Maurizio Bagatin
Escribimos partiendo de una ausencia, la ausencia de una persona, de un lugar, de un momento. Al encontrar la página en blanco intentamos colmar estas ausencias.
Al Don Olivo ahora le han titulado una calle, será porque la memoria colectiva siempre es mala, porque si tuviéramos buena memoria no lo habríamos hecho. Fue un cura frio e insípido, dominado por la figura de su hermana, una solterona que desahogaba sus frustraciones con los niños y jóvenes del pueblo, mujer de inmensa infelicidad, triste, seria y solitaria. Él conservaba intacta la figura del cura de la época fascista, que no se abría al mundo campesino, un mundo que miraba siempre desdeñosamente y conservaba a una considerable distancia. Nunca el pueblo tuvo una cancha de futbol, solo catequesis y mojigatería. Nadie lo extrañará, creo sean pocas hoy las personas que conservan una bella imagen del cura que aún seguía poniéndose la sotana y que nunca entraba al bar.
Sobre mi tío Lino y mi tía Linda escribí hace años un texto, fueron emblema de la extrema parsimonia, dos personajes atraídos por un imán enfermizo, la patología del ocultar el dinero en lugares absurdos y tan previsibles. Fueron novelescos como unos George y Mildred televisivos, se llevaron en su viaje a Australia hasta la escoba, que viajó con ellos también a su retorno. De uno de mis otros tíos, el Achille que todos conocíamos por Ioanin, también escribí un relato sobre el famoso viaje a la Argentina de Perón, entre populismo y viveza criolla. Con retorno a la patria amargo, pero con suerte. Un capítulo aparte merecería la “familia de antes”, las familias que estaban formadas por treinta, cuarenta, hasta cincuenta miembros, familias patriarcales o matriarcales, estructuras que parecían indestructibles, parecía porque se vino una tempestad necesaria e inútil, devastadora hasta el tuétano. Hoy son familias como las que salían de la televisión en las series que los americanos nos mandaban como si fueran donativos incluidos en el Plan Marshall.
Luciano Poles vivía con su madre en la inmensa Villa Zuccaro. Su mamá nos controlaba mientras jugábamos a futbol, en las bochornosas tardes de verano, en la improvisada cancha que no era rectangular y no era cuadrada, sino de una extraña forma geométrica, digna de un teorema de Pitágoras. Cierto que rompíamos un vidrio de las ventanas todas las tardes de juego, eran ventanas desde las cuales, durante la belle epoque que debió haber vivido aquella Villa Zuccaro, miraron otros horizontes los nobles ahí establecidos o los viajeros de paso hacia Viena o quizás de retorno a Venecia. Luciano se reía, intentando disimular el enojo de su mamá, un poco disfrutando de las acciones que el nunca en su vida pudo gozar. En su vida estuvo siempre enfermo, pero con la sonrisa siempre disponible, la inocencia y la generosidad en su ánimo y la alegría en su corazón.
En una esquina de la Vía Garibaldi vivía una familia compuesta por varios hermanos, todos o casi todos eran ciegos. No recuerdo sus nombres y tampoco el apellido, los recuerdos ordenados en fila indiana mientras iban a las misas los domingos y a casi todas las funciones religiosas. Era desesperante para mi pensarlos sin la vista, sin este gran don y ahora que estoy escribiendo imaginar a los grandes de las letras, Homero, aedo enceguecido, a Milton buscando el Paraíso perdido, a Borges clarividente ciego y a estos pobres hermanos, que cosa pasaría por sus mentes mientras la luz era ausente, el color desvanecido y las bellezas inadvertidas.
Al frente de la Trattoria da Eligio vivió el comunista que todos los domingos iba a la misa y luego compraba l’Unitá y el periódico local, Il Gazzettino, donde guardaba bien oculto el diario comunista. El personaje era miembro de aquella fauna que entonces llamaban los catocomunistas, una hibridación del comunista con el católico, una figura que en Italia se vio por muchos años, en el mundo campesino en su ocaso y entre los obreros que emergían entre las filas de los que abjuraron la Democracia Cristiana, encontrando refugio y respaldo entre los comunistas que aún no estaban enterrado de Stalin, de Hungría y de todos los esqueletos que estaban por destaparse. Era una figura que Guareschi estudió mucho, en otras regiones lograron reparar mejor, pero en la “blanca” región del Véneto y en su entorno aquel gesto de ocultar l’Unitá en medio de Il Gazzettino fue la síntesis de una forma de vivir, para lograr también compartir una sana convivencia.
Barbui es un personaje enigmático y complejo. Su perfil…si el positivismo siguiera alabando a Lombroso y Ferri…seria tout court, pero se sabe que a veces la ciencia juega un papel no tan positivo, y los humanos interpretamos y actuamos negativamente. Barbui seguía su instinto. Recolectaba todo lo que la modernidad y la obsolescencia rechazaba, botaba o deseaba eliminar y él lo acumulaba para luego entregarlo a los recicladores. Tarea que a veces le ponían entre las manos piezas de valor y oportunidades únicas. También en cuanto a aventuras.
Dionigi Pegolo era el sastre del pueblo, clase ’21 como mi papá, figuras de una sola pieza. Cuando el prêt-à-porter llega también en los pueblos, inicia la vida dura de los sastres y de las modistas. Serán sus hijos en abrir oportunamente una tienda de prendas de vestir, aliviando el desencanto del sastre y encontrando una actividad para toda la vida. El tiempo es maestro y ahora desde el suelo hasta los instrumentos humanos sienten la radical transformación: la tijera que no corta, el hilo que no cose…
Cuenta Nello Martin en el libro Pestanaie & Berebech que el primer campo deportivo que tuvo Cecchini fue construido en Via Codopé, gracias al Doctor Giannelli y frente a la oposición de los habitantes de Pasiano. Surgió donde ahora encontramos las casas de los ya fallecidos hermanos Enzo y Vito Ortolan. Ahí probablemente inició la adicción al futbol de los ciudadanos cecchinesi. Esta tierra además de ofrecer muchos arqueros, los ya ilustrados Gatos, persianas y arañas, hay que reconocer que también en cuanto a pies geniales y a estética extrovertida, Cecchini fue buen vivero. Quien tenía solamente un pie, quien vivió con la pelota eternamente pegada a sus pies, quien no quería perder nunca y quien jugaba día y noche sin descanso. Maurizio Caldana fue el primero en ser materia de mercado de jugadores, transfiriéndose clamorosamente a la Pasianese, abriendo así el camino para que otros jugadores se vayan a jugar a Visinale, Sant’Andrea, Prata. Así que en Cecchini fue también el precursor del calciomercato. Nunca tuvimos una cancha nuestra y así emigramos de esta tierra, adonde el futbol fue pasión y vida, el espectáculo que se volvió muy rápidamente en la última representación sagrada de nuestro tiempo.
Enzo Pilot ha sido el Tio Enzo para todos. Para él el club Visinale era más importante de su amada Internazionale de Milán. Fue el gigante bueno que en su FIAT 124 verde lograba hacer entrar siempre un numero exagerado de chicos, y llevarlos y traerlos a los entrenamientos y a los partidos del sábado o del domingo. Chicos de nuestro pueblo y de los otros pueblos, sin distinción. Era el “bordocampista” (juez de línea) que en uniforme deportivo enteramente rojo y mocasines de pecarí con cordones entraba a todas las canchas de futbol de toda la región. Vio crecer a todos los jugadores de futbol de Cecchini, los acompañó y guio durante años y años, fiel a los colores y a la camiseta. Como Quasimodo, en una Notre Dame que nunca fue la de Paris.
Foto: Pignat, Colección E. Contelli, “Villa Zuccaro”, Cecchini, años ‘50