II Concurso literario sobre el racismo organizado por el Banco Mundial en Bolivia – Tercer lugar, categoría C
Sergio Velasco García
Su habitación se convirtió en cocina y su recuerdo en un fantasma que pobló nuestra retaguardia, amenazando siempre con volver a la vida y tomarnos por asombro.
Aurelia, la bisabuela. Luego de enterrada, fueron llevadas sus ropas al río y el resto quemado o dado por regalo. Con los años olvidé su rostro y una fina capa de polvo cubrió su nombre: hasta ahora.
Esa tarde, y luego de un par de cervezas, papá abrió airoso el álbum de fotos. Mientras me acomodaba en su regazo, de pronto comprendí, a los ocho años, que la historia no corría por los libros sino por las minucias muchas veces indescifrables de los retratos de familia. Porque papá seguía mostrando niños vistiendo ropa de adultos, tías con vestidos plegados a sus tallas, al abuelo con los ojos oscuros hasta el pecho y a las primas con la mirada de quien tiene mucho por contar.
Pero nada de esto tendría sentido sin aquella imagen donde al costado inferior sobresalía un mocasín de mujer que cubría los pies de alguien que realmente no estaba en la imagen. De alguien que estuvo ese día pero que no fue retratada. Pregunté por ella y papá sonrió con sorna. Ay papito, si supieras, me dijo. Pero no, no lo supe, sino mucho después. Porque dijo que en la fotografía estábamos todos, pero sí y no, pues faltaba Aurelia, la bisabuela. Mientras papá abría la cuarta cerveza repetía el nombre de militares y terratenientes, nada podía impedir que su rostro se ahuecara silenciosamente frente a ese mocasín perdido que vestía polleras.
Para la quinta botella papá sollozaba como bebé, tendido sobre el sofá. Yo veía en la escena a su fantasma de retaguardia velando el sueño de un hombre criado bajo la lumbre de los chistes de barrio, de esos que mariposean entre los amigos. El mismo fantasma que anida en el podio de casi cada certamen, o en la muchacha que mira el color de sus pezones frente al espejo o en aquello que ha logrado llamar destino a los puestos de trabajo. Porque la piel, en este mundo, tiene precio de canje, dijeron. Tiene que ver con lo bello y con lo que se torna invisible. Porque vaya contradicción que a cuanto más oscura sea esta, mayor parece ser su invisibilidad. Porque Aurelia, la bisabuela, no apareció sino después de años en boca de mi padre. Porque toda deuda hace su transacción a los nietos y heredamos el rostro del desprecio que, aun viendo el cuerpo de un alma colorida, no es capaz de verla.
¿Por qué nunca se habló de ella?, me pregunto. ¿Por qué su nombre suena más a cicatriz que a mayúsculas?
¿Por qué le dimos la habitación más triste cuando envejeció?
Volvimos del entierro y del río. La abuela lloraba a las risas, pues decía que la despedida era una forma de alegría que se debía realizar con toda lágrima; mas el llanto de papá no rezumaba del cauce de la felicidad sino de la fuente de la amargura. De esa que oculta las cosas y nos mece en el regazo de un sillón donde todos los años solemos tomar nuestra foto de familia.