yo, quedan tantos otros. Afuera, en medio de esta noche, estallan fuegos artificiales de alguna celebración que ignoro. Yo, sigo aquí, pero deberé empezar a caminar.

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