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Cinco truenos

Manuel Serrano

Gotas Blancas

Tenía que repetir aquella rutina que le exacerbaba. Siempre conseguía el mismo resultado: como mínimos dos gruesos goterones.

La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás. Era drástica pero no podía ser de otra manera. Era ineludible y había que ejecutarla ya.

Se fue a por él. Lo agarró con fuerza por los hombros y lo colocó sobre la mesa. Sin soltarlo, buscó el cuchillo más afilado y puntiagudo que tenía y, con un golpe certero, se lo clavó. El afilado y puntiagudo instrumento mortal atravesó el cuerpo pálido que dejó escapar un suspiro. Aunque había conseguido su objetivo se deleitó haciendo oscilar la hoja en la abertura mientras apretaba los dientes.

Al extraerlo, dos blancas gotas resbalaron por el resplandeciente filo hasta la mortal punta y estallaron sobre la mesa dejando el dibujo de dos estrellas.

A partir de ahora, cuando fuera a ponerse el desayuno, nunca más el cartón de leche volvería a escupirle.

La otra mitad

Lo había conseguido. Tras el fulminante estallido que lo dejó postrado durante tres meses en el hospital, habíamos logrado traerlo a casa.

Me miraba con una sonrisa bobalicona y torcida. Toda la parte izquierda, desde el ojo hasta los dedos de los pies, estaba paralizada. Lo único que tenía tensión era el brazo: le había quedado en flexión, con la mano colgando y los dedos apretando un objeto invisible.

En el hospital le hicieron los ejercicios de fisioterapia que me explicaron y había recuperado algo de movilidad: era capaz de doblar quince grados la rodilla izquierda. «Es esperanzador», me dijeron.

Hoy hace un año de aquel fatídico día. Hace un año que se asomó a la muerte y regresó. Los primeros atisbos de mejoría se han ido diluyendo con el tiempo. La movilidad no le ha vuelto como esperábamos, pero ya es capaz de ponerse de pie y dar unos pasitos ayudado del andador.            

Nos movemos en silla de ruedas y todos los días salimos a pasear. Le gusta ver la calle, los coches, los niños, las chicas… Está vivo.

El habla se la dejó al borde del abismo: su conversación se reduce a «nanino» y todas las variaciones posibles de entonación. Es muy divertido cuando se enfada y no le entendemos.

Cierto es que le vio la cara a la muerte, rogamos para que volviera y nos lo concedieron: regresó, pero solo la mitad. La otra mitad está esperándole para cuando decida ir a buscarla.

Diecinueve o veinte

Leandro entró en el baño. Se lavó las manos con el jabón de jazmín que trajeron de Tailandia. Cerró el grifo con fuerza, le molestaba el goteo. Dejó la toalla en su lado del toallero. Volvió al dormitorio a por la camisa de los gemelos. Detrás de él, sobre la estantería de libros observó moverse algo; un insecto gordo y negro había caído boca arriba. Agitaba las patas con desesperación. Lo giró con cuidado y lo echó al suelo. Lo aplastó sin miramientos. Regresó a la cocina y vio las dos sillas que seguían discutiendo. Buscó la puerta de servicio y contó los escalones como hacía siempre, aunque no supo si había contado diecinueve o veinte. Tampoco le dio más importancia. Cruzó hacia la comisaría de policía. Se volvió para ver desde la calle la casa donde había dejado a su mujer muerta de un golpe en la cabeza.

Extraño

Bajó al andén. No había casi nadie. A aquellas horas era un continuo trasiego de escolares y familias. Pero hoy no.

Llegó un metro sin indicar el número de la línea. Paró en su sitio de siempre. Se abrió la puerta e instintivamente se levantó y se colocó a un lado para dejar salir. Pero no se apeó nadie. Entró. Casi vacío. Solo desconocidos de mirada esquiva. Las puertas se cerraron. Echó a andar hacia el final. Se sentó. Sonaba la música clásica indiferente. Salió un revisor rechoncho, cargado de años. Sonreía. Cuando se acercaba a alguno de los pasajeros le enseñaban un papel.

Se paró frente a él y extendió la mano. Sacó el abono mensual y sin mirar al revisor se lo mostró.

—Este no es.

—¿Cómo que no? —Clavó su mirada en la bonachona cara de aquel hombre— Llevo años con mi abono. Además, tiene hasta mi foto. Mírela.

—Esto no es. No veo ninguna foto, señor.

—Está usted ciego —le dijo malhumorado—. Parece ser que hoy todo va mal.

—Ahí no hay ninguna foto —dijo sin perder la serenidad.

—Esto ya es demasiado.

Y le dio la vuelta. No había foto. Ni nombre.

—Mírese en el bolsillo de la chaqueta, por favor.

Y se quedó pasmado cuando sacó el documento y lo abrió: Certificado de defunción. El metro se perdió por un túnel.

Pañuelo de colores

Observaba a la gente en el comedor de mi hotel. Seres anónimos que pasaban por aquel salón impersonal. Hasta que apareció ella. La observé durante dos días y al tercero estaba seguro de que cada vez que veía una melena de cabello largo se volvía a mirarla. Clavaba los ojos con avidez; era una mezcla de ternura, nostalgia, incluso yo diría envidia. La seguía hasta que desaparecía y entonces se atusaba el precioso pañuelo de colores que le cubría su monda cabeza.

Una lágrima terca pretendía escapar en una cara sin cejas ni pestañas y su acompañante la tomaba de la mano con ternura.

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