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Aniversario de Ucrania

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Entre una y dos de la mañana, la BBC pasó un soberbio programa de sesenta minutos acerca de Odessa, la perla del mar Negro. Una mirada a su única multiculturalidad, al arte que siempre la caracterizó. Y al vicio… Entre ella y Constantinopla se disputaban el puesto prominente en el antiguo oficio de las putas. Puertos de mar, entrada y salida abierta, ajenos a la ortodoxia del encierro. En la actividad de la noche perdí cortos pedazos de la crónica. Alcancé a escuchar que siendo atacada la ciudad en el pasado, los odesitas envolvieron el monumento a Catalina la Grande, su fundadora, con cintas protectoras. Hoy, seis meses de guerra, no se la ve. Se esconde detrás de una torre de bolsas de arena. Ella y sus amantes, pequeñas estatuas alrededor de la inmensa dama. Eso en Odessa; la emperatriz fue decisiva y brutal en acabar con los vestigios de la autónoma región de cosacos zaporogos, además de la destrucción de su capital, la Sich. Fue nefasta para los ucranianos.

Comentaban los periodistas que en Ucrania, hoy 31 años independiente, Odessa encontró dónde sentirse a sus anchas dentro de un régimen democrático, a pesar de que igual lo hacía ante la opresión zarista y la bolchevique, que es juego de palabras de un mismo sujeto.

Se habló de teatro, de música, de gitanos y klezmorim. A ratos, retazos de canciones, tangos en yiddish, jazz “ruso”. De ver a Chejov saliendo de un hotel, escuchando lo que decía Trotsky de ella a tiempo de la primera revolución. Menciones a Sholem Aleichem, a la vivienda que compartían Eisenstein y Babel: el proyecto del filme sobre Benia Krik. Por supuesto se hizo presente la inspiración de este personaje de los Cuentos de Odessa, el criminoso Mishka Yaponchik, también defensor de judíos, cuando el pogrom liderado por los patriarcas de la iglesia ortodoxa, más plebe eslava alcoholizada, iban a por destrucción y muerte. Poemas que Pushkin dedicara a sus calles y amores. La mítica canción La chica de Nagasaki, escrita por la poeta Vera Inber (1890-1972), nacida en Odessa, e interpretada por todos a lo largo de la historia. Prima de Trotsky, tuvo una exitosa carrera e incluso recibió el Premio Stalin. De ella comentaba su marido que sus labios olían a frambuesa, pecado y París…

Ciudad del humor, la irreverencia. La crónica viaja por el barrio de la Moldavanka, de judíos, griegos, turcos y pobres. Caminé esas calles con veneración que no tengo por los santos. Dimos muchas vueltas con Anastasia para llegar a él. Días después me di cuenta que siguiendo una línea recta estaba como a cinco cuadras del hotel. Hacia allí iba, con indiferentes trabajadoras del amor en las esquinas. Yo con abrigo negro de Maigret, sin sombrero, a perseguir sombras que Isaak Babel había olvidado escribir. No sé si el reportaje era una manera de homenajear el aniversario de la independencia de Ucrania. Aunque el conflicto bélico aparece en los noticieros, lo hace cada vez en proporción menor. No es la “drôle de guerre” francesa porque acá abundan muertos, pero hay una nerviosa estática, un monigote Putin ya derrotado, asesinando a sus congéneres y “amigos” y todavía peligroso.

De si hay o no un “ejército republicano” enemigo del Kremlin hoy en Rusia es posible. Pero a la perra neonazi de Darya Dugina la mató Putin. Tiene su sello, la marca que ya no engaña a nadie. Necesitaba alguien notorio aunque no decisivo para su teatro macabro y eligió a la hija de su mentor. No entiendo a la izquierda latinoamericana que defiende la retórica de razas inferiores, subhombres, ejecución pública de prisioneros de guerra, fotos de Nicolás II, besos a iconos, oraciones de rodillas de esta gente. Alexsandr Dugin, el padre, seudofilósofo, dice refiriéndose a Ucrania que son bastarda raza mezclada. Piensa seguramente en los cientos de años de forzada influencia tártara en la región, que ha dado en la amalgama de lo eslavo y lo turcomano y mongol, las mujeres más bellas del planeta. La hija andaba asediando al público con peroratas similares, de profunda violencia y odio. Pues, vale, ahí ardiste como taco al carbón en el fuego que avivaste. Y que vengan más. Lástima que no es justa venganza del dolor de Ucrania sino otra malvada jugarreta del dictador enano. Pero la guerrilla en Kherson y Zaporizhzhia va cargándose a la escoria colaboracionista por su lado. Lo que debe saber Putin, porque es parte de la cruel tradición rusa, que ya le preparan la mortaja. Él y sus hijas irán camino del mausoleo histórico a pedacitos.

Ekaterina corre al refugio en Lviv. Sale y escribe emails y vuelve a esconderse. No quiere dejar su país. Reclama a su memoria que le devuelva Kharkiv bella como siempre; Anna no quiso ser refugiada en Szczecin. Supongo que habrá partido a Chicago donde le ofrecían un trabajo para cuidar viejos. Así terminó la hermosa abogada de Sumy, bombardeada hoy 24 de agosto ochenta veces; Victoria y Kristina han vuelto a Kiev, de Trancarpacia una y de Odessa la otra. A ratos intercambiamos cartas manchadas con hollín de bombas. Irina, férrea en Poltava a pesar de las explosiones de ahora en Myrhorod, sobre el río Khorol, ciudad cada vez más lejos de Nikolai Gogol y más cercana a la muerte; Anastasia se perdió en el recuerdo de las escalinatas de Odessa y las radios a todo volumen del mercado de la Moldavanka. Vi fotos suyas en camello cerca de Giza, pero eso fue antes. Todavía me abraza en un atardecer de verde olor con color de mar.

Viajo en el tiempo. A la isba blanca donde un día soñé plantar hortalizas y escribir. Deseos de viejo, tal vez, pero una ventana a la llanura y penumbra de la tarde. Suena la brisa, ruidosos insectos llegan de la estepa. Un puesto de frontera, lo mío, casi rural a pesar de no tener alma campesina. Escruto los viajes rusos de Walter Benjamin y Stefan Zweig; los de Istrati y Kazantzakis, mientras ajusto los tornillos de la granada que hará saltar cabrones por los aires. La Ravachole, que viva el son de la explosión. Bailemos.


Imagen: Odessa/david Burliuk, 1910

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