Tenía un amigo que -con resignación impostada- presumía su mediocridad como una cualidad personal. Alardeaba sí, de su empeño por ser el mejor de los mediocres (…). Y es que así como se puede ser un mediocre sobresaliente, se puede vivir siendo un esnob auténtico. Un mimo permanente que remeda solo lo que considera refinado.
Esos esnobs, que necesitan dejar claro, tal vez por un asunto de estatus, que únicamente toman vinos de alta gama y ven documentales en el canal franco-alemán Arte (jamás una serie criminal en Netflix), son los mismos que escuchan exclusivamente música clásica. Y que cuando hablan de la última sinfonía que oyeron lo hacen utilizando el acento austriaco del compositor de la magna obra.
Dado que el esnobismo puede estar compensando un complejo personal o social, conviene no criticar las poses o los comentarios impostados de quienes, buscando admiración, se convierten -sin saberlo- en blancos de burla. Allá ellos con sus sofisticadas, pero poco naturales referencias.
Hay, sin embargo, un menosprecio a cierto tipo de música que no proviene del esnobismo, sino de la melomanía. Una especie de secta compuesta de verdaderos -y no siempre pretenciosos- eruditos de la música. Apasionados desmedidos por los acordes bien trabajados, que pueden hallar en el rock, el jazz o el folclor. Que a diferencia de los esnobs, son genuinos obsesos con las piezas musicales de altura y las consumen insaciablemente.
El otro día uno de esos melómanos no pretenciosos (con quien tengo una relación conyugal estrecha) se preguntaba si aquellas señoras (entre las que se encontraban su madre y la mía) que escuchaban a Julio Iglesias allá por los 80, sufrirían algún recurrente mal de amores. Por eso del tono lloroso de sus canciones, que siempre parecía estar asistiendo un lamento. Reaccioné indignada como si el guapo cantante español fuera mi tío. Quizás porque me sentí interpelada. Pese a que no me gustaban ni Julio Iglesias ni José José (pues a mi corta e inexperta edad no tenían nada que decirme), crecí escuchándolos y viendo a mi mamá y a sus amigos (sí, hombres también) disfrutándolos mientras atravesaban el divorcio de alguno de ellos. O sea, la respuesta sería afirmativa. Aunque los momentos de dolor por una separación eran prontamente superados en buena medida gracias a las letras que parecían hablarles directamente.
A mi madre le encantaba José Luis Perales y no le gustaba Camilo Sesto. De ahí que, cuando mi hermana menor y yo, que no pasábamos los 9 años le regalamos un vinilo (que llevaba cargados todos nuestros ahorros) de este autor por error, no pudo ocultar su frustración. Al año siguiente lo compensamos con un disco de Joan Manuel Serrat (junto con Joaquín Sabina, padrino musical de nuestra infancia).
En todos los tiempos ha sobrado el repertorio “para ardidos”. Yo he dejado siempre a Charly García, a Fito Páez, o a Gustavo Cerati para escucharlos con mi alma sobria. En cambio, creería que en momentos de desolación sentimental se debe acudir –mejor con camaradas dispuestos a acompañar el padecimiento- a Ana Bárbara, Luis Miguel, Paulina Rubio o Christian Nodal. No menciono a autores en otras lenguas porque los desengaños amorosos tienen que sufrirse en el idioma de uno, y mejor si con un vasito de aguardiente: Por mi parte te devuelvo tu promesa de adorarme/Ni siquiera sientas pena por dejarme/Que ese pacto no es con Dios.
En México solían decir que luego de tres copas y el corazón rabioso, todos sacamos al Juan Gabriel que llevamos dentro. Esos compositores, que pueden parecer sosos e incluso prescindibles, son verdaderos terapeutas. Cada uno a su modo y en sus ritmos, ha ayudado a identificar la dolencia por una ruptura o por el recuerdo persistente de un mal amor. Su música se vuelve universal, pues el desamor nos iguala a todos. Mejor una terapia cantándole a esa traidora o a ese pérfido, que ahogarse en la desesperanza.
Los melómanos, acostumbrados a consumir sin interrupciones música selecta, no han debido gemir nunca canciones de malquerencia. Pero como no creo que todos ellos sean capaces de eludir de modo aséptico esas penas, me animo a sugerirles que, de caer en un desespero afectivo y en caso de no contar con amigos de esos que están siempre prestos a corear el sufrimiento, se preparen un singani con limón y busquen canciones para despechados. No se detengan en las de Shakira y su último mediático rompimiento, sino en una de verdadero rencor, de ese rencor malo, el que no perdona: “Rata de dos patas”, “Se me olvidó otra vez”, “Ingrata” o “Me voy”, esta, de Julieta Venegas, que me salvó hace buenos años de colocar arsénico en alguna taza de café.