No hay que predicar sin aplicar, me dije, y decidí someterme, voluntariamente obligado, a un periodo de privación del uso de Smartphones (o símiles), todo a fin de evitar esa extraña alucinación de sentirse “permanentemente conectado”, una sensación de prisión en libertad, experiencia que, debo confesarlo, me está dejando ciertas enseñanzas, algunas de ellas antes tenidas por obvias, como la idea de “estar o no estar” en un sitio, cuya diferencia antes elemental, muta en la actualidad radicalmente.
Antes todo estaba claro, o se estaba o no, sin ambigüedades, permitiendo que tanto el que se iba como en que se quedaba sientan y gocen, si fuera el caso, del alejamiento del otro, de su ausencia, una forma de recuperar, así sea momentáneamente, un margen de espacio para ese “yo” perdido, ese ego que a veces languidece capturado, diluido, en ese gelatinoso “nosotros”, esa comunidad de desconocidos a veces artificialmente ampliada por las redes sociales, una caótica red de conexiones sin un sentido concreto. Así, la soledad se hace esquiva, constituyéndose en un valor cada vez más escaso, privando a los sujetos de un elemento vital para llenar esa angustiosa necesidad del reencuentro con su ser interno.
Este es, ciertamente, un efecto colateral de los acelerados avances tecnológicos que si bien nos facilitan enormemente muchos aspectos de la vida, terminan por diluirla en gran medida en un mundo incorpóreo, irrumpiendo disruptivamente en las bases comunicativas sobre las que descansan las relaciones humanas, ya que al quebrar, con efecto global, las limitaciones de tiempo y espacio de forma permanente, marcan nuevos ritmos a las relaciones entre sujetos y entre estos y el mundo, atrapándolos en una red de “conexiones” de todo tipo, un limbo que no es de aquí ni de allá, sino de todos lugares al mismo tiempo.
Así estaba yo hasta que por un feliz azar del destino perdí el celular y decidí aprovechar la situación para componer mi vida virtual siguiendo el siguiente itinerario: a) Fase 1, imposición de un periodo de privación tecnológica móvil casi total, que implicó, al menos en sus primeros momentos, dos efectos negativos pero necesarios. Primero, una suerte de sufrimiento muy cercano al llamado “síndrome de abstinencia”, que aqueja a quienes dejan bruscamente el elemento al que está habituado [quizás era realmente un adicto tecnológico] y, segundo, el reclamo de mi entorno más cercano, incluido el familiar y el profesional, extrañando mi constante presencia virtual, hasta que finalmente se fueron acostumbrando. Este es el momento en el que entendí la verdadera utilidad de la conexión permanente y la comunicación significativa; b) Fase 2, retornar a la comunicación y participación en las redes sociales pero desde la vieja PC, lo que me impuso mayores restricciones de horario, obligándome a manejar mejor mis tiempos y acostumbrando a mis contactos a la comunicación asíncrona, esto es, que los mensaje dejados en el chat no siempre serán contestados de inmediato, pero eventualmente obtendrán alguna respuesta. Efectos negativos, varios. Como la pérdida de la amplia red de contactos labrada a los largo de años, pues con el celular extraviado se fueron también todos mis contactos del WhatsApp, un valioso medio de comunicación pero también de distracción y dispersión. Es el momento cuando comprendí la dimensión correcta del uso tecnológico y la necesidad no de privarse de él, sino de someterlo a tus necesidades comunicativas reales; y c) Fase 3, a la que aún no ingreso, que consistirá en adquirir nuevamente un Smartphone, pero bajo nuevos parámetros de uso, comenzando, entre otras cosas, por un adecuado manejo de los horarios (no se puede estar siempre accesible para todos), agrupando a mis contactos por orden de prioridad (familia, trabajo y amigos) y entendiendo que los usos lúdicos del infernal aparatito no son su principal virtud. Quizás así vuelva a estar en los lugares correctos y en los momentos indicados, evitando diluirme nuevamente en ese infinito océano de bits llamado internet, arribando a la conclusión de que no era un adicto, sino solo un analfabeto digital.
Al final, como ya alguna vez lo había dicho, no nos queda más que desarrollar las habilidades para sobrevivir en esta gran jungla de códigos binarios, dominar a la bestia antes que huir de ella, entendiendo que un adecuado uso nos permitirá obtener enormes beneficios con un mínimo de riesgos, siendo así imprescindible retomar los estudios en humanidades y filosofía, disciplinas que nos ayudan a reflexionar críticamente y tomar decisiones en situaciones de alta complejidad, cultivando la lógica y el sentido común como herramientas efectivas, quizás las únicas, para entender a cabalidad los enrevesados códigos que sustentan el mundo de hoy. Así vistas las cosas, no estaría demás introducir en nuestras currículas educativas una materia o cuando menos un tema dentro de alguna ya existente, que procure a los chicos las herramientas mínimas para lograr una relación constructiva con la tecnología, sin caer en el caos tecnológico como en el que estuve sumergido hasta hace algún tiempo.
Doctor en gobierno y administración pública