“Vuelva a nosotros ese espíritu natural fraterno, de atender y entender al que camina a nuestro lado”.
Nunca es tarde para tomar conciencia colectiva sobre este proceder viviente que se debe fraguar en cada uno de nosotros. Precisamente, una de las grandes paradojas de nuestra época es, que, de hecho las prácticas discriminatorias nos están dejando sin corazón, además de observar cada día a más gente oprimida en condiciones de vida inhumana, y sin apenas libertad, para cuando menos iniciar el vuelo hacia otros territorios más solidarios. No podemos continuar, si ese nervio de justicia que todos nos merecemos como aliento reconciliador, dejamos de ponerlo en práctica. Ya está bien de envenenarnos unos a otros. Desterremos la barbarie de nuestra mirada. Pongamos amor en cada palabra que lancemos. Vuelva a nosotros ese espíritu natural fraterno, de atender y entender al que camina a nuestro lado. Seamos, por consiguiente, más aire de estrofa que soplo mundano.
Antes que propiciar batallas terrenales, me quedo con ese combate poético que nos haga despertar al asombro de la liturgia del alma. Tenemos que reconocernos primero a nosotros mismos, para sentir la inspiración de interpelarnos, activar el auto examen e impulsar umbrales, sólo así podremos respetarnos y considerar los propios derechos y obligaciones en este campo. Seguramente, tendremos que superar tantas mentalidades absurdas y concienciarnos en ser más auténticos y responsables; cuando menos para que la pobreza, la desigualdad, la discriminación o el afán destructivo, aminoren sus andanzas y aumenten los compromisos de trabajar unidos, puesto que las mismas amenazas globales exigen respuestas conjuntas que partan de una base de multilateralismo, cooperación y lealtad. Dar prioridad a la defensa de nuestros derechos humanos es como adiestrar para la convivencia y prepararnos para conquistar la sabiduría del buen decir y sumo obrar.
Retomemos, pues, el mejor libro de moral, que no es otro que la ofensiva del laboreo de la verdad, lo que conlleva el esplendor de la bondad, en apoyo del don y de la mística existencial. Dejemos de perder el tiempo. Movilicémonos como auténticos poetas en guardia permanente. No declaremos la impugnación a palabra alguna. Abrámonos a todas las sintonías. Estamos obligados a comprendernos, a despertar la voz elocuente e ingeniosa de la poesía, más necesaria que nunca, ante una atmósfera verdaderamente injusta y sangrante. Justamente, y a pesar de los pesares, siempre hay tiempo para corregirse, para tomar el coraje que supone pulirse a la luz de la lírica, sin estropear el verdadero compás armónico que nos acompaña. Sea como fuere, tampoco se puede permanecer insensible al buen tono que realza las cosas dóciles, porque es desde la humildad como se engrandece todo. Saciarse el corazón de placidez, sin duda, tiene su mérito. Las pupilas del ánimo lo vierten todo y lo revierten en humanidad. ¡Qué mejor forjar!
En otro tiempo, ya se nos llenó el cuerpo de esperanza con el concepto de una cultura de paz, que brotó del Congreso Internacional sobre «La Paz en la Mente de los Hombres», que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) organizó en Côte d’Ivoire en julio de 1989; ahora nos queda este combate poético, que no es otro que la evolución del término, hasta glorificarnos en la pureza de la voz revolucionaria como bálsamo reparador. Hoy, quizás más que nunca, necesitemos de esa musa soñadora que nos nutra y repare, que nos haga tomar valor y digerir virtudes, para hermanarnos en un silencio vivo, después de oír un manojo de sensaciones etéreas, que nos van a permitir rehacernos en el itinerario del abrazo permanente. Lo significativo, es abrirnos a esa transcendencia de diálogo compresivo, en busca de concordia que es lo que hace interminable y fecundo el propio aliento. Un coloquio, cada vez más inevitable, para que la verdadera realidad esté por encima de los contextos doctrinarios; así como la actitud de compasión y afecto, que ha de gobernar nuestro andar. Todo esto, será un bueno modo de superar las discordias y las venganzas. Al fin y al cabo, son los valores del verso los que nos mueven a ser, ese ser interior que hemos de cultivar, para crecer humanamente.