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Ciudades: poesía y filosofía

Texto presentado en el Quinto coloquio Internacional de Poesía y Filosofía: Sensibilidad es pensamientos.

                                    Nace, pues, la ciudad cuando cada uno de nosotros no se basta a sí mismo, sino que tiene necesidad de muchos otros…”. Platón

Homero Carvalho Oliva

Abordaremos el tema con una cita de María Zambrano que, en 1928, publicó “La ciudad ausente” y luego otros sobre el mismo tema que hacen de ella una experta en este tópico de ciudades, filosofía y poesía: “La ciudad es también un rumor que resuena por plazas y calles, unos silencios que se estabilizan en lugares donde nada puede romperlos, un tono en las voces de sus habitantes y una especial cadencia en su hablar, una altura en los edificios y un modo de estar plantado en el lugar que le es propio”.

La ciudad no es solo un conjunto de calles, avenidas, edificios, casas y plazas; es, ante todo, un fenómeno cultural, social, político y filosófico. Desde su nacimiento, la ciudad ha sido el escenario donde el ser humano se reinventa, la cultura florece, la filosofía se desarrolla y la política toma la historia por asalto.

Sin la ciudad, la escritura, los libros, uno de los mayores inventos de la humanidad no hubiera sido posible; un fenómeno es inherente al otro. No es casual que la filosofía, entendida como amor al saber y reflexión sobre la existencia, haya surgido en el marco de la polis griega. La ciudad ofrece las condiciones necesarias para el diálogo, el intercambio de ideas y la construcción de visiones del mundo: allí donde convergen las diferencias, nace la reflexión.

Desde la filosofía, la ciudad ha sido definida como un espacio de realización humana. Platón, en La República, soñó con la ciudad ideal: una organización justa en la que cada individuo cumple su función en armonía con el todo. La polis no era solo una estructura física, sino una proyección de un orden ético y político superior logrado por seres humanos. Aristóteles, pragmático, racional y realista ontológico, concibió la ciudad como el ámbito donde los seres humanos alcanzan su plenitud: «El hombre es un animal político», afirmaba, y solo en la vida cívica encuentra su perfección. Ambos filósofos nos ofrecen una base para entender cómo el espacio urbano puede ser un reflejo de ideales, compromisos, intercambios, sincretismo, aunque también es un escenario donde se despliegan las contradicciones de la condición humana. Para muchos de los clásicos, la ciudad no era solamente un lugar, sino una expresión de la naturaleza racional y social del ser humano.

Más allá de la razón, la ciudad también es una experiencia vivida, subjetiva y emocional, captada magistralmente por la poesía. Para decirlo con Italo Calvino, autor Las ciudades invisibles: “Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas y toda cosa esconda otra”. Secretos que la literatura intenta develar.

Para Zambrano: “Una ciudad es también una arquitectura, un hablar, unas tradiciones religiosas y profanas, unas costumbres, un estilo; un orbe entero que lo contiene todo; un sistema de vida. Un lugar privilegiado, una luz que le es propia, un paisaje” y, haciendo gala de su prosa poética, nos aclara que “la ciudad se modula entre el cielo y la tierra, revelándose a los dos, poniéndolos en relación, conjugándolos. De ahí la tristeza de la mayor parte de las extensiones urbanísticas de hoy, que son simples conglomerados donde el hombre se aloja, pero no puede albergarse. Pues que no se vive en una casa, sino en una ciudad. Y esto: que el hombre viva en una ciudad ante todo y no solamente en una casa, parece ser que se haya olvidado”.

La poesía de Baudelaire convierte a la ciudad en un espacio donde la modernidad se vuelve experiencia estética y existencial; en Las flores del mal, retrató el París del siglo XIX como un espacio de contradicciones: belleza y miseria, modernidad y desarraigo.

En su figura del flâneur, el paseante solitario que deambula por la ciudad, Walter Benjamin encontró una metáfora de la conciencia moderna: un observador sensible que capta las transformaciones vertiginosas del entorno urbano. Para Benjamin, la ciudad es un espacio de transformación, donde la experiencia estética se entrelaza con lo cotidiano, y el flâneur se convierte en un testigo de la historia y la cultura.

Octavio Paz también encontró en la ciudad —en su caso, en el México moderno— un lugar de caos y creatividad. La ciudad aparece como un laberinto, un espacio donde se cruzan y entrelazan soledad y comunidad, tradición y ruptura. El lenguaje poético de Paz transforma las imágenes urbanas en símbolos de una búsqueda más profunda: la del sentido de la identidad y la existencia en un mundo fragmentado. Paz lo define así: “La ciudad es una red de soledades, de miradas que se cruzan y se pierden”.

Carlos Monsiváis describe la Ciudad de México como un espacio vibrante y caótico, donde la diversidad cultural y social se entrelazan. En su obra, resalta la tensión entre la modernidad y la tradición, y cómo esta metrópoli refleja las contradicciones de la identidad mexicana. Monsiváis también aborda la soledad y el anonimato que experimentan sus habitantes, así como la creatividad que surge de estos contextos. La ciudad se presenta como una confusión de experiencias, donde la vida cotidiana se convierte en un acto de resistencia y transformación, evidenciando la riqueza y complejidad de la urbanidad en México. Evidencia que se aplica a todas las urbes del mundo.

Claude Lévi-Strauss señala: “La ciudad se sitúa en la confluencia de la naturaleza y el artificio. Congregación de animales que encierran historia biológica en sus límites y que la modelan con todas sus intenciones de seres pensantes. Es, a la vez, objeto de la naturaleza y de la cultura: Individuo y grupo; vivencia y sueño; lo humano por excelencia”.

Las ciudades reflejan tanto lo mejor como lo peor de lo humano. Charles Bukowski, el poeta de los marginados, retrató en su obra la crudeza de la vida urbana: el alcoholismo, la pobreza, la violencia, la lucha diaria de los olvidados por sobrevivir en un entorno indiferente. En su poesía, las ciudades no son templos de la razón, sino escenarios de desencanto y resistencia. Bukowski nos recuerda que la ciudad también es desigualdad, soledad, anonimato; que el progreso urbano a menudo implica gentrificación, desplazamiento y nuevas formas de injusticia social.

La filosofía, en este contexto, existe en la medida en que existe la ciudad. Las dinámicas sociales, las relaciones de poder y la búsqueda de significado son temas que surgen y se desarrollan en el entorno urbano. Mientras la filosofía busca definir la ciudad a través de conceptos universales —la justicia, la virtud, el bien común—, la poesía captura los instantes fugaces, las sensaciones, las luces y las sombras de la vida urbana. La racionalidad filosófica y la subjetividad poética no se oponen, sino que se complementan: juntas ofrecen una comprensión más rica y compleja de la ciudad como fenómeno humano.

El lenguaje poético tiene la capacidad de trascender lo cotidiano, de transformar un callejón oscuro, un mercado bullicioso o una plaza vacía en símbolos de la condición humana. A través de imágenes y metáforas, la poesía revela lo que la mirada racional a menudo no alcanza a percibir: la vibración emocional de los espacios, el eco de la historia en los muros, la soledad que habita en las multitudes.

En este sentido, tanto la filosofía como la poesía se convierten en instrumentos para desentrañar la complejidad de las ciudades modernas. La filosofía analiza las estructuras de poder, las dinámicas sociales y las aspiraciones colectivas; la poesía pone voz a las emociones, las esperanzas y los sufrimientos individuales. Juntas, iluminan las ciudades como algo más que espacios físicos: como experiencias vivas, palpitantes, conflictivas y profundamente humanas.

En un breve ensayo de Natalia García-Cervantes y Brigitte Lamy, titulado: Pensando la ciudad: las disciplinas de lo urbano/la ciudad de todos, afirman: “La ciudad está tanto fuera como dentro de nosotros, en la forma en que la pensamos, concebimos y recordamos, en la forma en que armamos nuestra imagen mental individual y luego colectiva acerca de ciertos lugares. Es por eso que la filosofía es un campo que debe tener una consideración importante en el estudio de lo urbano”[1].

La ciudad es un campo de tensiones: entre el orden y el caos, la justicia y la desigualdad, la comunidad y la soledad. Es un espejo que nos muestra tanto nuestras aspiraciones más nobles como nuestras miserias más profundas. Filosofía y poesía, desde sus diferentes perspectivas, nos invitan a recorrerla con mirada atenta, con sensibilidad y con pensamiento crítico, reconociendo que en sus calles y plazas se juega el drama —y la esperanza— de la condición humana. Las ciudades contemporáneas enfrentan retos significativos, las disparidades económicas y sociales que surgen en estos entornos urbanos cuestionan las dinámicas de poder y revelan las tensiones inherentes a la vida en comunidad. A través de la poesía y la filosofía, podemos abordar estos temas con una profundidad que trasciende la mera descripción, invitando a una reflexión crítica sobre nuestras propias realidades urbanas.

Podemos afirmar que sin ciudad no hay filosofía y sin poesía no hay humanidad, o como lo aclara José Ignacio López Soria: “La filosofía no está en la ciudad, sino que es más bien ciudad pensándose a sí misma”, la representación de esta sentencia es la biblioteca, lugar en el que convergen ciudad, filosofía y poesía. Repositorio de la memoria colectiva, en la que podemos encontrar tanto las preguntas que surgen de la filosofía, como las respuestas que la ciencia y la literatura intentan resolver. Hoy, se hace imprescindible, recuperar a la biblioteca como ese espacio de encuentros.

Irene Vallejo, en su libro El infinito en un junco, tiene varios párrafos sobre la biblioteca, especialmente de la de Alejandría, rescatamos uno de ellos: “La Biblioteca de Alejandría, variada y completísima, abarcaba libros sobre todos los temas, escritos en todos los rincones de la geografía conocida. Sus puertas estaban abiertas a todas las personas ávidas de saber, a los estudiosos de cualquier nacionalidad y a todo aquel que tuviera aspiraciones literarias probadas. Fue la primera biblioteca de su especie y la que más cerca estuvo de poseer todos los libros entonces existentes. (…) Lo que distinguió a la Gran Biblioteca en su tiempo, como hoy a internet, fueron sus técnicas simplificadas y avanzadísimas para encontrar la hebra buscada en la caótica maraña de la sabiduría escrita”.

Para cerrar este texto elegí nuevamente a María Zambrano, poetiza la carencia de la urbe: “Ahora sólo eres mía y eres ciudad, no caos de edificios y sensaciones; en la ausencia estás ante mí más que nunca, en presencia ideal, llena de gracia en mi intelecto”. Eso mismo me pasa con las ciudades que, gracias a la poesía, he conocido.

Siempre hay, por lo menos, una ciudad en todos los seres humanos y, por supuesto, en los escritores; ahí está la Lisboa de Fernando Pessoa, la Madrid de Pérez Galdós, la Praga de Kafka, la Dublín de James Joyce, la Buenos Aires de Borges, la Lima de Vargas Llosa y muchas otras de magníficos escritores que hicieron de sus ciudades espacios literarios imprescindibles. Yo creo que tengo tres ciudades primordiales: Trinidad, La Paz y Santa Cruz de la Sierra; las otras están ahí, en algún lugar de mi memoria y de mi piel, esperando que algún recuerdo, mención, cita, fotografía o, simplemente, un déjà vu las traiga a mi presente, porque siempre está la ciudad íntima y la externa. Es así que, cuando viajamos somos la ausencia de la ciudad que llevamos.


[1] https://www.redalyc.org/journal/401/40158875001/html/#:~:text=Tal%20como%20lo%20dec%C3%ADa%20Ledrut%20(1974)%2C%20la,reconocer%20la%20interacci%C3%B3n%20de%20los%20grupos%20sociales.

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