Andrés Canedo
Cada día, en su computadora, aparecían avisos que decían de soledad, avisos que pedían conversar. Mario, que también se sentía solo, no les prestaba mayor atención aunque se condolía con ellos. Sin embargo, hubo uno que lo sacudió: “Mi espíritu necesita de otro espíritu para compartir, para combatir, entre ambos, esta especie de destierro”. El nombre que figuraba arriba y a la izquierda del recuadro, decía “Lucía JL”. Mario, nunca había respondido a avisos o solicitudes parecidas, pero ante este, aunque vaciló un instante, un impulso, una energía extraña, casi una pulsión en el sentido freudiano, lo llevó a contestar. Pero lo hizo por el Messenger, más discreto, luego de encontrar una Lucía JL, y le escribió: “Mi espíritu quiere ir hacia el tuyo para abrir espacios de luz”. Claro, Mario no era un idiota, había leído un poco de buena literatura, lo apasionaba la poesía y, por las palabras del mensaje de Lucía JL, que hablaban, precisamente, de espíritu, pensó que sería una mujer distinta. Se preguntó, no obstante, cómo sería ella. ¿Joven? ¿Vieja? ¿Bonita? ¿Fea?, y, por un instante se reprochó por estos interrogantes que tenían que ver con lo físico y no con la apelación espiritual de la otra persona, pero él era joven, de 28 años, y no se avergonzó por ello. A las pocas horas, recibió esta respuesta: “Bienvenido, espíritu iluminado. Intentemos juntos romper la lobreguez de estos días”.
La respuesta le pareció bella a Mario, y aunque por un momento temió que se tratara de una de esas personas un tanto místicas o dedicadas a los mantras y otras prácticas de las religiones orientales, le respondió: “¿Cómo se siente hoy tu alma?” Y así empezaron a conocerse, a contarse de sus dudas, sus temores, sus angustias, sus necesidades y avatares espirituales y físicos. Mario aprendió entonces que Lucía, que era de una pequeña ciudad del interior, se quedó atrapada cuando comenzó la cuarentena; que no le tenía miedo a la enfermedad, pero sí que al cabo de las dos primeras semanas, le empezó a golpear la soledad; que tenía 24 años y era soltera; que era arquitecta recién recibida y que estaba buscando abrirse espacio; que le gustaba mucho la pintura (y que leía algunos libros buenos, no muchos), aunque ella no dibujaba más que planos arquitectónicos. Supo también, que ella había terminado con un cuasi novio hacía tres meses, y que varios habían contestado a su mensaje con algunas expresiones dudosas y otras francamente groseras, que le aconsejaban que el mejor remedio para los males espirituales era practicar el sexo, con el remitente, por supuesto, pero, obviamente, cuando pasara la cuarentena. Se enteró, igualmente, que vivía en el segundo piso de un edificio no muy lejano. Lucía, conoció que Mario vivía solo en un apartamento minúsculo, no muy lejos del centro; que tenía 28 años; que hacía muchos años que vivía en la ciudad; que era divorciado y no tenía hijos; que era diseñador gráfico y que trabajaba para algunas revistas y hacía trabajos eventuales con los que ganaba unos pesos extra. También se enteró Lucía, sin sorprenderse, de que Mario amaba secretamente la poesía y que él, al igual que ella, no le temía a la enfermedad, pero sí a la soledad que ya lo había atrapado entre las paredes estrechas y blancas de su vivienda; que había terminado con una enamorada hacía poco y que esos días conversaba, nimiedades, por computadora, con algunos amigos que no llenaban su alma. Todos los días intercambiaban mensajes, incrementando el tiempo cada vez, y las letras negras de los textos iban abriendo senderos de sol en sus vidas, de manera que al cabo de diez días, esos escritos que no tenían más vida que la de sus significados, se fueron volviendo imprescindibles y urgentes, como nutrientes mágicos que aportaban algo de luminosidad y vivencias intensas a sus propias vidas aisladas.
Ella le sugirió que usaran el Whatsapp, porque sería más práctico, y le avisó también que usaba poco el “face”. A partir de entonces las conversaciones se establecieron entre ellos, siempre cálidas, siempre preocupadas por afianzar la luz y la calma en el otro. “Porque yo estoy aquí y desde este lugar te entrego mi ternura”, le escribió él. “Recibo tu calor y tu claridad, te envío mis sueños y mi paz”, le escribió ella. Se fueron volviendo cada vez más próximos, más sabedores el uno del otro y quisieron entregarse más hondamente, mostrar quiénes eran a través de lo que amaban. Y entonces Mario, no carente de una pizca de vanidad, con el propósito no sólo de obsequiar a su amiga, sino también de mostrarle cuánto sabía, le envío un poema de amor sumerio, de 4.000 años de antigüedad, que a ella le gustó mucho y, aunque no pudo evitar pensar si él no estaría tratando de seducirla con ese escrito, desechó la idea y le mandó las reproducciones de unos cuadros de Chagall, que a él le parecieron fascinantes. “Imagino que eres tú esa tierna mujercita que vuela, en una de las pinturas que me enviaste”, le había contestado Mario. Cada día, él le enviaba nuevos poemas y ella le respondía con imágenes de pinturas famosas. Cada envío iba acompañado de palabras dulces, cuando no poéticas, que fueron haciendo la tarea que suelen cumplir las palabras cuando están bien enlazadas: la labor de magnetizar sus almas. Él extraía de la biblioteca de su corazón, los poemas que más amaba; ella sacaba de la pinacoteca de sus sueños, las pinturas que inauguraban sus quimeras. Mario le envió poemas de Jaimes Freyre, de Martí, de Tamayo, de Sáenz, de Sabines, de Girondo, de Borges… Ella le envió cuadros de Boticelli, de Van Gogh, de Bosch, de Klimt, de Velásquez, de Dalí, de Gil Imaná… “Te entrego estos secretos hondos de mis sueños”, escribió una vez Mario al enviarle un poema de Borges que decía: ‘¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia…?’ Y ella le dijo por escrito, “Ahí, para ti, el arte de soñar pintado en luz y oro”, cuando le envió una reproducción de El beso, de Klimt. El arte, subrepticiamente, fue generando en ellos un progresivo encantamiento por el otro que le remitía esos mensajes, casi tan efectivos como la presencia humana cuando se desencadena el rito del amor. Se conocían profundamente, en sus gustos, en sus sueños, en algunas de sus pasiones, sin embargo, cuando uno imaginaba al otro, era una presencia de luz sin forma, era como un bello boceto sin concluir. Y ese conocimiento vacío de apariencia, se empezó a volver insuficiente para la necesidad humana de ambos. Entonces un día, Lucía tomó la resolución y le envió una foto de ella.
Mario, al ver la foto de Lucía, se sobresaltó por el encuentro con lo inesperado: su amiga del espíritu era, además, poseedora de un rostro bello, por sus ojos intensos y castaños, por su nariz perfecta, por su boca turgente y prometedora, por su cabello largo y claro, pero sobre todo, porque la foto brindaba más de lo aparente; desde más allá de las formas se insinuaba una enorme intensidad humana, un erotismo avasallante oculto en el diseño inocente de esa cara. Se hizo el propósito, sin embargo, de no dejarse llevar por esas revelaciones, de ignorarlas, de mantenerse digno de lo que ella le había solicitado al principio: su espíritu. Pero el retrato enviado por Lucía, venía además con la siguiente solicitud, “mándame una foto tuya”. Él, más por corresponder el gesto de ella que por otro interés, le remitió una fotografía descuidada, al estilo de las de carnet, que le había sacado un amigo para que realizase un trámite. Lucía la miró con atención y descubrió que si bien su amigo no era precisamente bello, sí era armónico en sus rasgos, y que desde su mirada profundamente humana, se emanaba también la fuerza y el vigor de un animal primitivo. Y ese descubrimiento, que ella intentó rechazar, permaneció en su mente y fue creciendo hasta horadarle las defensas y provocarle un manantial de vergonzosos deseos que, finalmente, se apoderaron de ella y que fue aceptando hasta que el placer de esas premoniciones la derrotó. Ese mismo día Lucía le envió un par de cosas: una foto de ella en pantalones ajustados y con una camiseta liviana, conjunto que le delineaba el cuerpo, y también una reproducción de El Jardín de las Delicias, de Hyeronimus Bosch. Respecto de la foto no escribió nada, pero del cuadro de Bosch dijo: “Mario, las delicias pueden estar disfrazadas de horror”. Mario miró con detalle, sorpresa y admiración, el tríptico del pintor flamenco y a pesar de que al principio no entendió las palabras de ella, al mirar la foto de Lucía, al descubrir que era bella de verdad, empezó a percibir la revelación que se fue abriendo en su mente, “el horror es la pandemia y la muerte, las delicias son la vida y lo que la genera”. Durante un tiempo no supo qué hacer, pero en las horas vacías del confinamiento obligatorio en su vivienda, no dejó de mirar la fotografía de ese ser de luz y de abismos en que se iba transformando Lucía. Esa noche le respondió: «Lucía, que las delicias nos alcancen y que sean sólo delicias, en homenaje a la vida”.
Al día siguiente, temprano, le llegó a Mario una nueva foto de ella, esta vez de pie en algún jardín y usando unos shorts mínimos que mostraban la perfección de sus muslos y piernas, mientras en su rostro se dibujaba una tímida sonrisa. “La vida nos brinda pocas oportunidades de aprehender la belleza y si no la disfrutamos, más allá están la muerte y la nada”, había agregado, en tono un tanto admonitorio, Lucía a la foto. Él, que ya había comenzado a soñarla y que la iba incorporando como una obsesión, le envió también una nueva foto en la que aparecía de pie y de cuerpo entero, junto a un amigo. “Eres bella, inmensamente, por dentro y por fuera. Estoy seguro de que eres la vida, el sueño y la promesa”, le escribió. Esa tarde ella lo llamó por teléfono y ambos oyeron las voz del otro por primera vez. La voz cantarina de ella, la voz grave, de él. Al principio la conversación se manifestó en formalismos, luego él se atrevió a decirle que era muy linda, que había pensado mucho en ella, pero Lucía fue más audaz y al final de la charla le dijo, “si soy promesa, si soy sueño, si soy vida, hazme realidad”.
Afuera, desde las ventanas de sus viviendas, la ciudad proseguía con su desolación y su abandono. Los pájaros la habían tomado y sus trinos resaltaban el mutismo de la urbe. Ambos estaban inquietos, caminaban por sus reducidos espacios, miraban hacia la calle que sólo repetía su fisonomía de silencio y desamparo. Pensaban mucho, pensaban hondo, pensaban gravemente, pero las imágenes del otro, que sólo conocían en su representación, interrumpían como resplandores esos pensamientos y, uno y otro, comprendían que esas figuras inánimes, en reemplazo de ellos mismos, eran la imagen y el símbolo de la vida, mientras afuera, en la calle, en la ciudad, en el país, en el mundo, la muerte se enseñoreaba de todo y el horror bullía encerrado en las casas como las que ellos ocupaban. Desde su teléfono, él le tecleó un texto. “Venimos de la nada y vamos hacia la nada, hacia el no ser. Es muy breve el espacio del ser. Nuestra obligación, en medio de esta fugacidad, es la de Ser, apasionadamente Ser”. A los pocos minutos ella le respondió. “Siento y sé, que puedo ser en ti; siento y sé, que puedes ser en mí”. Y eso fue todo por ese día, la mudez solamente fue amortiguada por el ruido suave de la lluvia cayendo obstinadamente sobre todas las cosas, incluso sobre sus almas.
Esto es estúpido, se dijo él. ¿Qué pretendo, si no puedo salir? Y aunque tenemos salida una vez a la semana para comprar alimentos, hay que demostrar que uno salió a eso. ¿Qué puedo hacer si no sé hasta cuándo durará este encierro? No puedo ir donde ella. No puedo ir a amarla. Sólo puedo soñarla y no sé si su sueño durará hasta que acabe esto. Tal vez nos estamos enloqueciendo, la reclusión y la soledad nos están quebrando, no estamos totalmente lúcidos. Ahora siento que la amo, que la deseo con desesperación. Tal vez ella siente lo mismo hacia mí. Pero esto puede ser una trampa más del virus. El virus se ha metido en nuestras cabezas.
No debo pedírselo, se dijo ella. No le puedo decir que venga y me tome, que lo estoy esperando. No le puedo pedir que arriesgue su salud y la mía. El virus manda y acecha en cada rincón. Sé que lo amo, sé que lo deseo y que el deseo me sobrepasa. Pero no sé cuándo terminará todo esto y yo lo quiero ahora. Es absurdo, he soportado sin claudicaciones estos meses sin sexo. Y, sin embargo, lo quiero a él ahora, en este momento, en este día. Sí, es una idiotez. Debe ser que el virus afecta, desde lejos, las mentes. Pero yo lo quiero ahora, hoy, no dentro de un mes. Debe ser el impulso de la vida el que me impone todo esto. Debe ser la vida que busca preservarse. No lo sé, no lo sé…
Lucía ya sólo estaba movilizada por su libido, un ardor intenso le arañaba el vientre, le hormigueaba en las piernas, en el pecho. Se puso de pie y empezó a desnudarse hasta quedarse apenas con sus mínimas bragas negras. Caminó hasta un estante y de allí sacó una vara para “selfies” a la que le incorporó el teléfono celular. Volvió a la cama y se recostó. Sintió, sumida en el leve cosquilleo que le acariciaba todo el cuerpo, que no actuaba con impudicia y se tomó una fotografía. Se vio y se gustó. Recorrió con los ojos la curvatura de sus formas y se le ocurrió que estaba más intensa, más dotada, más sensual que la Venus de Boticelli. Se sentó, cogió el teléfono, e inició una videollamada a Mario.
Mario había estado sacudido por las dudas. Algo, desde muy adentro le decía, que debía darle oportunidades al ser, oportunidades a la vida y olvidarse de imposiciones y responsabilidades. Pero dudaba, dudaba… Esperaba algo, no sabía qué, pero sabía que debía esperar algo que sería definitorio. Entonces sonó el teléfono y vio el rostro vivo de ella, sus labios moviéndose peligrosamente, como si estuvieran movilizados por una tormenta de estrógenos, sus ojos poseídos por un brillo extraño, maravilloso y sensual. “Aquí estoy, esperándote”, le dijo ella. “Aquí estoy, soñándote, mientras me lastimas y te me manifiestas en cada centímetro de la piel”, le dijo él. Ella movió levemente el teléfono y recorrió la mirada del mismo hasta el origen de sus senos y agregó, “Mira lo que te voy a enviar” y entonces cortó y un breve ring anunció a Mario la llegada de la foto.
El arrobamiento que la imagen del cuerpo desnudo de Lucía produjo en Mario, le hizo sentir que en esas cumbres, en esas concavidades, en la redondez de sus muslos, en lo frutal de sus labios, en la luz irradiante de sus ojos ya no mansos, sino perversos, se encontraban la belleza que a él le correspondía y el destino de su insondable deseo acumulado en horas febriles. La imaginación se le desbocó y se vio cabalgando por las praderas, por los valles, por las cimas, por las convexidades y depresiones de la piel ebúrnea de Lucía. Y sintió el advenimiento de los más brutales y dulces acoplamientos, encajes, ensambles, engarces, incrustaciones, penetraciones. Y la luz de las poluciones, de las efusiones, de los derramamientos. Y los alientos, las respiraciones, las exhalaciones. Y los susurros, los gritos ahogados, los murmullos de las gargantas exaltadas. Entonces, el teléfono le aviso que tenía un mensaje. Lucía le decía las palabras que siguen, “Siento que tus manos, vienen errando, pero con certeza y sabiduría, por los caminos y laberintos de mi cuerpo. Siento que desde allí, arribas a mi alma”.
Entonces Mario supo, como si fuera beneficiario de una iluminación, que se decidía por Ser. Ya no podía dudar, en realidad hacía un cierto tiempo que no dudaba, pero no lo quería aceptar. En el cuerpo y en el alma de ella se abriría camino hacia el alba renovada y la llevaría con él. Tomó el teléfono y la llamó. Lucía estaba recostada, entregándose al ensueño de su cuerpo arrasado por el de ese hombre llamado Mario, y que, desde ese renacer, no sólo tomaría la otra humanidad ansiada, sino que también llegaría al fondo de su espíritu y que ambos comulgarían en una renovación de esencias, que andarían juntos, el camino posiblemente efímero, pero siempre intenso de aquello que se nombra felicidad.
“Te amo”, le dijo él, y ella le respondió, “te amo y te espero”. “En un par de horas, a las diez de la noche, saldré hacia tu casa. Son unas veinte cuadras y tardaré más o menos cuarenta minutos”, agregó Mario. “Trae algo de ropa, porque te quedarás aquí. Yo estaré en la puerta de abajo, aguardando por ti, amor, mi dulce amor”, continuó ella.
A la hora prevista, cargando una pequeña mochila, Mario salió de su edificio. Caminó unos pasos y cayó en cuenta que debería llevar alcohol en gel para protegerse. Volvió atrás y a los pocos minutos emergió nuevamente por la puerta y, sin vacilar, se lanzó a la noche. La ciudad estaba desierta y el panorama lucía infinito, en medio de la vana iluminación ya no destinada a los humanos. Sólo un perro husmeando en una bolsa de basura apareció en las dos primeras cuadras. Cruzó la ancha avenida vacía, y en la calle siguiente, giró a la derecha para respetar el mapa mental que se había hecho. Iba a buen ritmo, sin problemas, cuando, de pronto, emergieron las luces de un vehículo que se dirigía hacia allí. Mario se apegó inmediatamente a un árbol, intentó casi incrustarse en él para que no lo vieran, mientras sentía el ruido creciente del motor que se acercaba.
Lucía, en su apartamento, intentaba tranquilizarse, mientras calculaba el tiempo para bajar hacia la puerta de entrada. Se sentó en un sillón, pero no aguantó ni un minuto en él y entonces caminó por la sala, mientras sentía un dulce ardor que le nacía en la zona del pubis y se expandía en la parte inferior de su abdomen. El corazón se le agitaba, la respiración se le aceleraba. Corazón mío, sosiégate, en quince o veinte minutos más llegará el hombre que espero, y entonces podrás encabritarte, le dijo al músculo que le golpeaba el esternón, pero este no le hizo caso. No obstante, la dulzura que le quemaba entre las piernas, mantenía su vigencia de preludio al placer. Miró el reloj una vez más, pero el tiempo parecía haberse detenido.
Mientras el auto policial pasaba a su lado Mario giró hacia el costado del árbol que lo cobijaba. No lo vieron y él espero hasta que se perdiera en la distancia para reiniciar la marcha. Caminaba a paso firme, pero no parecía venir de sus piernas la fuerza que lo impulsaba, sino desde una intensidad y una luz que nacía en sus testículos. Y con esa luz alumbrándolo supo que nada podría detenerlo, que no habría obstáculo ni inconveniente que pudiera impedirle llegar a Lucía. Pero unas luces poderosas aparecieron de golpe y pertenecían a un vehículo que había entrado a esa calle desde una transversal, unos doscientos metros más adelante. Un contenedor de basura, le brindó a Mario la oportunidad de ocultarse y, desde detrás del mismo, vio pasar un camión militar y divisó en la parte trasera del vehículo a unos soldados que dormitaban en los asientos laterales. Siguió avanzando, guiado, sostenido, impulsado por su luz mágica. Sólo un grupo de perros que caminaban en montón detrás de una hembra en celo, se cruzó en su camino durante su tránsito por la noche. Le faltaban cuatro o cinco cuadras, calculó.
Lucía no pudo esperar más y bajó hacia la puerta y allí permaneció experimentando la atroz retardación del tiempo. Ensayó su llave dos o tres veces, se apoyó contra el cristal como si desde el mismo pudiera extraer y besar a la figura anhelada, e hizo, varias veces, el inútil ejercicio de intentar ver hacia los costados de la calle. Pero no veía más que unos pocos metros y por ellos, Mario no venía. Miró su reloj numerosas veces, y en la última descubrió que el tiempo estimado se había sobrepasado en tres minutos. Se asustó durante un momento, empezó a colegir los diversos tipos de inconvenientes que podría haber tenido Mario en su tránsito hacia ella, y su esbozo de temor y la momentánea decepción se aplacaron con la secreta voz de sus ovarios que le hizo saber que él llegaría.
Y él llegó y la vio apegada al vidrio. Y ella lo vio estirando el brazo hacia la cerradura, en el mismo momento que ella hizo girar las llaves y bajó la manivela para abrir la puerta. En cuanto él estuvo dentro los labios de ambos se prendieron con urgencia, con perentoriedad, como si en el primer beso de carne y no de sueño, se cifraran sus existencias. Y así, unidos por las bocas, probando el sabor de sus lenguas, sin separarse un instante, sin decir una palabra, subieron las escaleras como dos entrenados atletas y llegaron a la puerta entornada del apartamento y entraron y empezaron a arrancarse las ropas. Mario le quitó el vestido liviano que ella llevaba, mientras ella hacía estallar los botones de la camisa de él, y él, como si fuera prestidigitador entrenado, se deshacía de su pantalón y de los zapatos. De esa manera, bebiéndose, sorbiéndose los elíxires de sus bocas llegaron hasta el dormitorio.
Se hicieron el amor con premura, con urgencia y gozaron de los más brutales y dulces acoplamientos, encajes, ensambles, engarces, incrustaciones, penetraciones. Y de la luz de las poluciones por voluntad del amor, de las efusiones, de los derramamientos. Y los alientos, las respiraciones, las exhalaciones, crearon ecos que anidaron en las paredes. Y los susurros, los gritos ahogados, los murmullos de las gargantas exaltadas, se convirtieron en un coro de ruiseñores y colmaron la habitación hasta volverla toda música. Entonces se tomaron una pausa y hablaron por primera vez. “Buenas noches, Lucía”, le dijo él. “Buenas noches, Mario”, respondió ella. “Amor mío”, pronunció él. “Amor mío”, replicó ella. Y se besaron largamente, se dieron un tiempo para mirarse, para conocerse, para cobrar certeza el uno del otro, de su realidad y de su presencia viva. La epifanía de sus formas humanas comenzó a hacerse conocimiento. Entonces volvieron a la tarea del amor y al descubrimiento de nuevas realidades. Y así siguieron, enganchándose cada vez más a la ternura, sin necesidad de decir palabra, hasta que los primeros rayos del sol empezaron a lamer la ventana del dormitorio y la luz cambiante diseñó sobre sus cuerpos nuevas formas que embellecían más sus cuerpos.
Ya el sol estaba alto, cuando fue resurgiendo la conciencia y con ella se infiltraron maliciosas y solapadas, algunas insinuaciones del ‘no ser’. Un instante de oscuridad se abrió en sus mentes, un destello de temor hizo presa de cada uno. Porque él se había apegado al árbol para ocultarse, porque se había apoyado en el contenedor de basura, porque había agarrado la cerradura de la entrada al edificio, ya que ella, que lo asaltó apenas cruzó la puerta, no le había dado tiempo de usar el desinfectante, como tenía pensado hacerlo. Ella, por un momento se sintió intranquila, porque durante la espera había posado su rostro y sus manos en el vidrio de la puerta de calle, porque en su ansiedad había agarrado la manivela para abrir. Ellos, habían sido, sí. Maravillosamente, sí. Habían vuelto a ‘ser’, y allí estaban, lado a lado y tomados de la mano, como testimonio el uno del otro. Aunque brevemente pensaron que tal vez, en esa ansiedad de ser, el no ser los había invadido, y esos pensamientos fugaces que los asaltaban, individualmente, sin que se los comunicaran entre ellos, acarreaban breves cataclismos de sombra sobre su felicidad. Sin embargo, a pesar de los relámpagos de dudas, de la casi resignación, abrazaron intensamente sus cuerpos todavía desnudos, intentaron fundirse entre sí en ese estado de incandescencia espiritual, y procuraron dormir la fatiga del amor. Luego habría tiempo, pero sería tiempo para olvidar el espanto y permitir la vigencia de la alegría. Y la vida, mientras tanto, trabajó, silenciosa y oculta, por afianzar su persistencia, pues en algún lugar del vientre de Lucía, la semilla de la existencia, la simiente de todas las potencialidades, empezaba a crecer.