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Augusto Céspedes

De: Iván Castro Aruzamen / Para Inmediaciones

Augusto Céspedes en Sangre de mestizos nos ofrece facetas variadas de las realidades de la Guerra, gracias a la síntesis que permite la técnica del cuento. Céspedes posee un contundente estilo periodístico, pero, al mismo tiempo es heredero de la literatura regionalista, como la narrativa de José Eustasio Rivera en La vorágine. Así los denota le inicio de Seis muertos en campaña: “Las notas del sargento Cruz Vargas están escritas en papeles sueltos, al lápiz, y son difíciles de captar por la caligrafía irregular y el concepto. Coordinándolas en su forma novelable, son las siguientes”.

Novelas representativas de la narrativa del Chaco, como El martirio de un civilizado, de Eduardo Anze Matienzo, ofrece datos importantes para el conocimiento de las experiencias de la Guerra –fuera del contexto bélico como Buenos Aires– y/o la retaguardia boliviana; Aluvión de fuego, de Oscar Cerruto, quien no fue testigo íntimo de la contienda, compuso su texto en Chile en base a fuentes indirectas; Prisionero de Guerra, de Augusto Guzmán, compendio de experiencias personales, obra escrita sobre la base de recuerdos del autor; Repete, de Jesús Lara, libro en el que el autor ha tratado de hacer historia a partir de la fidelidad a los hechos, pero, que más allá de ser un relato verídico tienen más de pieza literaria; marcando la diferencia, Sangre de mestizos, nos ofrece con su estilo briosísimo, los retratos fotográficos de aquello que sucedió en las entrañas mismas de la Guerra, pero, sobre todo, nos muestra lo absurdo de una contienda que llevó a diezmarse mutuamente entre bolivianos y paraguayos.

En cuentos como El pozo o Seis muertos en campaña, Augusto Céspedes, nos delinea lo siniestro que llegó a ser una campaña insulza alentada por el imperialismo económico y militar foráneo y sus intereses, así como las secuelas que supuso para los contendores de ambos bandos. En Sangre de mestizos, está lo inenarrable de 50.000 indios bolivianos que, cazados como ganado, fueron conducidos sin piedad hacia los fortines paraguayos: “Nos detuvimos y esperamos. Llegó el indio. Entonces el pila descendió del caballo, ató una correa a las manos del indio y sujetándola volvió a cabalgar”.

Augusto Céspedes, cuando nos cuenta la tragedia de la Guerra, desde el centro mismo de la experiencia de los soldados, inevitablemente, aflora la muerte, la desesperanza, la incertidumbre: “¿Acabará esto algún día?… Ya no se cava para encontrar agua, sino por cumplir un designio fatal, un propósito inescrutable. Los días de mis soldados se sumen en la vorágine de la concavidad luctuosa que los lleva ciegos, por delante de su esotérico crecimiento sordo, atornillándoles a la tierra”. El pozo –y por extensión Sangre de mestizos como corpus– es una denuncia a los criminales que condujeron tan abominable aventura, en la que perecieron miles de bolivianos entre las hostilidades de la naturaleza y los estruendos de las metrallas: “A las 6 de la mañana se rasgó el monte, mordido por las ametralladoras. Nos dimos cuenta de que las trincheras avanzadas habían sido tomadas, solamente cuando percibimos a 200 metros de nosotros el tiroteo de los pilas. Dos granadas se stoke cayeron detrás de nuestras carpas”. Para Céspedes, la Guerra, no es más que un pozo sin agua, profundo, que se alimenta de vidas humanas; por eso para los bolivianos que fueron al Chaco, a pesar de la firma de paz, ésta no dejó de ser “ese pozo seco (…) el más hondo de todo el Chaco”.

La voz de Augusto Céspedes, no es la del novelista enquistado en un patriotismo exacerbado, para fomentar o legitimar una contienda fratricida de ambos lados, sino expresa un profundo sentido de solidaridad de los combatientes, venidos de un territorio desarticulado y sin conciencia nacional. Cruz Vargas, el narrador de Seis muertos en campaña, no repara en la forma de hablar de Huaicho: “Miria ligua siquiera is”; “Cabeza doile, mi sargentu”; “Un pila ha veniro”; Pies doilen, mi teñente”. Porque ahí, el único lenguaje valido en medio de la matanza, era aquél que traducía la poderosa intuición de estar unidos frente a un destino fatal, las balas y las pestes, las sed y la soledad. En este ambiente morirá Cruz Vargas en un hospital de Asunción: “¿La paz? ¿La muerte?… Ya no escriba doctor. Yo soy dichoso, por fin”. Muchos excombatientes, bolivianos y paraguayos, encontraron la felicidad no en la victoria o la derrota, más bien en la locura, secuela y escape de los tormentos de la Guerra.


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