Todo, incluso conceptos o palabras tan respetadas como libertad o democracia, puede ser objeto de relativización, porque nada ni nadie debería estar por encima de la crítica (¿o sí?). Podríamos plantearnos número de preguntas: ¿fue el sistema democrático, basado en el raciocinio humano, el mejor garante del bienestar general? O ¿existirá realmente, como creímos durante siglos, un raciocinio humano? ¿Es esa razón la que, ontológicamente hablando, nos pone por encima de una res que nos la comemos o una rata a la que repudiamos? Si de verdad existiera y confiamos en ella, ¿cómo podríamos probar que sirvió para reducir el sufrimiento humano? ¿No fue la razón la que devastó Hiroshima o la que hizo los campos de concentración en Auschwitz? ¿Podemos seguir creyendo en la existencia de un raciocinio divino, que comparte los destinos de este pequeño mundo con la razón del ser humano? ¿Por qué creemos en el alma humana y desechamos la posibilidad del alma del orangután o de los extintos dodos? ¿No será eso de la libertad humana un relato carente de respaldo científico que lo inventamos para quebrar vínculos con las teocracias, y que solamente nos movemos por pulsiones internas sobre las cuales en realidad no podemos decidir? ¿Por qué la medicina se sigue empecinando en alargar más la vida si, al menos según varias religiones, el más allá es perfecto o por lo menos no tan infeliz?
Esas son solo algunas de las preguntas que, si tenemos algo de tiempo y un poco de predisposición de salir de nuestra zona de confort, nos podemos plantear. Las mismas palabras son limitadas y constituyen una parte de la representación que a lo largo de milenios nos hemos hecho del mundo, un mundo que no necesariamente tiene que ser como lo describimos, pues, si somos tan limitados como en nuestros pocos momentos de modestia decimos ser, ¿por qué nuestras capacidades visuales o mentales no tendrían que ser igual de limitadas para la comprensión de la realidad circundante?
Sin embargo, como los sapiens nos sentiríamos desolados sin un relato, sin una urdiembre de palabras e ideas con la que no seamos una especie más, nos cosamos a la realidad y le podamos dar un sentido a la vida y el mundo —en cuyo armazón actual la libertad y la democracia son tal vez los puntales más importantes—, no podemos excluir de nuestros proyectos vitales los ideales de vivir libremente y en sociedades en las que el poder recaiga no en monarcas, sino en eso que tan feliz y llanamente le decimos pueblo. Porque somos temerosos, porque nos da pavor la idea de que en realidad podamos ser seres efímeros en el cosmos (acaso no más importantes que una libélula o un mono), es que tejemos sistemas dialécticos (Bien/Mal, Paraíso/Infierno, izquierda/derecha) que les otorguen sentido a las cosas y nos lo den a nosotros mismos.
El siglo XVIII, que de alguna manera quebró la relación del hombre con Dios y los dioses y otorgó a la tan alabada razón humana el privilegio de decidir por dónde se debía transitar, no resolvió las dudas existenciales de aquel ser que desde épocas remotas se impuso en la tierra y la dominó. El XIX y el XX, centurias de la máquina y las grandes ideologías de izquierda y derecha, tampoco las resolvió. Y el XXI, que al parecer estará insuflado por el auge de las nuevas tecnologías digitales y la crisis climática, al igual que los anteriores también será difícil que las resuelva. Y esto se debe a que la Verdad —si existe— es inasible, está al muy lejos de nuestras capacidades.
Empero, si algo se ha conquistado paulatinamente para reducir de manera más o menos efectiva o exitosa el sufrimiento humano en todo lo que va de historia, se llama tolerancia, que en palabras sencillas es dejar de pensar que mi ideología o identidad son superiores respecto a las del Otro, pero sobre todo que deberían suponer mi predominancia sobre aquel. Este concepto, el de la tolerancia, también puede ser puesto bajo el tamiz de la crítica, pero mi intención en este artículo es hacer una apología de él. Las comunidades tribales del mundo, que ayer estaban aisladas unas de otras, creían tener la razón y por ello apenas rozaban se hacía un estado de violencia. Pero la interconexión de culturas y la entropía social en las que hoy está el mundo pueden hacer aún más amenazante la beligerancia. Una actitud de tolerancia o humildad ante lo que no corresponde a uno es capaz de atenuar la violencia a la que el ser humano ha sido propenso desde siempre. Colectiva e individualmente, deberíamos cultivar esa práctica benévola que, si no es capaz de hacer el bien, al menos hace que dejemos de infligir daños al otro y que, mucho más que con la racionalidad, tiene que ver con la razonabilidad y la empatía.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social