Te desafío a ponerte en el lugar del otro; por ejemplo, a que te imagines lo inimaginable: apoyando al candidato del que siempre has dicho que no votarías jamás, por nada del mundo. ¿Es posible cambiar de opinión al punto de votar por alguien completamente distinto al que se tenía pensado, supongamos, dos meses antes? ¿Cuántos pueden/quieren/saben contradecir el pensamiento formado? Por último, ¿cómo se convence a una persona que no ha definido su voto? Las respuestas a estas preguntas abren la llave del cofre donde se encuentra oculto el tesoro escondido.
Equipos de campaña en los que están cifradas las esperanzas (y algunos millones de dólares) de gente más o menos poderosa se emplean a fondo para hallar el resquicio psicológico de los votantes que, supuestamente, no han decidido a quién apoyarán el 20 de octubre, dentro de dos meses. Tienen la misión de persuadir a los indecisos; estos, representados en un difuso porcentaje de las encuestas aunque no siempre son tales considerando a los temerosos o a los avergonzados de su íntima decisión.
Los jóvenes, dicen, toman su decisión cada vez más tarde, muchos el mismo día de las elecciones. No es casual el alto porcentaje de indecisos.
El siglo XXI se caracteriza, entre otras cosas, por la rotundidad de las sociedades narcisistas, en las que destacan el exhibicionismo en las redes sociales (la selfie), el individualismo y la falta de empatía. Un momento contradictorio si tomamos en cuenta que vivimos en un mundo hiperconectado.
Resulta que ese ensimismamiento se complementa a la perfección con una coraza que el ser humano se crea para protegerse de la “amenaza” de la opinión ajena; algunos le llaman necedad, otros obstinación, pero es algo bastante más complejo que eso. Contradecir al pensamiento propio es una misión casi imposible, por eso cuesta tanto cambiar de idea o adoptar un punto de vista diferente.
Dos personas que en apariencia discuten sobre hechos, por lo general, solo dan vueltas sobre su propio eje. Se atrincheran y defienden a rajatabla su respectiva identidad (no la verdad), y como no piensan más que en lo que les gusta o prefieren, difícilmente escuchan al otro (apenas oyen); no salen de su pensamiento. Así, muchas veces acaban defendiendo posturas a costa de la razón.
Con semejante forma de darse a uno mismo confianza —cual si el pensamiento ajeno fuera el enemigo—, ¿cómo convences a alguien a votar por lo que no cree, no siente, no quiere? ¿Cuán posible es, en definitiva, cambiar de opinión?
De acuerdo con la ciencia, andamos por la vida siendo tan básicos que nos dedicamos a acopiar la información que permite ratificar nuestras convicciones; es lo que se conoce como “sesgo de confirmación” o “recolección selectiva de evidencia”. Al respecto, Spinoza decía: “No intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”.
“Nadie cree en las encuestas hasta que se ven representados, luego cambian su percepción y comentan de ellas favorablemente”, comentó Iván Velásquez en Twitter. Estoy de acuerdo con él. Te desafío, estimado lector o lectora, a pararte frente al espejo y constatar, honestamente, si no estás buscando a toda costa legitimar tu pensamiento y desdeñando, a veces sin concesiones, el ajeno.
Tal parece que creemos solo lo que nos conviene, y somos capaces hasta de armar complejas estratagemas mentales con tal de sostener nuestras ideas. Triste.
Un debate o una discusión de café, entonces, no sirven para convencer a nadie a que cambie de opinión; generalmente, se produce un diálogo de sordos. Pero sí puede aportar a que un indeciso salga de su condición de misterioso porcentaje de encuesta.
Eso no quiere decir que no intentemos ser más democráticos aprendiendo a estar atentos (al menos tres minutos, nuestro límite, según estudios) a la fundamentación del otro, así como a la posibilidad —siempre latente— del disenso. Incluso, a cambiar de idea a partir de una mejor que provenga, ¡sí!, de alguien que no sea uno.