Dentro de nuestro repertorio de miserias, no hay mayor disfrute que la lapidación pública. Si la disculpa y el arrepentimiento están en vías de extinción en el mundo real, en el virtual —donde como sabemos reina la impunidad del anonimato— prácticamente han dejado de existir. RIP, me apena haberte ofendido. RIP, no te conozco pero ahora me doy cuenta de que no merecías lo que dije de ti.
Debemos aceptar que las redes sociales sirven (también) para atizar los impulsos menos amistosos de sus usuarios. Sería bueno reconocer además que si algo nos fascina particularmente es el escrutinio —detrás de todo amigo de Facebook o seguidor de Twitter hay un juez frustrado—, y que la sociedad en red se parece cada vez más a un concurso de pleitos en el que gana quien agrede mejor y ese campeón, plácet mediante de la intelligentsia digital (sí, una pseudoélite), recibe de premio un aprobatorio “me gusta”.
En tal contexto, una palabra mágica abre todas las puertas: democracia. Resulta que porque las redes sociales llegaron para “democratizar” la comunicación, tenemos permitido odiar(nos) en público, sin restricciones y, todos felices, que viva la libertad.
Del desafecto que sublima la tecnología y relega el añorado (con)trato social de beso y abrazo, no se salva la política. La ciudadanía democrática de hoy vive mutilada por dentro, descorazonada por la acción de unos picapedreros que la han ido royendo al punto de empujarla a no querer saber más de nadie. No lo dice abiertamente, pero desconfía casi por completo del sistema y, en vista de las decepciones pasadas y presentes, no pondría las manos al fuego ni por oficialistas ni por opositores. De ahí que, de un tiempo a esta parte, aburrida de la vida, odie más que ame.
Hay un libro del argentino Tomás Balmaceda titulado “Los 90, la década que amamos odiar”. En Bolivia, donde la política no es tanto cuestión de procesos sino de personas, hoy, pareciera que los que no aman odiar a Evo, aman odiar a Mesa. Pero eso no es todo. Están los que aman odiar a García Linera y los que aman odiar a Doria Medina, los que aman odiar al Gringo Gonzales y los que aman odiar a Tuto Quiroga, los que aman odiar a la ministra Gisela López y los que aman odiar a Rubén Costas, por decir algunos nombres que saltan a diario a la palestra nacional. Como podemos inferir, este sentimiento colectivo y aparentemente contradictorio no implica ningún encono particular; la lista podría ser infinita porque, como he dicho líneas arriba, trasciende el ámbito de la política.
El ciclo de amor y odio se repite invariablemente y, así como reprobamos con el mismo entusiasmo que elegimos, odiamos con la misma intensidad que amamos. ¿O de qué hablamos si no de que cuando se ama y se odia es al todo o nada, sin medias tintas?
Así, tal cual, se vive y se siente hoy la política en Bolivia y en otros países como por ejemplo Argentina o Venezuela, donde el antídoto contra el amor es el odio. Así, el que no piensa como uno, aténgase a las consecuencias de mis ataques verbales con pólvora.
No es para asustarse. Dicen los que saben que amamos odiar no por nuestra evidente pasión por el oxímoron, sino por un rasgo cultural. Debe ser. Nos cuesta reconocer algo bueno en el otro y, en general, nos falta hidalguía para admitir que nos equivocamos. Como estamos enojados con lo que nos rodea, honramos el pensamiento endogámico desestimando de plano, fanáticamente, el criterio ajeno.
Eso no es nada. La intolerancia, la falta de consideración por el que piensa distinto, está induciéndonos a sacarnos los ojos. Y si no, échenle un vistazo a las redes sociales, donde, sin embargo y para confirmar lo dicho aquí, Savater escribió: “Los humanos somos una especie vulnerable, nos rompemos y morimos, es muy fácil hacernos daños físicos, morales y sentimentales, no podemos hacer lo que se nos antoje con los demás, debemos tener cuidado con ellos. La deliberación ética se impone porque somos mortales”.