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La cena

Cuando tío Augusto llamó a mi hermana, Casandra, para decirle que este año, él se encargaría de la cena de Navidad, automáticamente, ella me invitó a la casa para que almorzáramos juntos, y habláramos del tema.

Desconozco el motivo por el cual le pusieron de nombre, Casandra, a mi hermana, pero cuando éramos chicos la cargábamos, especialmente yo, diciéndole escafandra, y ella se enojaba muchísimo y nos corría por todas partes. Como era la más chica, le costaba alcanzarnos, y se quedaba con ese rencor guardado. Y apenas nos tenía a tiro, no importaba si era más tarde, a la noche, o al día siguiente, se tomaba su revancha.

La casa de Casandra es grande, está en una ochava, en alto, y rodeada por un paredón ciego, para que no pudiera verse desde la vereda hacia adentro. Tiene una escalera finita, justo en la esquina, que da a una puerta de madera estilo art Nouveau, en donde está el timbre de la casa. Y cuando abrís te encontrás con un inmenso jardín, y quedan como cincuenta metros para llegar a la casa. Casandra me había dado una llave, para que no la hiciera recorrer todo ese trayecto para abrirme la puerta. Y yo siempre entraba anunciándome a los gritos de ¡Escafandra! Mis sobrinos, ahora ya grandes, se reían mucho con eso.

Ni bien me vio preparó un vermut con una picadita de salame y queso, que sirvió en la mesa de la cocina, para terminar de hacer la comida, mientras me daba detalles de la llamada de tío Augusto.

Cubriendo la mesa de la cocina tenía un ule, igual que hacía nuestra madre, en la casa familiar. Esa mesa no se usaba para almorzar o cenar, pero sí para tomar la leche, con mis amigos, mientras mamá preparaba pan con manteca y azúcar para todos. También para hacer los deberes, a la vuelta de la escuela. O para amasar, pelar y cortar la verdura. No le pregunté a Casandra, pero estoy seguro de que ella conserva las mismas costumbres.

Me dijo que lo había notado muy entusiasmado a tío Augusto con los preparativos de la cena para Nochebuena, y recordé cuando nos juntábamos todos en la casa. Sacábamos las dos mesas al patio, la del comedor y la de la cocina, las colocábamos en T para que fuese más cómodo. Y desde temprano, iban llegando los comensales. Tío Augusto siempre aparecía primero, trayendo una asadera enorme, con chivo, cordero, o lechón asado. La mayoría de las veces era lechón, que se comía muy bien frío.

Escafandra se acordaba de una vez en que los chicos, dimos cuenta de una pata delantera, y después andaban todos echándole la culpa al Tuqui, un terrier que terminó, esa noche, atado sin comerla ni beberla.

Y otra vez se me ocurrió arrojar un petardo debajo de la mesa, y si no fuera por la clemencia implorada por mi tía Inés, terminaba igual que el perro.

Mi hermana me confesó que ella no la pasaba muy bien, porque las mujeres llegaban temprano a la mañana, y se ponían diligentes a preparar y limpiar todo. Entonces, mamá la llamaba para que ayudara, y tenía que ponerse a pelar verduras y frutas, cortar, ordenar, y mientras tanto veía como los varones la pasábamos mejor.

Pero esa era una percepción suya, porque en realidad nosotros también teníamos tarea. Andá a comprar esto, andá a comprar aquello, ahora tráeme esto otro. La ventaja era que siempre manoteábamos alguna monedita del vuelto y así juntábamos para tener más pirotecnia.

Escafandra me contó que tío Augusto le había dicho que además del lechón, él mismo iba a preparar vitel toné, porque no quería que nadie trabajara esa noche, así que él iba a encargarse de todo.

Vitel toné rico, era el que preparaba la mamá de Elsita, la novia de mi hermano mayor. Ella nunca iba a ayudar a la casa, porque ayudaba en la casa de su mamá, pero llegaba a la tardecita con tres fuentes de ese manjar. Uno de peceto, otro de lomo, y otro de lengua ¿Cuál de los tres más rico? La salsa tenía un equilibrio de sabores que era una sinfonía. El ajo, la anchoa, todo, conformaba una delicia imposible de describir.

Cometí el error de comentarle a Casandra que no había probado, en mi vida, un vitel toné más rico que el de la mamá de Elsita. Y medio que se me enojó, y me dijo que era porque no había probado el de ella. Y le dije: Si nunca me invitás, ¿cómo lo voy a probar? Y me corrió con un cucharón en la mano.

Le tuve que pedir que se detuviera, porque ya estamos grandes, y ahora sí que me iba a alcanzar.

¿Te acordás la cantidad de fruta que se pelaba y se cortaba para hacer el clericó? Le pregunté a Escafandra. Dos ollas grandotas de aluminio, hasta el borde, que después se metían en la pileta de lavar, tapadas con hielo ¡Cómo me gustaba ir a la fábrica de hielo a comprar las barras! Y después se picaban para hacer trozos chiquitos para meter en la pileta.

¡Ah, eso! El tío también me preguntó si pensábamos tomar vino, cerveza, sidra o champán. Me dijo mi hermana. “En ese orden” le respondí bromeando, y me quedé mirándola. “Que loco, el tío, está en todas ¿cómo puede ser que se acuerde de eso?”

Es que en la casa de mis viejos había de todo. Vino, cerveza, sidra, champán, vermú, ginebra, wiski, gaseosa, soda, jugo. No sobraba nada, pero tampoco faltaba. No sé cómo hacían, pero cada fiesta familiar, cumpleaños, bautismos, aniversarios, lo que fuera, la mesa era una bacanal de bebidas, comidas, y sabores. Cualquier cosa, menos que un invitado se fuera con hambre o con sed.

Casandra me hizo acordar de un año en que tío Augusto se apareció por casa con una chopera y un barril de cincuenta litros de cerveza, porque uno de mis primos iba a ir después de doce con unos amigos guitarreros. “¿Sabés cómo chupan estos?” fue la excusa que utilizó el tío para evitar las contradicciones de mi padre.

Sí, bueno. Pero algo tenemos que hacer. Me dijo mi hermanita. No podemos dejar que avance con esa idea. Y yo recordaba cuando el tío se compró la moto. En contra de toda la familia. No tenía uno a favor. Ni mamá que lo apañaba, y lo comprendía en todo. Mi viejo le decía que era un inconsciente. “El paragolpes de la moto es tu cabeza”, le repetía. Mi tío nada, ni discutía. Sabía que no tenía sentido porque no iban a cambiar de idea ninguno de los dos. Así que le dije a Casandra, dale tiempo, yo creo que no va a persistir con eso.

Casandra me miró y me dijo “Es más cabeza dura que vos”.

Se puso muy mal cuando murió papá.

Mi tío.

Estaba en el sanatorio, en la puerta de terapia intensiva. Uf! Era una explosión de llanto. Ese año la cena de Nochebuena se hizo igual que todos los años. Pero para mi tío no era igual. Y eso que le ponía todas las ganas, pero… Se conocían de chicos, toda una vida juntos. Se sintió mejor cuando aparecieron mis amigos. Se llevaba bien con ellos.

Lo otro que podríamos hacer, me dijo Casandra, es ir viendo si sigue con la idea y dejar que haga las cosas. Convencerlo de que nos reunamos acá, en casa, y adornar todo y eso…  Lo único, que él cuenta conque vamos a ser catorce o quince…

Me imagino, sí… Me imagino… Es que en casa siempre éramos un número similar. De ahí para arriba. Incluso cuando Casandra se puso de novia, iba Esteban. Me acuerdo que lo poníamos a hacer lo que a nosotros no nos gustaba. Barrer el patio, lavar la cristalería. Y él, como quería quedar bien con la familia, no decía nada.

El tío Augusto se reía por lo bajo. Y nos decía “como lo agarran de gil gracias a tu hermana” Un año, me acuerdo, lo hicimos disfrazarse de Papá Noél. Se moría de calor con ese traje. Y nosotros en vez de dejar que repartiera los regalos y se fuera a cambiar, lo agarrábamos, le hacíamos ronda, lo hacíamos saltar, bailar, corretear… Después de todo se iba a llevar a nuestra hermana, la única que teníamos.

Las fotos de esa noche las tiene, en un álbum, Casandra. Todas las fotos las tiene ella. Las quiso repartir una vez, pero adonde van a estar mejor que en sus manos… Además, quién iba a imaginar que Esteban nos iba a dejar tan rápido. Yo sé que ella las mira seguido. Allí están todas las fiestas, todas las Nochebuenas, todas las Navidades. Allí estamos todos, siempre. Con nuestras sonrisas congeladas, haciendo un brindis por la vida.

Casandra me contó, que este año, ni siquiera está segura de que sus hijos puedan viajar, para estar con nosotros. Mis hijos, tampoco. No sé la mas chica. Pero ya son todos grandes y tienen sus compromisos y sus obligaciones. Y se han abierto camino en la vida, a machetazos, pero individuales. Y los van transitando con su gente, con sus elecciones.

¿Y a qué teléfono te llamó el tío, al celular? Le pregunté a Casandra.

¡No!  Al fijo de la casa.

¿Y cómo hizo? ¿De dónde te llamó? ¿Se acordaba el número?

¡Ah, no sé! Lo tendrá anotado… ¡Qué se yo cómo hizo!

¿Y quedaste en que vos lo ibas a llamar? ¿Él te llamaba? Para seguir arreglando, digo…

Casandra me miró. “No quedé en nada. No se puede quedar en nada. No sabía si alentarlo, o desanimarlo ¿En qué puedo quedar?”

¡No, tenés razón! Además, estamos en octubre, falta como dos meses. Le dije. Casandra me abrazó por detrás, fuerte, muy fuerte, y me dijo: ¡Vamos a ser tan pocos! Vos, él, y yo, con suerte. La miré. Y agregó, no te olvides que tiene Alzheimer, de acá a dos meses, quien sabe si se acuerde quienes somos vos y yo.

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